APUNTES

Los hermeneutas de Hermes, por Alcides Rodríguez


Creado por los griegos, el mito de Egipto siempre cautivó a generaciones de sabios, viajeros y curiosos de toda clase. No sería tarea sencilla encontrar hoy en día personas que nunca hubiesen visto u oído hablar, al menos una vez en su vida, de la pirámide de Keops o la tumba de Tutankamón. Filósofos, escritores, historiadores, poetas, religiosos, charlatanes, ministros de Bienestar Social… todos ellos y muchos más forman parte de la infinita legión de los que, por muy diferentes motivos, han buscado y hurgado en el mito egipcio. El misterio que durante siglos rodeó a la escritura jeroglífica alimentó sin lugar a dudas esta irresistible fascinación.
    Los jeroglíficos que pueden admirarse en las paredes de los templos que aún se levantan a lo largo de las orillas del Nilo eran un misterio incluso para la antigüedad grecorromana. La desaparición del imperio de los faraones fue seguida por la de aquel pequeño grupo de elegidos que eran capaces de interpretarlos. Lo que no desapareció fue el aura de profunda verdad filosófica que estaba asociado a todo lo egipcio. Desde Heródoto y Platón el prestigio de la religión egipcia y sus sacerdotes nunca dejó de crecer entre los antiguos, alcanzando ribetes extraordinarios en los tiempos de la Roma pagana. Este éxito escondía sin embargo un espinoso problema: el de la interpretación de tan rico acervo filosófico y religioso. Plutarco hizo notables esfuerzos de hermeneuta para extraer enseñanzas morales de los mitos egipcios. La exégesis alegórica era para él un sendero fiable que conducía a las verdades ocultas de la religión faraónica. Este sendero sería ensanchado con el transcurso del tiempo por caminantes ansiosos de tener el privilegio de acceder a los arcanos del Saber Divino. No eran pocos los que consideraban que quien revelaba esos arcanos era Hermes Trismegisto, versión griega de Thot, el dios egipcio de la escritura y la sabiduría. Al igual que en los buenos tiempos de los faraones, Hermes iniciaba a unos pocos elegidos en los meandros del saber primordial de los egipcios. Era peligroso que semejante revelación cayera en manos de malas inteligencias.
    Siglos más tarde el humanista italiano Giovanni Pico de la Mirandola no dudaba en defender la necesidad de ocultar todo conocimiento esencial a la mirada del vulgo recurriendo a jeroglíficos especialmente creados para ello. La traducción que su amigo Marsilio Ficino hizo en 1463 del Corpus Hermeticum y la publicación, unos pocos años más tarde, de libros como el célebre Hypnerotomachia Poliphili del veneciano Francesco Colonna o tratados como el Hieroglyphica de Horapolo, hicieron que la fascinación por los misterios egipcios y sus jeroglíficos no dejara de aumentar en la Europa renacentista y barroca. Se desató una verdadera manía de crear jeroglíficos para transmitir mensajes ocultos de toda clase, dando origen a los emblemas y a una profusa literatura acerca de ellos. Incluso surgió una nueva especialidad docente, el “profesor de jeroglíficos”, tal como lo registra el erudito Tommaso Garzoni en un capítulo especial de su La piazza universale di tutte le professioni del mondo, publicado en 1601.
    Siguiendo en buena medida huellas como la de Plutarco, el tratado de Horapolo ofrecía una interpretación de los jeroglíficos egipcios en clave alegórica. Dada a la enorme influencia de su Hieroglyphica, todos los intentos de descifrarlos siguieron el mismo camino. Durante el siglo XVII el jesuita alemán Athanasius Kircher se convirtió en toda una autoridad en la materia. Fuertemente influenciado por la tradición hermética y guiado por un insaciable deseo de acceder al conocimiento de la Trinidad y el Espíritu Divino, estaba convencido de que la sabiduría egipcia escondía la verdadera ciencia de la Divinidad y la Naturaleza. El precioso saber estaba allí, encerrado en esos “grabados sagrados” a la espera del sabio que supiese interpretarlos, y Kircher trabajó afanosamente en pos de ofrecer las herramientas para hacerlo. Creó un método con el que descifraba los jeroglíficos recurriendo a las interpretaciones alegóricas y a la ayuda de la lengua copta. Leamos un breve pasaje como muestra de las bondades de sus esfuerzos. De un texto de la época de Tutmosis III nuestro jesuita tradujo
    “La ciudadela celeste de los planetas está a salvo de toda desdicha, gracias a la protección del divino Osiris, el Agatodemón húmedo”
    Kircher fue uno de los sabios más polifacéticos de su tiempo. Referencia científica ineludible, su nombre y sus libros eran en todas partes sinónimos de conocimiento. Y su método de interpretar los jeroglíficos fue considerado como el mejor por sus pares de otra ciudadela, la del saber científico.
    Entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, los soldados de Napoleón que descubrieron la piedra de Rosetta y Jean François Champollion, su genial descifrador, se encargaron de pulverizar de un solo mazazo siglos de interpretación alegórica de los jeroglíficos. Con ellos se abría para los egiptólogos un nuevo sendero que se alejaba definitivamente del de Plutarco y Horapolo. Pasajes como el citado podían ahora ser leídos tal como se lo hacía en los tiempos de las pirámides:
    “Durables son los aspectos que adopta el dios Ra, el amado de Ra”
    Quedaba claro que si se trataba de la ciencia de la Divinidad y la Naturaleza, no era Egipto el lugar en donde había que buscar. A la manera de un moderno Hermes Trismegisto, Champollion develó finalmente el misterio de los jeroglíficos, pero el resultado de sus esfuerzos no mostraba lo que generaciones de sabios y eruditos herméticos habían ansiosamente esperado leer. Resulta curioso comprobar cómo, durante tantos siglos, un excepcional y muy complejo universo de significados como el del Hermetismo pudo estar estrechamente ligado a unos enigmáticos signos cuyos creadores, con exquisito cuidado, habían diseñado para transmitir mensajes radicalmente diferentes.

Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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