Hay quienes dicen que si Dylan Thomas tomó dieciocho whiskys y no más antes de desplomarse, fue porque esos eran los últimos tragos para grandes poetas que Rubén Darío había dejado vacantes. Murió de cirrosis el 6 de febrero de 1916, en su tierra natal, Nicaragua. Al realizarle la autopsia el doctor Louis Henri Debayle, amigo del poeta, encontró el hígado convertido en piedra. Edelberto Torres asegura que Darío tenía una teoría del proceso de cada una de sus intoxicaciones, debía pasar por tres instancias que definía con nombres de animales, primero era un mono de alegres movimientos, luego un gallo orgulloso y pendenciero, y finalmente un cerdo, por eso, cuando empezaba a tomar, reclamaba que le sirvieran más whisky para no interrumpir el proceso.
El doctor Debayle, que conocía de sobra las razones de esas caídas, estaba más interesado en saber si había un mapa oculto que diera cuenta del descomunal vuelo del poeta. Estaba convencido de que debía haber una base orgánica que impulsara esos saltos sin red que había dado Rubén Darío en la lengua castellana. Intuía que habría un antes y un después de su poesía, algo que Federico García Lorca y Pablo Neruda sostendrían unos años más tarde en Buenos Aires, en una reunión del Pen Club, cuando los comensales esperaban que sólo uno de ellos se pusiera de pie para soltar un discurso sobre su propia obra y ellos decidieron ser dos que hablaban “al alimón”, como toreros, homenajeando a Rubén Darío, el poeta que había hecho posible la modernidad en la lengua compartida. El doctor Debayle palpitaba el furor por lo nuevo. Había nacido en Francia (1865) pero se sentía nicaragüense. Introdujo en Nicaragua la primera máquina de rayos X y no pocas novedades de la ciencia, como las investigaciones neurológicas de Paul Broca (1824-1880) y los estudios frenológicos de Cesare Lombroso (1835-1880). Broca descubrió en el cerebro el núcleo generador del habla; en su laboratorio tenía un enorme museo con cerebros pertenecientes a distintos individuos dispuestos para su estudio, una colección a la que finalmente habría de incorporarse el suyo. Y Lombroso había realizado diversos estudios frenológicos en los que buscaba relaciones entre las características de los cráneos y el desarrollo de las conductas de los individuos; hizo, por ejemplo, un estudio comparativo entre el cráneo de Kant y el de un delincuente, todas eran diferencias. Lentamente la ciencia del XX tendería a dejar atrás tales ideas, o acaso simplemente las remozó porque todavía hoy se encuentran en una universidad de Whichita los restos del cerebro de Albert Einstein metidos en un frasco; eso además de la incesante medicalización contemporánea que ha cambiado la medición de cráneos por las búsquedas de los genes que guiarían las conductas y hasta la orientación sexual de los individuos.
En aquella tarde del 6 de febrero de 1916, mientras el doctor Debayle estaba practicando la autopsia, desde luego que no pensaba únicamente en la ciencia, quería abrir un camino para que se hiciera justicia por los años y los años sobre el valor de Rubén Darío. Ansiaba una irrevocable justicia poética desde su ciencia de amigo de poeta. Darío había compuesto una loa a una de las hijas de Debayle, quien era además descendiente directo de Henri Beyle, más conocido como Stendhal. El autor de Rojo y negro había imaginado que sus lectores verdaderos estarían en el futuro, ¿podía pretenderse menos para el autor de Azul? Dos colores en uno que valía por todos. El novelista había elegido llamarse con un seudónimo de resonancias alemanas, el poeta en cambio se decidió por dos nombres de pila, el gesto de un comienzo que se resistía a cerrarse con apellidos, una rotunda bofetada a las estirpes aristocráticas. Debayle sopesó en la mano esa piedra oscura que había sido el hígado y la arrojó a un costado, y de inmediato extrajo el cerebro; quería investigarlo, debía hacerlo.
Algunos sostienen que se desencadenó una pelea por la posesión del cerebro y que terminó perdido en la calle. Otros creen que Debayle pretendía enviarlo a Buenos Aires para que fuera atesorado en un museo. No pocos creen que prefirió conservarlo. Una de las hijas del médico, Salvadora, se casaría con Anastasio Somoza García (1896-1956), quien comenzó la estirpe de dictadores en Nicaragua, dando a luz a Anastasio “Tachito” Somoza (1925-1980). Entre las versiones que circulan, una de ellas apunta a que Tachito se habría apoderado del cerebro de Rubén Darío y lo habría ingerido luego de un rito extraño, otra prefiere creer que los Sandinistas lo rescataron de sus garras y lo destruyeron. O que el cerebro se extravió durante las largas jornadas de la revolución. No faltan quienes arriesgan que está en un museo de Buenos Aires, perdido anónimamente entre frascos con otros restos de hombres comunes, tan sin apellidos como el mismísimo poeta; en el Museo de la Morgue, en la Facultad de Medicina, en un gabinete de ciencias de alguno de los grandes colegios de la ciudad. Pero la conjetura de que el cerebro de Rubén Darío haya estado, o esté aún, en Buenos Aires tiene poco asidero; a fines de la década del cincuenta, descendientes de la familia de Somoza Debayle aseguraron en público tener en custodia el cerebro, y posteriormente se desdijeron. Los versos de “La Cartuja”, ese pedido que Darío compuso en sus últimos tiempos como un regalo a la exigencia del porvenir, siguen peregrinos en todas las bocas:
“Darme otra boca en que queden impresos los ardientes carbones del asceta, y no esta boca en que vinos y besos aumentan gulas de hombre y de poeta. … Darme otra sangre que me deje llenas las venas de quietud y en paz los sesos, y no esta sangre que hace arder las venas, vibrar los nervios y crujir los huesos."
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
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3 comentarios:
Pues vaya con Ruben Dario :)
Y habrá que seguir leyendo a Rubén Darío. Ojalá podamos reunir más información para la búsqueda. Gracias por el comentario. MV
Jamás lo miré a Darío como un marginal, Borrachín.
Me hace feliz sin saber por qué.
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