Que el viento sople. Fuerte. Para que el barrilete remonte. Más alto que cualquier otro barrilete en cualquier otro cielo del mundo. Dios inclina la cabeza, el niño se acomoda en el ángulo de la cruz y, bajo su mirada, mueve el hilo del carretel. En el North Cemetery de Manila el viento sopla y el niño juega. En el fondo, cuelgan de las sogas las ropas de las familias filipinas que han hecho del cementerio una ciudad, de los nichos los cimientos de las casillas donde viven, de los panteones familiares moradas que se alquilan por una veintena de dólares por mes. Los primeros se instalaron en la década del sesenta; algunos viven allí desde hace más de treinta años. Los pobladores de la ciudad-cementerio trabajan de albañiles, enterradores, transportan féretros, limpian la mugre que se apila sin dar tregua, lavan ropa, acomodan los huesos que se dejan ver, protegen las parcelas privadas de ocupas y ladrones; los más pudientes se dedican al comercio; otros caminan hacia el norte para llegar a la Bahía de Manila y pescar lo poco que sobrevive en las aguas contaminadas del Mar de la China meridional; los más arriesgados se lanzan a bucear en busca de metales que venden a menos de medio dólar por kilo.
La noticia se repite con cierta frecuencia. Impávida. Aparece cada tanto como nueva, aunque sólo cambie el número de las familias que vive allí. Familias de un país con noventa y dos millones de habitantes y un ritmo de crecimiento inquietante -en los últimos cien años la población de Filipinas se multiplicó por once-; familias de un país que también crece económicamente y que fue incluido en 2005 por el banco de inversión norteamericano Goldman Sachs en el grupo de los N-11 (The Next Eleven: los próximos once países con capacidad de influir en el devenir del siglo); familias que son parte de esa tercera parte de la población total que vive con dos dólares por día. Las últimas notas periodísticas, de diciembre 2010, dicen que son seiscientas las familias que conviven con los muertos. Unos meses antes se hablaba de diez mil. Algunas fuentes lo que cuentan son personas: pueden ser dos mil, tres mil, quizás seis mil. El niño, uno de esos tantos que no se sabe muy bien cuántos son, se trepa sobre los hombros de Dios y tira del hilo del carretel. Que el viento sople. Fuerte.
En Rosario, una vecina del Barrio Belgrano Oeste se alisa la pollera con las palmas de las manos. Una y otra vez. Un gesto que le quedó desde chica, cuando por los años cincuenta su madre le ponía un delantal para que no se ensuciara el vestido jugando entre las tumbas de La Piedad. El pueblo había crecido alrededor del cementerio; los hombres trabajaban allí; las vecinas se reunían para conversar, mientras que baldeaban tumbas y limpiaban floreros; los niños pateaban pelotas y se escondían entre los laberintos del camposanto.
Esos niños, que ahora tienen más de setenta años, no perdieron el gusto por el juego; en 2001 fundaron el centro de jubilados del barrio. “Alas de vivir”, así se llama, reconoce su origen en aquellos encuentros, cuando todo el pueblo se reunía en La Piedad. Los días de entierros se sentaban en los cordones de las veredas para esperar a la carroza fúnebre. La veían llegar remolcada por cuatro caballos; el cochero elegantemente vestido con levita y galera: los chicos, todos, querían ser él. En el Día de los Muertos se organizaba en el cementerio la fiesta popular más importante del año. Como miles de mejicanos o nicaragüenses, como miles de manileños, los rosarinos acarreaban comida y bebida, luces de colores, carpas para pernoctar. Los chorizos se colgaban en las cruces mientras el parrillero encendía el carbón, y esa vecina, que todavía se alisa la pollera con las palmas de las manos, buscaba entre las lápidas ramas secas para avivar el fuego. Tenía por entonces, casi los mismos años que el niño que remonta el barrilete en Manila.
“En la ciudad de los muertos, donde crecen amapolas, las mujeres tienden ropa sobre lápidas sin nombres, los niños entre las tumbas juegan a salvar sus vidas y se esconden de otros niños, del hambre o de escuadrones”, canta el español Ismael Serrano Morón en su canción, La Ciudad de los Muertos, grabada en 2002.
Sí, por las calles de La Ciudad de los Muertos suelen verse puñados de chicos que caminan sin perderse, van por ahí, sin rumbo demasiado fijo, chupando varas de caña de azúcar. No están visitando a nadie, no buscan una tumba donde dejar una flor. Simplemente viven allí, en el cementerio musulmán de la ciudad de El Cairo.
La mayor necrópolis del mundo se convirtió en un lugar para vivir hacia fines de los años sesenta, cuando pobladores de la península de Sinaí migraron hacia El Cairo tras la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días. Empobrecidos y sin viviendas, consiguieron negociar con las familias cairotas: vivirían en los mausoleos familiares a cambio de cuidar y mantener el lugar y, a veces, del pago de un alquiler. Las tumbas, que fueron diseñadas para que los deudos acompañen al muerto en el duelo de los cuarenta días, tienen pequeñas habitaciones, cocina; son dédalos que se erigen en la superficie de la tierra o en el espacio subterráneo que se extiende debajo de las lápidas. Los inquilinos viven allí con la más absoluta naturalidad; hacen las compras, se reúnen en los bares, revuelven en los canastos de las tiendas, estacionan sus viejos autos en las puertas de los panteones; los niños van a la escuela, ven funciones de títeres, remontan barriletes; todo dentro de los límites de la Ciudad. Sólo cuando los familiares del muerto visitan la tumba, los inquilinos se encierran en unas de las habitaciones y, en el más profundo silencio, esperan a que los propietarios terminen de recitar El Corán.
Son muchos los que llegaron, los que se quedaron allí, algunos llevan cincuenta años habitando el lugar. Medio millón de personas, uno, tal vez dos. En El Cairo también cuesta encontrar coincidencias, saber a ciencia cierta cuántos son. Por estos días, un proyecto gubernamental denominado “El Cairo 2050” se propone convertir a la Ciudad de los Muertos en un parque, un espacio verde que oxigene la ciudad: los muertos comunes se trasladarán a otros cementerios; los mausoleos célebres –como los de la dinastía ayubí, del siglo XII, o los de los sultanes mamelucos del siglo XIII al XVI- serán recuperados para integrarlos al parque como patrimonio cultural; a los vivos les prometen viviendas dignas. Quizás porque la muerte no significa para la cultura egipcia tristeza, ni mal, ni castigo, sino un pasaje que hay que transitar, es que muchos se resisten a partir; quieren permanecer con sus antepasados, vivir con sus muertos, en paz.
En la primera imagen del documental de Serge Trefaùt, La Ciudad de los Muertos, ganador del Documenta Madrid 2010, un viejo recita sus plegarias: los placeres de la vida, dice, te distraen hasta el día que visites el cementerio; será allí dónde te pregunten sobre la perfecta felicidad; y será Alá quien te de la respuesta. La segunda toma, en perfectos matices de ocre, muestra a dos moradores que señalan su hogar: una tumba y hueco por el que descienden al subsuelo que habitan, sin miedos, sin reclamos. En la tercera la cámara sigue el juego de dos niños: el más grande sostiene un barrilete amarillo con dos largas colas, verdes y frondosas como las ramas de un árbol; el más chico corre y tira del carretel hasta que el más grande lo suelta y el cometa empieza a volar.
El próximo 4 de abril se celebrará en China el Qing Ming Jie, una tradición milenaria. Ese día, el día de barrer las tumbas, los familiares irán al cementerio, limpiarán los sepulcros, leerán poemas y quemarán dinero para asegurarse que nada ha de faltarles a sus muertos.
Para ese día, los huesos y el polvo que descansan en las mil doscientas tumbas del cementerio de Huilong -situado al este de la zona financiera en el distrito de Pudong, Shanghai- tendrán que haber encontrado otra morada. Pronto, es ese suelo, se empezará a construir el parque de diversiones que Disney planea inaugurar en 2014. Será su cuarto parque internacional y el segundo de China (el primero fue construido en Hong Kong en 2005). El proyecto, que tardó veinte años en ser aprobado por el gobierno chino, representa una inversión de tres mil seiscientos millones de dólares sólo para la primera etapa. El alto valor de las tierras en Shangai parece justificar la elección del camposanto como una vía para abaratar los costos. Los familiares recibirán una indemnización de algo más de cuarenta dólares por tumba removida, y se quedarán con la ilusión de que un cementerio más lujoso, como el que prometen las autoridades, les de más tranquilidad a sus antepasados y mayor dicha a sus descendientes, como rezan las creencias de la cultura china.
En poco tiempo, sobre los restos del cementerio de Huilong, miles de niños y adolescentes probarán el vértigo de las montañas rusas, vivirán las más reales de las ficciones encerrados en sofisticados simuladores que cruzan el espacio o el cuerpo humano, que se internan en guerras de mar y tierra, girarán en carruseles, abrazarán a Mickey en su camarín, harán flotar en el aire globos de gas con las caras de los personajes que miran por televisión, remontarán barriletes. Algunos, tal vez, antes de jugar, se acercarán el predio especial que Disney erigirá en memoria de los muertos que en un tiempo descansaron allí.
Mónica Yemayel (Buenos Aires)
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