El 21 de julio de 1969, Neil Armstrong de 38 años, camina sobre la luna. Es el primer hombre en hacerlo. Esa fue la noticia. Eso dicen. Así lo encontramos hoy en textos, fotos, videos, en la red, en enciclopedias o en diarios de la época. La nave Apolo XI había partido unos días antes, el 16 de julio, de Cabo Kennedy, Florida. La tripulación estaba constituida por el comandante Armstrong, por Edwin Aldrin y por Michael Collins, el piloto. Seis horas y media después del alunizaje, Amstrong baja por las escaleras y enciende la cámara de televisión para que todo el mundo vea esas imágenes.
En ese momento, cuando el comandante empieza a trasmitir y dice su famosa frase “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la Humanidad”, para mí empieza otra historia, la que arma el recuerdo, tan veraz y tan falsa a la vez, como lo es un sueño. Yo tenía nueve años y sé que vi esas imágenes con mi abuelo. De eso no tengo dudas. No tengo idea si lo estábamos viendo en directo o varias horas después en un noticiero, pero yo estaba allí, en su casa, con él. Sé dónde estaba sentado mi abuelo y donde estaba sentada yo, a qué distancia, puedo vernos; él me daba la espalda concentrado en lo que veía. El televisor era muy viejo, mucho más viejo que el que había en mi casa, apoyado en una mesa de metal destartalada sobre una carpeta de crochet tejida por mi abuela. Allí, en la casa de mi abuelo, pegada a la mía sin pared divisoria, yo pasé muchas horas de mi infancia. A su casa iba a buscar algo que no encontraba en la mía, o a protegerme de algo que en la mía abundaba y en la de él no. Mi abuelo vivía con mi abuela, bastante más joven que él, pero a ella no le importaban esas imágenes lunares, mientras nosotros mirábamos la televisión ella estaba en la cocina haciendo alguna tarea doméstica mucho más concreta y necesaria que caminar sobre la luna. En realidad lo que veíamos mi abuelo y yo no era que ese hombre caminaba sino que saltaba, casi flotaba, metido dentro de un traje espacial, con una escafandra que no dejaba verle la cara. Adentro de ese traje podía estar cualquiera, o nadie. En el recuerdo aparece la bandera de Estados Unidos en colores, cosa que no es posible porque esa televisión trasmitía en blanco y negro. Pero el recuerdo pinta. Yo estaba emocionada, hacía días que esperábamos ver esa caminata. Mi abuelo enojado. Despotricaba. Pero no me hablaba a mí, le hablaba al aparto de televisión. Era una costumbre, algo que le había visto hacer muchas veces, hablar con el conductor de un noticiero, con el entrevistado, con la protagonista de una novela. Hacer preguntas como si esperara una respuesta. Esta vez no, esta vez hablaba con alguien que no aparecía en la pantalla. ¿Hablaba conmigo?; no, porque no me miraba. Hablaba, simplemente. Se quejaba de “los yankies”. “Los yankies se creen que somos idiotas”, decía. “Esto que vemos lo armaron en un estudio de televisión. Es todo mentira”. “Yo no soy idiota, es todo mentira”.
Lo que decía mi abuelo me perturbó: si le creía, eso me produciría una tremenda desilusión; si no le creía, mi abuelo estaba loco. Estaba preocupada. Cuando terminó la trasmisión fui a contarle a mi madre: “El abuelo dice que lo de la luna es todo mentira”. “Así es tu abuelo”, me contestó ella, y no aclaró mis dudas ni me tranquilizó (mi madre nunca supo poner una palabra que tranquilice, tampoco podía ponérsela a ella). “Así” podía ser “así de loco” o “así de inteligente”.
En el recuerdo, muchos años después, mi abuelo sigue repitiendo “es todo mentira, los yankies mienten” y golpea la mesa de su comedor, donde estaba el televisor, con su mano mocha. La mano izquierda. Se la había aplastado una máquina cosechadora cuando trabajó en un campo de caña de azúcar en Cuba, “para los ingleses”. Su mano era una garra y la golpeaba así, muerta, contra la mesa, mientras Armstrong caminaba en la luna. Alguien en la televisión dijo alguna frase en inglés, mi abuelo entonces sí se dio vuelta, me miró y señalando la bandera yankie me dijo: “Yo sé hablar como ellos, ¿sabés?” No, yo no sabía. “Me enseñaron los ingleses, en Cuba, ellos hablan como los yankies”. Le pregunté qué sabía decir. “Dos cosas”, me contestó, “una que se dice a la mañana y otra a la tarde: Gud mornin yentelmen, gud afternun yentelmen”. “¿Viste que sí sé, viste que hablo como ellos?”, me dijo. “Sí que sabés”, le contesté. Luego miró la televisión y otra vez de espaldas a mí agregó: “Esos ingleses también eran unos mentirosas, igual que estos yankies”. Así era mi abuelo.
Claudia Piñeiro (Buenos Aires)
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1 comentario:
Esa noche en que Neil saltaba de la escalerilla al suelo lunar no se cumplió mi teoría de que al hacerlo comenzaría a rebotar para no detenerse nunca jamás . También supe que había cosas que estaban verdaderamente lejos. Mi familia veía el alunizaje que transmitía canal 8 de Mar del Plata. Nuestro departamento estaba en un quinto piso. Y la luna, podía verse claramente hacia la derecha, donde cuadras más allá estaba el mar. Sin embargo, aún con los prismáticos que mi hermano mayor estrenaba, si bien la luna se acercaba como nunca antes, de Neil y los suyos, allá arriba, nada podía verse.
Solo eso me hizo pensar que, tal vez, no había nadie en ese momento en ese lugar. Como tu abuelo. Aunque luego, la distancia, me aportó algo más de lógica y preferí, como los demás, terminar de ver lo que afuera no se veía, en la tele.
Te leo siempre. Alfredo. Ushuaia
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