A mediados de los años ochenta todo era posible. Y verdadero. Silvester Stallone, por ejemplo, declaró ser un alma reencarnada, así lo contó una de las revistas más malditas del esoterismo posmoderno occidental: la revista Duda. Voluminosa y respetable, vanguardista en su nostalgioso futurismo, la revista Duda, lo increíble es la verdad, de la mexicana editorial Posada, supo festejar en tonos sepia y naranja los excesos psíquicos del siglo XX. Fue, creo, de esa fantasmagoría, que adquirí la idea salvadora del “Triángulo de las Bermudas”. Ese famoso triángulo se convirtió en mi tierra prometida. Si las cosas andaban mal, porque a los 12 años las cosas pueden ponerse muy mal, me refugiaba en la posibilidad de extraviarme en el misterioso triángulo. El triángulo me hizo sospechar también de la identidad de mis familiares; temía que el hombre canoso que hacía sonar los bizcochos mojados en té como verdaderos truenos fuese, en realidad, un impostor: habiendo sido abducido durante la noche por alienígenas con sempiterna hidrocefalia, este ser no tenía órganos, engullía bizcochos concentradamente y se hacía pasar por mi abuelo.
Me quedaba mirándolo fijo hasta que se percataba de mi sospecha y entonces el impostor disimulaba con un: “y a vos, ¿qué bichó te picó?”.
Mirando ahora esta vieja portada de la adorable revista Duda, se me ocurre que los temores del siglo XX tenían un no sé qué griego de ingenuidad, de veneración por el mar negro de la muerte que devoraba cuerpo y todo la Existencia. Eso, la existencia, era un auténtico enigma mayor que ocupaba gran parte del trabajo científico e intelectual del capital humano del finado siglo. Intento no idealizar ese inmediato pasado, pero no puedo evitar reconocer con tristeza que al haberse masificado y tecnificado la muerte a través de las sistemáticas guerras, las virtuales y las robótico-mercenarias, la intimidad de ese fenómeno se dispersa y entonces, en su lugar, solo queda un horror aséptico, mas no el horror natural al gusano joven, a la graciosa mosca azul que delata la edad prematura del cuerpo en necrosis, sino la fobia estadística a la suma que con velocidad electrónica se alza y denuncia masacres y oleadas de crímenes sin glamur ultratúmbico. Porque aceptemos que los zombis de la revista Duda eran de algún modo portadores de esperanza. El horror de hoy es menos soñador y más cultural, aunque la antítesis me haya salido medio chueca. Es la cultura lo que nos estremece, sus procedimientos, sus retorcimientos, sus caprichos. Lo sobrenatural ha perdido su oscuro prestigio, quedan las fobias, las alergias y las reacciones secundarias.
Ojalá que esta nueva onda apocalíptica del XXI recupere algo de esa aura noire de los años ochenta y con digna inocencia volvamos a creer en la maldad premeditada de los ovnis.
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