El 8 de noviembre de este año, nadie lo ignora, murió Emilio Eduardo Massera. El hecho me produjo una serie de sensaciones encontradas y un malestar que perduró hasta el día siguiente cuando leí el titular de Página/12. El titular decía “el infierno es poco”. La frase desató el nudo de ese malestar y las palabras, de alguna manera, lo curaron o, mejor, lo desplazaron a otro nivel. Algo atávico pujaba no en la frase sino en el efecto que producía: un conjunto de palabras que, a la manera de una terapéutica del lenguaje, mimaban ese dolor no por el muerto sino por la insuficiencia de la justicia humana. La zozobra no anulaba la necesidad de la justicia ni su eficacia sino que exhibía su relatividad. El título también hablaba de la insuficiencia de la justicia divina en la que –dicho sea de paso– no creo, aunque el infierno me parezca una invención estupenda que tal vez se haya originado en la muerte de alguien no menos malvado que el difunto.
Que las palabras pueden tener un efecto terapéutico es algo que saben desde los psicoanalistas a los periodistas y, por supuesto, también los poetas. Claro que la terapia que nos pueden dar los poetas es distinta, específica e impone su propia magia atávica. Tiene que ver con la materialidad de la palabra, con el peso de las imágenes, la música de los versos, pero hasta puede resultar medio ridículo intentar definirla, porque de última hay que acudir a cuando habla de sí mismo en las artes poéticas. Gilles Deleuze, en su último ensayo, sostuvo que “el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro, pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles”. Le Clézio fue más lejos: “algún día tal vez se sepa que no había arte, sino solo medicina” (p.14).
El último libro de Yaki Setton enfrenta lo demasiado grande, lo que algunos han dicho que es inefable y que otros han dicho que niega la posibilidad misma de la poesía, y nos entrega unos poemas que suspenden todas las teorías (no las niegan ni las refutan) y que plantean cierta inocencia frente a ellas con la pregunta: “¿Qué pasa si no hay quien escriba o pida por el otro?”. Esta frase, que está en el último poema, desencadena toda la terapéutica de Nombres propios, como si la inocencia –sin olvidar la vergüenza– la vergüenza de ponerse en el lugar del otro.
Terapia significa tratamiento y el tratamiento en Nombres propios de Yaki Setton se mueve entre la justicia y la injusticia humanas y la vaciedad de lo divino. Cuando salió el tercer libro de poemas de Yaki Setton, La apariencia de lo espléndido, Juan Fernando García escribió una reseña que comenzaba así: “Toda pregunta por el nombre –el propio, de las cosas, del mundo– lleva implícita una pregunta sobre Dios”. Juan Fernando García aporta varias pruebas y si él hubiera sabido que Nombres propios era el libro futuro (y no sabemos hasta qué punto su lectura incidió en ese recorrido), podría haber citado uno de los poemas de La apariencia de lo espléndido:
¿Si me llamara Auschwitz Shatila
Terezin o ESMA habría llegado
finalmente al nombre propio
tan deseado al inventario
fatal del nombre secreto?
Sobre el encabalgamiento
La apariencia de lo espléndido (2006) comienza con una frase de Troilo y termina con una frase hecha: “no hay mal que dure cien años”. Ya en ese poemario se anunciaba Nombres propios aunque toda la lógica del poemario oscilaba entre la posibilidad de decir yo (el epígrafe de Troilo decía: “Perdón, por decir yo”) y de ser otro (Rimbaud es el numen tutelar de este libro).
En este libro, esa tensión entre el yo y el otro toma el camino más difícil: ¿cómo puede decirse yo en el nombre propio del otro? ¿Cómo hacer impropio un nombre para pasar al nombre propio de la pura intensidad, del contingente, de lo común y de los colectivo? Cada vez que aparece un nombre propio en el poemario se desestabiliza a partir de la disyunción: se dice “Paul Antschel o Paul Celan”, “Aram Zobá, Halab, Haleb, Halep, Aleppo la blanca son los nombres”, “knis o yamí”, “árabe o hebreo”, “Viena o Budapest”, “M’Hidi, Audin o Alleg”, “Nardo Nardo Nardo”. La disyunción puede ser excluyentes o marcar una equivalencia pero lo central es que, en la poesía, instauran el laberinto o jardín de senderos. Esa bifurcación hace que cada nombre propio sea también impropio, un nombre apropiado y, por lo tanto, sujeto a reapropiaciones, a rememoraciones y ocupaciones. ¿Qué hay en un nombre? Una historia, la historia de una ofensa, y por eso estos poemas llevan el encabalgamiento a las puertas mismas de lo narrativo.
Nombres propios consta de 38 poemas. Cada uno cuenta una historia de alguien ofendido o asesinado por el fascismo: desde los primeros poemas, dedicados a Paul Celan, a Jean Améry, a los campos de concentración a los últimos, que rememoran al Che Guevara, a los argelinos en su lucha anticolonial, a Pier Paolo Pasolini, a las monjas Dumon y Duquet, la última dictadura militar y a Ezequiel Demonty (víctima de la violencia policial). El último poema, “Izcor” que significa plegaria, una plegaria que se hace por los fallecidos para reintegrarlos al mundo (izkor es recordar). Todos los poemas a la vez que remomoran el nombre propio de otro y su historia, mencionan al poeta que recuerda, el lugar en el que se encuentra, a veces el día: “Hoy es 10 de enero de 2005 y estoy en la Avenida Emile Zola / Apenas a unos metros murió Paul Antschel o Paul Celan”. “Lavalle, entre Larrea y Paso”, “Senillosa 607”: los lugares también tienen nombre propios: identifican a un lugar aunque son indiferentes a todo lo que sucede ahí.
Después de la tragedia de la Shoah, en el poema 10, el libro introduce al poeta como destinatario. “Elsa”, la antigua propietaria de la casa, recibe una carta que cae en la manos de su nuevo propietario y que le comunica la denegación de la indemnización por haber sido sometida a trabajos forzados durante el nazismo. Lacan decía que “la carta siempre llega a destino”. Un acierto de este poema es que está dirigido como una carta, o mejor como una plegaria (porque Elsa ya murió) a la antigua propietaria de la casa: “Tengo entre mis manos, Elsa, la carta de rechazo a tu pedido de indemnización por trabajos en régimen de esclavitud durante el nazismo”. “Vivo en la que era tu casa”.
Después de este poema viene el de los hermanos, los hermanos que están inmersos en las creencias religiosas (el poeta los observa como si estuvieran en una pecera) y dice sobre Dios: “Lo amaron como ya no lo haré”. Esa familia es ajena, y tal vez haya que ir en busca de Elsa, Elsa Wessel Pillitz, aunque sepamos muy poco de ella. Le quisieron ocasionar la última ofensa, pero ella supo ausentarse. En su ausencia, sin saberlo, creó un mundo en la plegaria de aquel que ahora habita en la que antes era su casa. Caso extremo, pero para nada único ni aislado, Jean Améry escribió en Más allá de la culpa y la expiación, contra toda interpretación expiatoria de lo que sucedió con el exterminio nazi pero agregó: “quien ha sufrido la tortura ya no puede sentir el mundo como su hogar” (p.107). En el poema de Yaki sobre el escritor austríaco, se lee: “Tampoco el tiempo ha curado las heridas ni nos ha ayudado a dejar el odio ni el resentimiento pues el mundo ya no es nuestro hogar” (p.20).
Sigo con la descripción. Todos los poemas, salvo el último “Izcor”, están acompañados por una imagen. No se produce aquí, sin embargo, el juego entre imagen y letra, dibujo y poema que estaba en Niñas, acá las imágenes son claramente deceptivas, algunas hasta banales (muy pequeñas, son legibles pero no visibles). La mayoría no oculta su origen obscenamente digital ni su carácter bastardo, intenso y a la vez claramente artificial. Entiendo esta inclusión como un señalamiento sobre el carácter que han asumido las imágenes en la actualidad: ¿qué hacer cuándo las imágenes se transforman en píxeles manipulables y borrosos? ¿qué hacer cuando la mirada se transforma en información? En la sociedad del espectáculo, Nombre propios reivindica la terapéutica de la palabra poética, su precisión, su capacidad de producir sentido frente a imágenes que son básicamente información. Si hay que luchar contra la información (la demasiada información), hay que escribir o leer poesía. Hay que hacer memoria con Google pero no dejarle la memoria a Google. Eso es lo que dicen (o me dicen) las imágenes, véase sino la foto pixelada que ilustra “Muselmann” y que hace aparecer el campo de concentración se confunda con la estantería vacía de una biblioteca.
La pregunta del libro, entonces, ¿Se puede decir yo en el nombre del otro? ¿Se puede hacer propio el nombre de otro que sufrió hasta lo insoportable, hasta que no tuvo otra salida que el suicidio? Pero de qué valen estas preguntas sino respondemos al tiempo que abre el poema mismo: “¿Qué pasa si no hay quien escriba o pida por el otro?”.
Conozco bien a Yaki, es un amigo de hace muchos, muchísimos años, y sé que tiene bien leído toda la problemática de la representación del Holocausto o de la Shoah, que vio varias veces la película de Lanzmann, que leyó bien su Primo Levi y Jean Amèry, que en sus clases reflexionó sobre la problemática planteada por Adorno y entonces comenzó a trabajar en su libro con cierto toque ingenuo. Fue lo que pensé en un principio. No es ingenuidad, el ingenuo había sido yo: lo que hay es inocencia, una inocencia no jurídica, una inocencia de la lengua, sabiamente construida, laboriosamente articulada como si el olvido creativo debiera fundar toda escritura. Hay que plegar el lenguaje, y hay que hacer la plegaria, el poema-“Izcor”, pero no por Dios –porque ser devotos a alguien que no exige más que el prójimo – sino una plegaria por los otros, que tienen un nombre propio, que también puede ser el nuestro y que encuentran un consuelo en el poema como “infinito memorial”.
Gonzalo Aguilar (Buenos Aires)
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