En su película Escrito en el cuerpo, Peter Greenaway cuenta la historia de una niñita japonesa a la que su mamá le leía todas las noches, antes de dormir, fragmentos de "El libro de la almohada", diario íntimo de una cortesana china que había vivido en el año 1000. El libro es una lista de "cosas bellas”, y la voluptuosidad se desliza por el papel fragante, índigo, lunar: "Hay dos cosas en la vida en las que confiar, los placeres de la carne y los de la literatura". El papá era un maestro calígrafo que copiaba libros para un editor, y con esas manos, en cada cumpleaños dibujaba a punta de pincel en la cara de su hija la oración de la creación del mundo, poniéndole la firma en la espalda. Esa escena, soñada desde siempre por cada uno, tiene en la película una verosimilitud cercana a la del sueño: perfecta. La niña del cuento, literalmente así marcada, devendrá una mujer que sólo podrá amar al hombre que escriba en su cuerpo, y escribirá también un diario íntimo: "mis listas eran negativas", dirá, y “escribir sobre el amor, y encontrarlo". El Sexo y la Escritura: el cuerpo y la palabra. Ella elige unir lo que parece debiera mantenerse separado. El amado, un extranjero que dibuja en su piel latines y frases en el idioma del Imperio, va aprendiendo, lujosa, lujuriosamente, a trazar los signos de la lengua de su amada. Se escriben los cuerpos mutuamente, "sólo me dejaba desnuda donde yo acostumbraba estar vestida", dice ella, y él besa sus propios trazos en ella: "dulce, perfecta melange, sexo de un ángel". Duermen y comen y trabajan desnudos, entre frascos de tintas de colores, siempre en la misma mesa de madera, vasta y pulida por el uso: una cama, una página, un Lugar. Se proponen hacer del cuerpo un libro, sexo entre los libros, el deseo de honrar al padre en la piel, a la madre en la lengua: el envío del hombre libro al editor. Hasta aquí la película, la historia de esa mujer, la cruda metáfora de un problema.
El cuerpo o la palabra ha sido siempre la disyuntiva. Algunas escritoras, como la rusa Marina Tsvietáieva, sobre todo en su correspondencia amorosa (con Rilke y Pasternak, con Abraham Visniák), hicieron una literatura que anuncia y denuncia el lugar, el modo en que las aman los hombres. Saben que nunca serán para ellos un cuerpo palabra: "siempre ha habido algo de más en mí: una gran mitad, toda una yo de más, o la yo viviente, o el yo viviente de mis versos. Nadie sospechó que son las dos caras de una sola y misma fuerza, fuerza que hubiera podido manifestarse bajo mil formas y todavía seguiría siendo una y total ", dice en Noches florentinas, con pasión, y después: “Mientras lo ame, me encontrará siempre entre usted y yo, jamás en usted, o en mí ... ( te amo hasta más no poder ! ¿dónde? en mi cuerpo!)”. La palabra y el cuerpo, son la misma Cosa. Y si concebimos a la literatura como lujo, no podemos ignorar que se trata de la voluptuosidad de escribir, tanto como de la de amar (en ese punto que señala Bataille como "la encrucijada universal de los sentidos", donde “el hombre se mezcla por completo consigo mismo”, y no puedo dejar de señalar que Bataille usa el sustantivo ‘hombre’...). Si escribo:"dice dolor y no puede/ soportarlo, y amor dice, y se le hace/ agua la boca", cuando leo me vuelve a doler, a dar sed. La niña desea ser Una, y que él sepa abrir la puerta para ir a jugar.
Liliana Lukin (Buenos Aires)
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