De mal humor por cuatro días consecutivos de tos, dolor de garganta, las amígdalas inflamadas, y una leve fiebre, después vino el dolor de cabeza. El zumbido en los oídos era lo único que le faltaba para completar el dólar. No, no. Tenía que salir de esta cárcel.
Tampoco había podido leer, los ojos le lloraban y el esfuerzo por interesarse en algo de Philip Roth le era demasiado. De repente se incorporó disgustado consigo mismo y se dirigió a la cocina. El sol, brillantísimo, con cielo despejado, invadía parte de las persianas que daban a la calle catorce. Abrió la puerta del pasillo para recoger la leche. Extrajo dos píldoras de vitamina C y se las tragó de un sorbo con jugo de mandarina y tanto como para aplacar el dolor que le restaba. Tomó dos tragos más y esto lo puso en mejor humor.
Se dio cuenta que no había tosido desde que estaba de pie, que la carraspera había desaparecido. Lavó el vaso y lo adentró en el lava-vasijas.
Se puso en frente de las persianas y sin interés alguno puso los ojos en la gente que iba rumbo a la esquina de la calle trece y Broadway a esperar los autobuses que los llevaría al trabajo. Al otro lado de la calle, otro montón de gente que doblaba la esquina y desaparecía bajo tierra para tomar el metro I.R.T. con las consabidas paradas en las calles 36 y 59 donde unos se trasladarían para abordar los vagones del B.M.T. a las paradas hacia al norte de la ciudad.
A trabajar y ganarse el pan cotidiano con el sudor. . . bueno, hoy no habría sudor, carajo.
Al cuarto de baño para enjuagarse la boca y tomarse la temperatura.
Volvió a la cocina y divisó al hombre que se ocupaba de llenar los estantes con el New York Daily News, el Times, y Newsday. Eran las siete y cuarto y los periódicos con las mismas noticias de siempre: crisis militar en Africa, en el Mesoeste, en Equis, también con lo de siempre: la educación de los niños que empeoraba, las páginas de deportes llenas, también como siempre, de estadísticas tan ridículas como pasajeras. En la sección interior: las noticias que habían pasado por televisión la noche anterior: dos muertos en el Pelham Parkway a causa del hielo y la nieve, dos chicos negros muertos congelados en Harlem por falta de calefacción, y el tiempo: la helada continuaría hasta el fin de semana. El Daily News con más fotos que artículos, periódico que conocía su público.
O’Hara no se había bañado ni rasurado en tres días y estaba que no se aguantaba a sí mismo. Al cuarto de baño nuevamente. En menos de media hora salió del baño y alineó la ropa del día: bufanda gris, y, en vez de camisa, escogió una jersey gris que le cubriría el cuello, pantalones de pana azul marino. En vez de sombrero, gorro de piel negra y zapatos de cuero impermeable del mismo color.
Después del segundo vaso de jugo volvió al baño para orinar. Se estremeció como cuando era niño; se sonrió y esto le llevó a su vieja vecindad de Long Island, la sección irlandesa que lindaba con la más extensa vecindad italiana en St. Albans. Sí, las veces sin número que él y sus amigos meaban en las calles deletreando la letra inicial de sus nombres de pila.
La vez que como chico irlandés salió por primera y última vez con Judi Benivegna, la nieta de don Valerio Benivegna. siciliano que había hecho sus huesos en los años veinte y treinta. Nada menos que un Made Man a los 27 años de edad. Nunca ascendió a capo pero sirvió bien y fielmente a la familia Borsoi por treinta años. El respeto que le correspondía era incalculable en la vecindad: que la ciudad se tardaba un día en recoger la nieve, en limpiar las calles, en recoger la basura, en dejar una cuadra sin luz, allí no había quejas. Una llamada de don Valerio y St. Albans, Long Island, quedaba en mejor condición que cualquier lugar de los Upper Eighties o de Sutton Place en Manhattan.
Como novio, O’Hara, y todavía llamándose Matthew Timothy O’Hara se presentó formalmente en casa de los Benivegna para pedir la mano de Judi en matrimonio. Don Valerio dio el sí y le dijo al joven: “En esta casa se respeta a los O’Hara. A mí, de joven, me tocó conocer a tu abuelo y a tu padre, que Dios los tenga en paz, éramos de la misma camada y nos conocimos por veinte años o más. Ninguno de los dos aceptó un regalo, ningún dinero, ningún favor, nada, de nosotros, ni de nadie. Gente firme y honrada, incorruptible, y por eso tú, igual que ellos, si sigues en sus huellas, no ascenderás a más que teniente en cualquier precinto.
“Pertenecemos a la misma parroquia; el Padre John Grassi es hijo de mi sobrina Herminia y tú y él asistieron a la misma escuela Marista. Sí. Judi se casa bien. Al modo nuestro, se entiende. Es decir, la familia de la novia se encarga de todo. No, no, no. Esto no es soborno ni cosa que lo parezca. Así se hace y tú bien sabes haberte criado en esta vecindad, que así se hace.
“Ahora, un abrazo a tu futura suegra. A ver, Herminia, abraza a tu nuevo hijo. Luego otro a Judi y a mí, un choque de mano, muchacho.”
El mes de abril, el domingo después de pascuas. Quince años de felicidad pura hasta que vino el cáncer uterino. En su nueva vida como Rienzi, así a secas, Rienzi y nada más, después de tres años de haberse jubilado, no tenía nada en el apartamento que lo identificara: los retratos de él y Judi en Coney Island, en el Jersey Shore, en Central Park cuando tomaban el tren a Manhattan, todo eso así como los anillos, y otros recuerdos yacían en su caja privada en un Chase Manhattan Bank.
Este apartamento era su casa, su oficina de trabajo, estéril, sin identificación alguna, fue lo único que le pidió a don Valerio, y esto solo porque no podía vivir en su casa en la calle Marengo en St. Albans. Demasiadas memorias. Como teniente en la sección de homicidios en el precinto 17 en China town, cruzó el puente de diario como lo que era: hombre de trabajo, con pocos amigos fuera de los colegas, y hombre de su casa. Esposo fiel, hombre recto y como predicho por don Valerio aquel hermoso día de abril, nunca, a pesar de un récord ejemplar, ascendió a más de teniente. Su mejor amigo, su capitán Tom Connally, seguía en el servicio y fue a él y a nadie más, a quien invitó a su casa a que conociera a Judi.
Mujer que para O’Hara era la más hermosa del mundo. Bajita, ojos de lo más azul conocido, con cabello negrísimo, parecía más irlandesa que siciliana y por ende su sobrenombre, La irlandesa. Quince años, sí. ¿A cuánta gente le ha tocado la suerte de vivir en paz, con amor, y felicidad por quince años? Día tras día. A poquísimos, se dijo para sí.
Cogió los guantes de gamuza oscura, se caló el gorro, y salió. Tomó el autobús 27 en la avenida ocho con rumbo al delicatessen Carnegie en Midtown. Siguiendo su rutina de siempre, no se desayunaba ni cenaba en el mismo lugar por meses enteros. Conociendo su ciudad como pocos la conocen, hacía tiempo que no pasaba por allí. La espera era cosa de quince minutos y mientras tanto, uno de los meseros le ofreció el Daily News.
Día de reminiscencias. El Daily... sí, a dos cuadras del deli rumbo a Central Park, el viejo hotel Sheraton ahora el nuevo Omni... sí. Allí, en la peluquería, donde ahora los turistas compran tarjetas postales, sí, allí, se despacharon a Albert Anastasia. ¿Por órdenes de quién se cargaron al Enforcer? Nunca se supo. ¿El encargado? Tampoco, aunque por los años se le sospechó el encargo a un tal Valerio Manfreddi, en ese tiempo, soldado raso de la familia Borsoi.
Noche fría con chopos de nieve intermitentes. Entre el barullo del gentío en medio de compras navideñas, los claxons de los taxistas impacientes, los pitidos de los policías de tránsito, y de camiones de entrega de la United Parcel Post en pleno Downtown Manhattan, oyó el celular desechable:
O’Hara: “Habla Rienzi.”
“La mercancía es de ropa femenina.”
¿Y?
“Puede recogerla en el Barbizón Plaza a eso de las once.”
“¿El número del recibo de la mercancía?”
“Sí, el once cuarenta.”
O’Hara entró en una de las cabinas en los aseos públicos del Barbizón. Abrió una cajetilla de plata, extrajo una cicatriz postiza de dos pulgadas de ancho, y la colocó arriba de la ceja del ojo izquierdo. Luego escogió una roja más pequeña y delgada y la colocó en el hueso de la nariz y bajo el ojo derecho. Se vio en el espejo. Decidió quedarse con los lentes de contacto color marrón y salió a la calle.
Le faltaban veinte minutos para el encargo. Le señaló a un taxi:
“Al templo sefardita portugués. Así que me baje, cruce la Columbus Circle, luego doble a la izquierda, a la izquierda otra vez, y le da hasta Fifth Avenue, siga y atraviese el parque y me recoge en frente del templo. Tome estos veinte dólares”.
El taxista los tomó fijándose en las cicatrices y en un par de ojos color de café con leche.
O’Hara subió los escalones rápidamente. Quince minutos después el taxista se detuvo en frente de la sinagoga portuguesa y O’Hara le preguntó:
“Hay espacio para estacionarse en la calle cincuenta y nueve?”
“No, señor. Las navidades, ya sabe.”
“Aquí esta otro billete de veinte. Me deja en frente del Moritz.”
“Dicho y hecho, sí señor.”
Antes de entrar al lobby del St. Moritz corrió los ojos hacia la letra Z del Barbizón. Había luz en el piso once.
“Vamos bien,” se dijo.
Al entrar al lobby compró una revista cualquiera, la dobló, se la puso bajo el hombro, O’Hara se dirigió a la recepción del St. Moritz.
“Buenas noches, soy el señor Ryon Chestnutt. He aquí mi cédula de identidad personal y mi permiso de conducir. Hay un mensaje para mí?”
“Momentito, señor.”
Detrás de O’Hara en el lobby, viejos amigos y parejas abrazándose, un montón de jóvenes rumbo al bar, y madres y chiquillos que acababan de patinar en Central Park.
Pensó O’Hara, “Sí, la Noche Buena.”
“En efecto, Sr. Chestnutt, este sobre y felices pascuas.”
Dio las gracias al tomar el sobre y tentó la cicatriz en la frente. Una de las chicas de la recepción le sonrió y lo vio rascarse levemente la pequeña cicatriz en el hueso de la nariz.
Salió del St. Moritz y entró en el Barbizón a su derecha. Cogió un teléfono del hotel. Primero marcó el cero y luego el número del cuarto, el once cuarenta.
“Bueno.”
“El encargo navideño parece que se ha extraviado por el momento. Estamos en busca de él y así que lo localicemos le avisamos. Tenga la bondad de esperar media hora. Gracias.”
Click.
O’Hara entró en los aseos del lobby introdujo las cicatrices en la cajetilla y se quitó los lentes de contacto. Volvió al lobby y se sentó a leer la revista.
A las once menos cinco llamó de nuevo:
“Traigo el dinero. Quédese con él como parte del tiempo dispensado. Subo y ya sabe cómo identificarme. Tres sonidos y me espero hasta que usted abra la puerta”.
En el elevador se quitó el abrigo y lo dobló al revés para convertirlo en un abrigo color gris con una bufanda del mismo color.
Al salir se dirigió inmediatamente a la habitación. Tres sonidos y esperó.
La mujer seria, profesional y puro negocio, le abrió la puerta de par en par y se dirigió al ropero.
“Voy por el abrigo.” Tomó tres pasos cuando O’Hara dijo:
“Perdone.”
“¿Sí?
La mujer vio la pistola y lo último que oyó fue el disparo del ensordecedor.
Sin prisa, O’Hara volcó el bolso en el piso. Nada. Se dirigió al ropero y allí en la bolsa derecha del abrigo, la pistola rusa, una Totter 2.72.
“Adiós, mafiosita rusa de Brighton Beach.”
Como de costumbre, echó una mirada alrededor, se puso el abrigo y salió al pasillo donde se quitó la gorra al saludarle a una señora.
Del Barbizón caminó a la calle cincuenta y cinco para esperar el metro de la I.R.T. rumbo a Chinatown y Little Italy.
Dentro de veinte minutos subió la escalera que da a la calle Mulberry cuando un policía joven y uniformado le deseó unas felices pascuas:
“Buenas noches, teniente. ¿A la comisaría?”
“Sí”.
El chico tiritaba de frío.
“Mira, vente conmigo. Una taza de chocolate caliente no te iría mal. ¿No te parece?
“Gracias, teniente”.
Al entrar a la comisaría del precinto local, el joven se escabulló en busca de su chocolate a la vez que el veterano Vincent Murphy desenchufaba el aparato detecta-metales.
“¡Hey! Teniente O’Hara, ¿qué tal?”
“El jubilado Teniente O’Hara, Vince. ¿Qué hay de nuevo?”
“En nuestro precinto nada, un robo y un asalto que otro. Lo normal.”
“¿Se encuentra Connally?”
“Sí, lo está esperando.”
Se abre una puerta y se oye una voz ronca. “A ver, a ver, ¿quién es ese que me busca?”
De irlandés newyorkino a irlandés newyorkino, abrazos y a la oficina de Tom Connally.
“Otra Noche Buena, Matt. ¿Cuántas llevamos ya?”
“Veintiséis.”
“Y tú jubilado estos cuatro años, y a tu edad, Matthew Timothy O’Hara. ¿Cuarenta y cuántos. . .?”
“Siete, cumplidos.”
“Y viudo, mi viejo amigo. Cásate de nuevo; cásate con una millonaria de Yonkers o de White Plains.”
“Las ricachonas viven en Westchester County.”
Risa de Connally. “Donde sea, pero ya no vivas solo. No es saludable.”
“Ya, ya, Tom, saca esa botella de Jameson y nos echamos el trago de Noche Buena.”
Con el vaso en alto, Tom Connally citó el consabido brindis:
“A tu salud, irlandés de ojo azul y pelo negro que vives solo.”
“Y a ti, Tom, que cumplas otros cincuenta y que yo los vea.”
Después de un rato y con los vasos vacíos, Connally le guiñó el ojo izquierdo a O’Hara.
“Qué, nos echamos otro? El Jameson te servirá de salir a esa noche que te parte de frío.”
“No.”
“¿Cómo que no?”
“Te invito a una cena china, cruzamos la calle al Dragón Dorado. ¿O prefieres comida rusa?
“Menos y ni me recuerdes de esos cabrones de Brighton Beach. Llegan aquí como refugiados políticos y empiezan su propia mafia. ¡Ja!”
“Paciencia, Tommy. Se matarán los unos a los otros, lo de siempre.”
“Sí, pero ¿quién tiene que limpiar la mierda que derraman?”
“Linda la pregunta, sí. Bueno, otro trago y mientras tanto piensa en dónde vamos a comer el pavo navideño. Tengo un hambre de primera.”
“Vamos a la calle Mulberry, Matt. Pavo a la italiana, ¿qué tal?”
“Judi y su tía Herminia lo preparaban como nadie.”
“Me acuerdo bien, me acuerdo muy bien. Mira, me cambio el uniforme y voy de civil.”
O’Hara sonrió y levantó el vaso. “Lo mejor, sí. Entras con el uniforme, Tommy, y el local pierde la clientela. Feliz navidad, viejo.”
Rolando Hinojosa Smith (Texas / EE.UU.)
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