ESCRITORES EN SITUACIÓN

Sobrevolar la tierra o dar un salto: Th.Mann y G. Perec, por Miguel Vitagliano



En la última semana de agosto y la primera de septiembre de 1939, los días en que comenzó la Segunda Guerra, Thomas Mann se encontraba de viaje entre Suecia e Inglaterra. En Estocolmo tenía planeado dictar una conferencia en el Congreso del PEN Club, que fue suspendida a último momento a causa de la situación política, de todos modos concedió entrevistas y asistió junto con Katia y su hija Erika a una comida en la que estuvieron presentes Bertolt Brecht y su esposa. Thomas Mann se ocupa en destacarlo en su diario, luego de mencionar los sucesos de los días anteriores: “Los alemanes han bombardeado Varsovia y otras ciudades polacas, las tropas hitlerianas han invadido Polonia, la aviación bombardeó Danzig y se proclama la anexión de esta ciudad.” Cuenta que han comprado una radio, lo que les permitió a Katia y Erika –él no se incluye- escuchar el discurso de Hitler en “su” Reichstag.


En la entrada siguiente de su diario se detiene en las noticias de la guerra, aunque también registra rigurosamente todo lo que han comido y bebido en esos días: bocadillos, café, chocolate, más café y bocadillos y, aun pese al clima de restricciones, caviar y champagne. Ni una palabra menciona de lo ocurrido durante el vuelo que lo llevó a Inglaterra; es Erika Mann quien cuenta el episodio. Mientras sobrevolaban Holanda, los aviones de la Luftwaffe merodeaban el aire a su alrededor. Thomas Mann estaba sentado a la ventanilla enfrascado en una lectura, sin atender a la conversación en inglés que mantenían la esposa y la hija con la azafata. Sí, en efecto: los nazis buscaban enemigos civiles entre las nubes. Katia, de inmediato, pidió a su esposo que le permitiera sentarse en su lugar. Thomas Mann accedió, parecía ausente a los males del mundo en esos instantes, difícilmente supiera que su esposa trataba de protegerlo de un atentado. O no se dignó siquiera a suponerlo; en definitiva, promovía que sus hijos hablaran de él como El Mago, esos que siempre andan reconcentrados fraguando prodigios para los simples mortales. Otro pasajero, que sí había escuchado la advertencia de la azafata, se agachó en su asiento tratando de pasar inadvertido a los aviadores de la Luftwaffe.
-¿Se encuentra usted mal? –preguntó Thomas Mann-. Este avión, sin embargo, casi no se mueve.
Horas más tarde un disparo atravesó la ventanilla hiriendo de muerte al yerno de un editor de Nueva York. Thomas Mann se indignó ante lo ocurrido, sobre todo porque suponía, al igual que su hija, que esa bala estaba destinada a su persona.
   Las muertes, en realidad, son menos sorprendentes que los nacimientos, aunque cuanto más se aproximan se nos vuelven absurdas y los nacimientos se nos imponen como milagros naturales.
     Georges Perec recién había cumplido tres años mientras Thomas Mann ya andaba trepando cielos. En esos días el padre de Perec, acaso Peretz en un origen que se remontaba a los judíos españoles expulsados por la Inquisición, se enroló en el ejército francés y murió a los pocos meses, el mismo día del Armisticio. Un oficial alemán lo había encontrado herido y prendió en el uniforme del prisionero una etiqueta que decía “Operar de urgencia”; murió desangrado. Su esposa Cécile quedó sola al cuidado del pequeño hijo. Era polaca judía y había emigrado a Francia después de la Primera Guerra. “En la vida de mi madre hubo un solo acontecimiento: un día supo que iba a partir para París. Creo que ella soñó. Fue a buscar, en alguna parte, un atlas, un mapa, una imagen, vio la Torre Eiffel o el Arco de Triunfo”, cuenta Perec: “Le habían dicho que no habría más masacres ni más ghettos y que habría dinero para todo el mundo.” En 1942, para ponerlo a salvo, Cécile envió a su hijo a Villard-de-Lans con la Cruz Roja. En la estación Lyon le compró una revista ilustrada, tal vez una de Chaplin; fue el último instante compartido entre madre e hijo. Poco después, en enero del 43, Cécile fue deportada a Auschwitz.
   “Volvió a ver su país natal antes de morir. Murió sin haber comprendido”, dijo Perec acerca de su madre. Para Erika Mann, en cambio, su padre siempre lo comprendió todo: “El, que era tan vulnerable, que se enfadaba y deprimía tan fácilmente, no hacía caso alguno al peligro de muerte. Se aferraba a la vida porque se aferraba al trabajo… Pero, llegado el caso, moriría sin hacer demasiados aspavientos.”
   Cuando en 1955 Thomas Mann murió, era Georges Perec quien estaba en el aire.
No iba en un avión rumbo a ninguna conferencia, cumplía el servicio militar como paracaidista, mientras Argelia libraba la lucha por su independencia (1954-1962). Su bautismo como paracaidista lo marcó a fuego, a tal punto que, cuatro años más tarde, en la reunión en que preparaban la salida de la revista Arguments tomó la palabra extendiéndose sobre la experiencia. Quienes estaban presentes no comprendían el motivo de la relación, menos tratándose de una reunión en la que se había decidió grabar cada intervención. Pensaron, y Perec no hizo nada por ocultarlo, que su borrachera era lo único que vinculaba su experiencia como paracaidista con la decisión intelectual de editar o no la revista. Quizá ni siquiera él mismo tuviera en cuenta que en otro enero, catorce años antes, su madre había sido deportada a Auschwitz. Quizás hasta resulte absurdo traer a cuento el recuerdo; pero quién osaría endilgarle semejante mote a la memoria.


Perec comparó el primer salto con el riesgo de una sesión de psicoanálisis; había oído que otros proponían esa relación que él consideraba insuficiente. Era completamente diferente: “Está uno frente al vacío, y de repente tiene que lanzarse. De golpe hay que superar el miedo, de golpe hay que rechazar, abandonar. Y después…, después hay que lanzarse.” Trece veces había palpitado esa sensación, y daba cuenta de ella, celebrándola delante de un grupo de intelectuales que, desde luego, no avalaban el modo de actuar de Francia frente Argelia. Pero Perec se había lanzado a hablar y a esa altura era imparable, no estaba cayendo, saltaba sin calcular la suerte de las certezas. Ni siquiera vaciló al decir que sólo en esos instantes se había sentido valiente. Sí: “En ese acto absolutamente gratuito de lanzarse al vacío a cuatrocientos metros, ese acto de resonancias… resonancias fascistas. Porque el hecho de ser paracaidista no quiere decir cualquier cosa. Quiere decir vivir en un medio compuesto de tipos que sólo pretenden una cosa: destruir continuamente la República. Bueno, en fin, ya se sabe lo que fue la Argelia de los coroneles.”
   Cuanto más avanzaba en su intervención, el desconcierto crecía. ¿A dónde quería llegar? Si alguien se lo hubiera preguntado abiertamente, más que seguro es que Perec habría dicho que lo ignoraba. Era lo opuesto a Thomas Mann: mientras uno sobrevolaba el mundo dando por sentado que conocía todas las respuestas, el otro se convencía de la necesidad del desconcierto. Porque lo que había que hacer con la revista era simplemente eso, lanzarla sin detenerse a predecir las consecuencias, saltar sin pretender reguardar lo que se dejaba atrás. La búsqueda de lo nuevo no podía ser la segura repetición de lo viejo, era preciso saltar y lanzarse, sabiendo que cuanto había de necesario en lo dado acompañaría el riesgo; el resto quedaría en el avión.
   Dos posiciones intelectuales, también dos posicionamientos ante la literatura. Thomas Mann siempre pensó que su trabajo debía ser el eje de las fuerzas centrípetas del mundo: concentrarlo todo, poseer la confianza de decirlo todo. Georges Perec, en cambio, entendía que su tarea era lanzarse a las fuerzas centrífugas del mundo, la dispersión de quien busca lo que no sabe que va a encontrar. Igual que con el paracaídas: “Hacía falta que me lanzara al vacío a toda costa, que aceptara a toda costa esa dificultad, que ahora relaciono con las dificultades en días venideros… quizás porque soy un intelectual…Era necesario saltar, necesario lanzarse para persuadirse de que eso podría quizá tener sentido, que quizá podría tener una repercusión que incluso uno mismo ignorara.”


Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, octubre 2011
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