bominable se convirtió para nosotros en un sinónimo de aborrecible, detestable o execrable (y en epíteto forzoso del legendario hombre de las nieves). Pero al igual que ominoso, ese vocablo proviene del viejo omen latino: presagio, augurio, anuncio o vaticinio. Podían ser tanto favorables como desfavorables estos omina, aunque sólo los segundos, los que nos provocan horror, y preferimos ahuyentar, resultan abominables. Los omina eran presagios fortuitos como los actos fallidos o los juegos de palabras involuntarios durante una banal conversación. Cicerón recordaba que mientras Crasus iba a embarcarse en el puerto de Brindisi, oyó a un lugareño que vendía higos de Cauneas, y lo que escuchó, en este nombre, fue la frase cave non eas: cuidado, no vayas.
Entre las adivinaciones ominales, la cledonística era precisamente este arte de escuchar las sutiles irrupciones de la palabra divina en los discursos humanos. Porque no hacía falta ir a consultar a las pitonisas ni las sibilas para que esto ocurriera. Bastaba con andar al azar por la ciudad para oír esos vaticinios en boca de cualquier transeúnte. Había incluso algunos santuarios consagrados a Hermes o Apolo, en los cuales los asistentes no escuchaban el oráculo por boca de una adivina. Quienes acudían a estos templos, debían salir y andar por las calles un rato tapándose los oídos: el vaticinio sería la primera frase que escuchasen cuando se los destaparan. Y a estas prácticas que hubiesen hecho las delicias de dadaístas o surrealistas, las encontramos también en el oráculo de Apis, donde los augurios eran proferidos por niños mientras jugaban (fuera o dentro del santuario, según las respectivas versiones de Xenofón o San Agustín).
Pero ese arrebato divino de los hablantes, esa posesión repentina que los griegos llamaban tanto enthéon como enthousiasmós (nombres derivados de théos, dios) y que afectaba por igual a profetas y poetas (a vates, en general), esta inspiración musaica que Platón tomaba ya con muchas pinzas, va a declinar con el triunfo de la religión del nazareno. A pesar de haber llamado a su divinidad lógos o verbum, los cristianos solían desconfiar de esos trances oraculares, asimilándolos más bien a las posesiones demoníacas y yendo hasta proscribir las prácticas logománticas que vincularon con la brujería. El éxtasis místico no es una posesión, y la mística en general está asociada más bien, como su nombre lo indica, con la boca cerrada y el silencio.
El exorcismo practicado sobre personas presuntamente poseídas por el demonio, nos sugiere ya el cambio de estatuto: exorcismo proviene del griego exorkismós que significa hacer jurar, de modo que la práctica jurídica de la promesa o el juramento (hórkos griego o juramentum latino) vino a sustituir al entusiasmo o la inspiración. Ese juramento, el credo, era una práctica inexistente entre los paganos, lo que explica por qué la pregunta acerca de si ellos creían, o no, en los dioses, resulta, en sentido estricto, anacrónica, dado que le aplica un principio de las religiones de la alianza (de la promesa y la fe) a religiones del signo (de la advertencia y la posesión).
Los cristianos buscarían la palabra de Dios en el Libro o, a lo sumo, en su exégesis erudita, teológica, doctrinaria. La palabra de los dioses se encontraba, para los paganos, por todas partes, y hasta en signos no verbales, y por eso la adivinación no se confundía con la exégesis.
A principios del siglo XX, Freud quiso revivir este arte de la adivinación ominal, y tuvo que preservarla de las apropiaciones exegéticas, incluso dentro de su propia escuela. Un siglo más tarde, esa palabra conoce un nuevo crepúsculo: la mayoría de las prácticas literarias, críticas, psicoanalíticas e incluso filosóficas que hacían hincapié en los equívocos, los retruécanos, los anagramas, los calambures o las homofonías inauditas, y que esperaban encontrar en estas asociaciones fortuitas, en estos reveses del discurso argumentativo o jurídico, una alternativa al logocentrismo occidental, fueron cayendo en el olvido, sin gran estrépito, pero con sorprendente rapidez, como si se hubiese tratado de abominaciones de una época de locura colectiva.
Dardo Scavino (Bordeaux, Francia)
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario