En Mi vida después, la obra de Lola Arias que está saliendo de cartel, los actores cuentan su vida y la de sus padres. Blas Arrese Igor, la de su padre cura que tras dejar los hábitos tuvo seis hijos; Vanina Falco, la del policía apropiador de Juan Cabandié, que es su padre; Liza Casullo, la de Ana Amado y Nicolás Casullo exiliados en México; Mariano Speratti, la de su padre desaparecido que tenía un taller mecánico y militaba en la Juventud Peronista; Carla Crespo cuenta la historia de su padre que militaba en el ERP y que fue fusilado al ser apresado en Monte Chingolo; Pablo Lugones –del linaje del poeta, el comisario de la picana y de Pirí Lugones– cuenta la historia de su padre banquero. Biodrama es el nombre que la dramaturgia le asigna a este tipo de representación, una experiencia que también practicó Vivi Tellas en Mi mamá y mi tía, donde actuaban su mamá y su tía; y hacían de sí mismas.
En la obra de Lola Arias, el biodrama, el hecho de que los actores se representen a sí mismos, el supuesto de que en toda vida hay una historia digna de ser representada, cobra un especial sentido: la constante en los “personajes” es que son hijos de los años setenta en la Argentina. La obra presenta el modo en que los hijos recuerdan a los padres y así expone los perfiles de una generación.
El biodrama incomoda; el espectador, acostumbrado al pacto de la representación en que el personaje es producto artificial del trabajo del actor, tiene que soportar sobre la butaca la inquietud de estar observando la vida de los actores. El procedimiento se desarrolla sobre el filo de un acantilado: pisa el borde en que la vida íntima puede volverse espectáculo y pareciera estar a punto de caer al vacío cuando en la obra aparece Moreno, el hijo de cinco años de Mariano Speratti. El público es llevado hacia ese límite inquietante de la mano de personas que sobre el escenario exponen sus vidas mirando al auditorio a través de fotografías proyectadas sobre una pantalla, mapas, filmaciones en super 8, grabaciones de cassettes, cintas, ropa usada; un montaje de objetos tejidos por los relatos que uno a uno, por turnos, van narrando.
La obra se ubica en una serie compuesta por otras que interrogan el vínculo complejo entre la generación que protagonizó los años setenta y sus hijos: los films Los Rubios de Albertina Carri, Papá Iván de María Inés Roqué, Encontrando a Víctor de Natalia Bruschtein y M de Nicolás Prividera; las novelas Los topos de Félix Bruzzone y La casa de los conejos de Laura Alcoba; los ensayos fotográficos Arqueología de la ausencia de Lucila Quieto, Fotos tuyas de Inés Ulanovsky, Tarde (o temprano) de Clara Rosson y Los hijos de Julio Pantoja son algunos ejemplos.
La fotografía y el cine documental, por el carácter de sus propios soportes, eluden la inquietud que provoca Mi vida después. Su vínculo con lo real no compite con el límite que la narrativa o el teatro suponen en tanto terrenos de la ficción; operan desde siempre mediante el montaje de “presencias reales”, no provocan el efecto de los recortes de diario en los collages de Kurt Schwitters. La dramaturgia y la narrativa se las tienen que ver con la ficción. Bruzzone, Alcoba y los personajes de Mi vida después usan recursos ficcionales para contar sus vidas. Como Th. Adorno anunció en su ensayo “El arte y las artes”, los límites de las disciplinas, en su inmanente desarrollo y autocuestionamiento, se resquebrajan por doquier. En Mi vida después hay “un poco” de rock en la guitarra eléctrica de Liza Casullo, “un poco” de narrativa en la lectura de Para hacer el amor en los parques –la novela de Nicolás Casullo–, muchas fotografías, films, danza folclórica interpretada por Pablo Lugones, fragmentos de grabaciones y ropa, mucha ropa. Objetos traídos del pasado a los que se les da un lugar en el presente de la “desrepresentación”. Los personajes por medio del tono didáctico que usan parecen insistir en la idea de que eso que vemos no es la representación de una obra, sino la presentación de sus identidades.
La obra está más cerca de un artefacto conceptualista, emparentado a La familia obrera de Oscar Bony, que de la dramaturgia. Si la obra de Bony, junto a las discusiones estético-políticas que concitó, quería hacer visible la explotación del capitalismo mediante la inserción de esa familia real en una muestra, Mi vida después destaca la pluralidad de los setenta frente a lo que pareciera ser una década de puras dicotomías y signos monológicos.
Propone, al igual que Los rubios de Albertina Carri, una política de lo íntimo que se enfrenta al legado de los setenta. ¿Cuál es la comunidad a la que apela Mi vida después? No es ni la comunidad nacional, ni es la comunidad política de los grandes proyectos de transformación, pero tampoco es una recusación a la idea de comunidad, sino una pregunta que vuelve sobre esa idea: ¿cómo es posible vivir juntos tras las muertes de los setenta? ¿Cómo podemos ser parte de algo común heredando la apropiación, la desaparición, la represión y el exilio? La única respuesta que da la obra, y en eso se va su inquietante molestia sobre la butaca, es la obra misma: podemos vivir juntos los que heredamos ese tiempo en tanto afrontemos proyectos, humildes proyecciones de vidas que intentan definirse a sí mismas en el presente donde hoy los hijos ya son padres.
Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)
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1 comentario:
Interesantísimo el tema. ¿Dónde y cuándo se da la obra? Yo estoy muy conmovida con los dos libros de Laura Alcoba, y que acabo de leer el último: Los pasajeron del Anna C.; soy de La Plata, soy profesora de historia, y soy de la generación de Laura, sin padres con compromiso político, pero con un montón de piezas sueltas del rompecabezas del pasado que intento buscarles su lugar...
en fin, me gustaría mucho ver la obra.
Gracias,
Gabriela Arreseygor
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