De las ciudades divididas que conocí, Berlín era la más atípica de todas. En Beirut, en los años 80, cada noche, milicianos de uno y otro bando arañaban una frontera diferente a golpe de metralla. En Lima, la división parecía incluso producto de la naturaleza. Unos vivían en el desierto, otros en el vergel. En Berlín, en cambio, con sus ciento y pico de kilómetros de muro de cemento armado, con sus absurdos institucionalizados, sus estaciones de ferrocarril partidas por la mitad, la frontera se excedía en caprichos. Era un desmedido consenso al surrealismo. Y los “vopos“, la policía de seguridad, que parecían eternos. El recorrido a lo largo del muro lo hice durante meses completos con mi bicicleta, uniendo mi casa, en un extremo de la ciudad, con el Berliner Sprachen Institut en la otra punta, donde estudié alemán como una obsesa, hasta que me atacó el pánico de perder mi lengua materna. Como compensación, decidí comprar el periódico español El País de los domingos, donde me obligaba a reencontrarme con el idioma sometiéndome al acertijo de los crucigramas. Eran tiempos sin I-pod, celulares e Internet, y el periódico llegaba con un día de atraso al Zoo, la Estación Central de Berlín Occidental.
Ni mis amigos alemanes comprendían esta ciudad en su infinita encerrona, su destino de frontera minada, sus eternos controles para subirse a un tren. “Berlín está lleno de gente jodida porque los problemas rebotan en el muro y vuelven”, me decían. De modo que cuando yo veía las tradicionales pintadas “¡Fuera Nazis!”, me preguntaba “¿Y adónde se van a ir?” Cierto que era difícil salir de Berlín, pero también es verdad que no había muchas razones para abandonarla. Era una ciudad previsible, superficie rígida y mojones inamovibles. Una provincia eterna, incapaz de desbordarse. Pero con las ventajas de la provincia. Los grupos se conocían y reconocían, los recorridos duraban siempre lo mismo, los altibajos no se daban en la calle, sino en el alma. Delitos prácticamente no había, se respiraba tranquilidad. Esto no podía ser real; existía sólo en el catastro de la geopolítica.
Pero a la vez, esta ciudad de contornos provincianos, tenía las ventajas de la metrópoli: gente de todas partes, vitrina de Occidente en medio del Este comunista, escenario de culturas, espacio para todos los guetos. Hasta que el séptimo día, a contrapelo bíblico, dios se despertó. La noche del 9 de noviembre también estuve allí, en la puerta de Brandeburgo, viendo al primer chico que se lanzó a tocar el muro, después a saltar sobre él, y por último a constituirse en la imagen que daría la vuelta al mundo, haciendo la “V” de la victoria, entre algarabía y abrazos, lágrimas y champán. “Die Mauer ist weg, die Mauer ist weg!” (“¡Cayó el muro, cayó el muro!”) aclamaba la multitud, y la ciudad entera se llevó la pared por delante, reventando sus costuras.
Veintiún años han pasado desde entonces, y la transformación continúa: ni reunión ni mezcla ni síntesis. Berlín ha ido creciendo desde sus extremos, elevándose en los baldíos, redondeando ángulos, privatizando su centro, cavando diferencias, tirando la casa (¡y el presupuesto!) por la ventana. Se convirtió en capital, sede del Parlamento y del gobierno federal. Es la puerta grande de Alemania. Pero también es la capital de la pobreza, donde un 18 por ciento de la población vive de la ayuda social. Hace una década, un informe señalaba que dos tercios de los habitantes de la ex RDA, no se sentían ciudadanos de la República Federal de Alemania. Y en un ensayo reciente, Annette Simon, terapeuta, sostiene que los ciudadanos del Este no fueron bien recibidos en Occidente. En su libro titulado Quiero quedarme en el lugar donde nunca estuve, habla sobre la desazón que a nivel individual ha provocado el hecho de que a los ciudadanos de la ex RDA “no se nos preguntó ni qué deseábamos ni cómo, no se nos consultó para introducir modificaciones en la sociedad, no se nos reconoció en nuestras diferencias: nos convertimos en ´Ossis´, indiscriminadamente”. Habría que agregar, que no todos los que lucharon por ese cambio, lo disfrutaron luego, y viceversa. Como ejemplo, baste citar la canciller Angela Merkel, quien según propias declaraciones, estaba en el sauna cuando cayó el muro.
Sea como fuere, a veintiún años de la caída del muro y a veinte de la unificación alemana, la canciller es una “Ossi”, y su partido, la Democracia Cristiana, seguirá gobernando el país en una nueva coalición con los liberales. Pero en las recientes elecciones parlamentarias, otros “Ossis” vienen marchando: La Izquierda, el partido más joven de la República, fundado hace apenas dos años, alcanzó el 12 por ciento. Este partido, que reúne tendencias y grupos “a la izquierda” de los partidos tradicionales alemanes, tiene su origen en el Este, y gobierna en Berlín junto con el Partido Socialdemócrata desde hace un lustro. Pero ahora están presentes en todos los estados occidentales, y en el Este son prácticamente el partido más fuerte.
Entretanto, Berlín se ha vuelto mestizo. Medio millón de extranjeros viven en esta ciudad, lo que implica más de un trece por ciento de la población, y las estadísticas de 2007 dicen que un 40 por ciento de los jóvenes menores de 18 años tienen algún progenitor -o ambos- proveniente de otro país. Unos diez mil latinoamericanos residen aquí, y aunque es una comunidad muy pequeña comparada con la comunidad turca (120 mil personas), está muy presente a través de actividades de instituciones universitarias y bibliotecas, clubes y centros culturales, la música, el teatro, la literatura, el arte, la comida. Y un tema no menor: la lengua. Se supone que alrededor de unas treinta mil personas hablan castellano y portugués. Veinte años no es nada dice el tango...pero todo cambia. ¡Y cómo!
Esther Andradi (Buenos Aires / Berlín)
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