Vean este aviso aparecido en el número 8/9 de la revista Martín Fierro de 1924. Título “Dónde se nos encuentra": “Creemos necesario dar a nuestros amigos y aún a los que no lo son, los sitios habituales de reunión de los redactores de este periódico: Lunes, en Richmond Florida a las 8. Martes, jueves y viernes, en el Salón Witcomb de 5 a 7, luego en la Richmond Florida. Sábados en el Royal Keller por la noche. Excepciones: las tenidas especiales de la Cripta de Samet los sábados y el primer sábado del mes en la Comida de las Fieras”. Quienes recibían en los cafés eran Oliverio Girondo, Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Borges, Ulyses Petit de Murat, casi todos integrantes del Comité Irigoyenista de Intelectuales Jóvenes que desencadenaron el cierre de la revista al impulsar la publicación de un manifiesto que sostenía la candidatura presidencial del “Peludo” Hipólito Yrigoyen.
La bohemia del tango, los malevos de los bajos fondos y también periodistas que tocaban el “pianito de escribir” en el diario Crítica se reunían en La Terraza, en el café La Puñalada o en El Puchero Misterioso, llamado así, según Conrado Nalé Roxlo, por un doble motivo: el primero obedecía a que servían un puchero mixto completísimo por sólo veinte centavos; el otro residía en la inquietud de los parroquianos que habían ordenado el célebre plato al ver, varios minutos después, que el humeante fuentón era alcanzado a través de un boquete abierto junto al mostrador por una mano sin cuerpo de la que nunca conocieron el dueño. El lugar fue escenario de varios relatos de “Camas desde un peso”, de Enrique González Tuñón, quien lo describió así: “…Con humor de todos los diablos llegué a la fonda de pícaros y vagabundos llamada del Puchero Misterioso, por la olla a precio ínfimo y la catadura de sus parroquianos, hombres solos y en su mayoría malabaristas del hambre…”. Otro misterio encerraba el Tuerto Gozalvo, periodista de “La Protesta” y uno de los más entusiastas acólitos de la fonda. Nalé Roxlo recuerda que circulaban distintas versiones sobre la pérdida de su ojo derecho, entre ellas que había desaparecido en la punta de una lanza en una revolución uruguaya, que lo había arrancado con las uñas una amante celosa y bravía o que se lo había arrancado él mismo por una apuesta. El ojo de vidrio, del color del tiempo, a diferencia del propio, que era celeste pálido, muchas noches era empeñado, vendido o traspapelado, y entonces su dueño compraba en los “cambalaches” de la calle Talcahuano un ojo usado que a veces resultaba negro, profundo y rasgado. Algunas madrugadas el mozo gritaba desde el mostrador: “¡Marche una caña doble y el ojo del señor Gozalvo!”. El Tuerto había dejado el ojo de vidrio en prenda la noche anterior y la presente, ya en fondos, lo rescataba. En las mesas de La Puñalada se contaba que cierta vez quiso entrevistarse con un encumbrado ministro que había sido compañero de bohemia periodística años atrás. Cuando llegó a la antesala el ordenanza le preguntó: “¿A quién anuncio, señor?” Previendo que su antiguo amigo hubiera olvidado su nombre, Gozalvo se quitó el ojo y poniéndoselo en la mano del ordenanza, le dijo: “Lléveselo; esta es mi tarjeta”. Cuenta el mito que fue inmediatamente recibido.
Laura Ramos (Buenos Aires)
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