APUNTES

Música del universo, por Alcides Rodríguez

Una de las razones por las que el Timeo fuese quizá el único diálogo platónico conocido en la Edad media se debe a que allí el filósofo exponía la teoría pitagórica del mundo. La idea de que el universo estaba estructurado en clave matemática y armónica alimentó durante siglos complejas concepciones, en las cuales la música siempre ocupaba un lugar fundamental. Los filósofos del Renacimiento y del Barroco, tan interesados en hallar ese esquivo camino hacia el conocimiento universal, siguieron la senda platónica y creyeron encontrar en la música una pista en donde ir apoyando con pie seguro.
Robert Fludd fue uno de estos hombres. Adepto entusiasta de la idea renacentista de la armonía existente entre el macrocosmos y el microcosmos, Fludd consideraba que la música era un canal privilegiado para gozar de la perfección de las esferas. Diseñó un curioso Templo de la Música en el cual incluía, junto a diversos aspectos de su propia teoría musical, la célebre escena de Pitágoras escuchando el sonido de los martillos de los herreros. Probable esquema mnemotécnico de las reglas de la música a la manera del Teatro de la Memoria de Giulio Camillo, este extraordinario edificio incluía una torre en cuya cima se encontraba un gran reloj coronado por el padre Tiempo, acompañado de su clepsidra y su guadaña. Íntimamente relacionados, tiempo y música estaban también presentes en otro de sus inventos: el reloj musical, en el cual cada hora era señalada por la melodía que surgía de un carrillón activado por púas especialmente diseñadas.
Johannes Kepler criticó en su Harmonices Mundi las ideas de armonía universal de Fludd por considerar que carecían de sustento empírico. Kepler era un profesional muy competente que había trabajado junto al gran Tycho Brahe, el astrónomo de la célebre corte rodolfina de Praga. Se tomó el trabajo de tratar de demostrar científicamente la armonía del universo, pero en su entusiasmo se topó con algunos obstáculos inesperados. Uno de los golpes más duros fue su fundamental constatación de que las órbitas de los planetas no eran circulares sino elípticas. Lejos de cuestionar la perfección de los designios de Dios, Kepler logró convencerse de que estas elipses revelaban en realidad una perfección superior. El universo no podía dejar de ser una geometría gobernada por la armonía musical. Una armonía que le permitía al hombre de alguna manera imitar a Dios.
En 1633 Athanasius Kircher fue el candidato señalado para reemplazar a Kepler como astrónomo de la corte de Praga. Pero nunca llegó a ocupar el cargo; en su lugar se instaló en el Colegio Romano, dedicándose por el resto de su vida a sus múltiples estudios. Como no podía ser de otra manera, Kircher se apasionó por el estudio de la música. Su discípulo Caspar Schott cuenta que presenció el momento en el cual su maestro experimentó un viaje extático a través de las esferas de los planetas por el sólo hecho de escuchar un concierto interpretado por tres tañedores de laúd. Justamente, en su Intinerarium Exstaticum Coelesti narraba un viaje de similares características en el que Theodidactus, el protagonista guiado por el ángel Cosmiel, tenía la indescriptible dicha de disfrutar de la música de las esferas. Pero su libro más importante sobre música fue sin lugar a dudas el Musurgia Universalis que, fiel al estilo de su autor, se presentaba como el más completo tratado acerca del tema. Kircher no dejaba nada librado al azar: iba desde sus más complejas teorías musicales hasta el más detallado análisis del oído y la voz del hombre, pasando por profundos estudios de acústica o sobre las cualidades musicales de la mano humana. A lo largo de las páginas del Musurgia se fortalecía la idea de que música era, en esencia, una rama de las matemáticas y, por lo tanto, una imagen de Dios. El universo era similar a un órgano y Dios era el “máximo organista”. Kircher diseñó un órgano en cuyo teclado se leía:
“Así se interpreta en la esfera de los mundos la eterna sabiduría de Dios.”
La aparición de estrellas nuevas era un fenómeno que captaba inmediatamente la atención de estos sabios convencidos de la inmutable armonía del universo. Kepler observó y registró en 1604 una de estas novedades estelares, publicando en 1606 un sistemático estudio cuyo título era De Stella Nova in pede serpentarii. Lo que Kepler no podía saber es que esta stella nova era en realidad una supernova, la SN 1604, que hoy en día lleva con justicia su nombre. Una supernova es una colosal y extremadamente brillante explosión cósmica que indica la muerte de una estrella. El estallido proyecta al espacio la mayor parte de la materia que constituía el astro desaparecido. Lo que suele quedar es un núcleo de neutrones calientes, sujeto por enormes fuerzas nucleares, de un tamaño nunca superior a unos pocos kilómetros. Es un fragmento estelar muy pequeño y denso, una estrella de neutrones que gira a una velocidad increíblemente vertiginosa. Por dar un ejemplo, la pequeña estrella de neutrones que se halla en el centro de la Nebulosa del Cangrejo gira unas treinta veces por segundo. Los electrones que se encuentran dentro del campo magnético de este tipo de estrella en permanente rotación emiten una radiación en forma de haz en frecuencias de radio y en luz visible. Si nuestro planeta se alinea de determinada forma, es posible ver un destello por cada una de sus rotaciones. Por este motivo esta estrella de neutrones recibe el nombre de pulsar. El astrónomo Carl Sagan los denomina faros cósmicos. “Los pulsars – escribe Sagan en su célebre Cosmos- parpadeando y haciendo tic-tac como un metrónomo cósmico, marcan el tiempo mucho mejor que un reloj ordinario de gran precisión”.
Los pulsars inspiraron al compositor Gérard Grisey a crear Le noir de l´etoile, una obra de muy particulares características. La implacable y constante frecuencia de estos fenómenos estelares marcan los tempi de su obra. La percusión se reveló a Grisey como la necesaria forma de instrumentación para dar cuenta de la rotación, la periodicidad, las aceleraciones y desaceleraciones propias de los pulsars. Rodeando al público, en los espacios superiores de la sala, seis percusionistas prácticamente cubiertos por sus instrumentos se ocupan de darle vida a este cifrado estelar, siguiendo los imperturbables pulsos del fabuloso metrónomo cósmico. La música adquiere una dinámica que oscila entre lo frenético y lo pausado, pasando por sorprendentes estadios intermedios. Bien lejos de las melodías de un órgano barroco, todo es por momentos atronador; o también es suave e imperceptible. El sonido de los pulsars Vela y 0359+54, grabados en diversos radiotelescopios alrededor del mundo, cierra la obra junto a los músicos. ¿Es esta la música del universo con la que sabios como Fludd, Kepler o Kircher soñaban escuchar para ser transportados en deliciosos viajes extáticos? No lo sabemos. Indudable exponente de la armonía musical del cosmos, Le noir de l´etoile propone al espectador un viaje que, a pleno ritmo de percusión, lo conduce hacia los haces de estos remotos faros de los confines del universo.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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