“Cuanto más pienso, menos soy; cuanto más soy yo, menos pienso y menos actúo”, escribe Michel Serres (Francia, 1930) en Variaciones sobre el cuerpo (1999). La frase es un “sacude-sentencias” dirigido contra el “Pienso, luego existo”. La sentencia de Descartes sirvió de corona a la razón moderna para lucir y ordenar su reino: un territorio en el que son ajenas las sensaciones, los cuerpos y las singularidades, y en el que sólo habitan las evidencias universales, las elevadas abstracciones del alma, la razón como puerta y clave de acceso a cada uno de los enigmas que merecían resolución.
Pero esa razón sólo podía reconocer (otorgar su merecimiento) lo que previamente ya había decidido haber visto; es decir lo que había decidido que merecía su atención: no los cuerpos ni los sentidos. La razón-sujeto nació tan igual a sí misma como ciega ante su propio espejo. Por eso Serres continúa su frase diciendo: “No me busco como sujeto, necio proyecto; los únicos que pueden encontrarse son las cosas y los otros, aquí está mi cuerpo.”
Ni como cárcel del alma ni como instrumento ni como reserva, el cuerpo es una combustión de fuerzas centrífugas que traza caminos, rutas que se conectan con otras y otras nuevas. Está en constante movimiento, actúa, no reduce las fuerzas con el furor centrípeto de la razón instrumental. Decimos a diario que “el cuerpo sabe”, y lo decimos con la sorpresa de quien no lo acepta o de quien vuelve a descubrirlo convencido de que es preciso olvidar que el cuerpo tiene memoria para hacer tal o cual movimiento/gesto, para mantener el equilibrio sobre una bicicleta o en el empinado ascenso de una montaña. El cuerpo es su único ingeniero, no un ejecutor subordinado. Variaciones sobre el cuerpo es el ensayo del filósofo explorando las potencialidades de su propio cuerpo mientras practica alpinismo, hace ejercicios, camina, escribe, lee, y también se sabe animal. Compara el ascenso a una montaña con la escritura, y reconoce que el escritor y el alpinista se parecen: ambos se hacen preceder de guías y llevan cuerdas; es decir, “citas-seguridades”, “notas-refugios”, “referencias clavijas”. Dice Serres:
“Específico, particular, original, todo el cuerpo inventa; a la cabeza le gusta repetir. Ella, tonta; él, genial. ¿Por qué no habré aprendido antes su fuerza creadora, porqué no he comprendió más joven que sólo el cuerpo glorioso podía ser considerado como real? (…) Sólo nuestra carne divina nos distingue de las máquinas; la inteligencia humana se distingue de lo artificial por el cuerpo, solamente por el cuerpo.”
Hijo de un pescador y marinero, Michel Serres fue navegante en los años cincuenta, estudió matemáticas, letras clásicas, filosofía y se especializó luego en historia de la ciencia. Realizó su doctorado, en 1968, con una tesis sobre Leibniz. La teoría de las mónadas que aseguraban la permanente intersección entre lo minúsculo y el todo, se correspondían con el proyecto de investigación que Serres denominó Hermes, y que publicó en tres volúmenes entre 1969 y 1974. Decía que se había arribado a un momento del desarrollo de las ciencias, la tecnología, y la filosofía que exigía el análisis sobre los saberes y sus potencialidades privilegiando la comunicación y no sólo la producción; es decir, que era imprescindible pensar el mundo atravesado por los saberes que conformaban cruces con otros y que convertían el espacio en “una superposición de redes”. Lo relevante no eran ya los “puntos fijos” de residencia de uno en particular sino “los nudos” y las “confluencias” de distintos saberes. Cada instancia funcionaba como una mónada en la que se concentraba y a la vez se expandía el todo. Y si lo miramos más de cerca, podríamos notar que en los entrecruzamientos no quedaban expulsados del pensamiento ni el cuerpo, ni las sensaciones, ni las manifestaciones. El “pensar nuevo”, la innovación no residía en un “punto fijo” sino que podría ser ubicable en la más amplia gama de intersecciones. Al presentar los lineamientos del proyecto Hermes en la Sociedad Francesa de Filosofía en 1967, Michel Serres sostenía que el “pensar nuevo” cruzaba cualquier región en cuanto alguien se animara a considerarla, desde una región de la ciencia o un teorema matemático hasta la plaza de una ciudad, una novela, un conmutador telefónico, una pintura, una acontecimiento histórico, o, decía ya, “el cuerpo orgánico que siente, percibe, interviene…”, todas eran como las mónadas de Leibniz: un mundo minúsculo en el que se concentraba un mundo. Cada cruce era un “nudo” donde leer las posibilidades de lo que somos y, también, las posibilidades de lo que podríamos ser.
Serres proponía dejar atrás el “punto fijo”, borrarle el centro y colocarlo en todas partes para privilegiar la “circulación”. Era un marino, sin duda, y un filósofo que crea conceptos cargados de imágenes así como un artista crea imágenes cargadas de conceptos. Estaba muy lejos de Descartes que sostenía que así como Arquímedes apelaba a la necesidad de tener un punto fijo para mover el globo, él requería hacer de la razón ese punto preciado. Serres, en cambio, apostaba en su proyecto Hermes por una filosofía, y acaso porqué no, también por un arte, sin “punto fijo” ni “ciencia-reina”. Un pensamiento que salga al “camino”, que invente mapas.
En La Identidad, el Seminario interdisciplinario (1974-5) dirigido por Levi Strauss, Michel Serres insistía en su proyecto vinculándolo con el cuerpo y el movimiento. Porque el cuerpo, sostenía, habita distintos espacios, como la casa y la calle, los espacios cerrados y abiertos de la ciudad, y así también atraviesa los distintos espacios del lenguaje, las inflexiones del lenguaje en la intimidad y en el trabajo, la de plaza pública y la familia. El cuerpo no reside en un único espacio sino, decía Serres, en “las conexiones de esta multiplicidad”. Teniendo esto en cuenta una identidad (individual o colectiva, acaso también cultural), sólo podría definirse en los cruces de esa multiplicidad, en las variaciones de cuerpos.
Y en esos caminos, ineludiblemente, será preciso decidirse por el consuelo de transitar lo conocido o si elegir, digamos, el descubrimiento de nuevos recodos en las montañas, nuevos pasajes. ¿Cómo se inventan los nuevos atajos, los nuevos puentes? Serres recurría a la figura de Ariadna como modelo clásico, destacando con ello la potencia de saber que contiene todo mito: construir un espacio de comunicación a partir del aparente caos inconexo de posibilidades. Inventar las posibilidades futuras con lo que el logos (y después la razón instrumental) sólo juzgaría como informe, singularidad desechable. Ariadna es la que provee el hilo para que se produzca el tejido/texto. El mito versus el logos, y también: el arte, la singularidad y los sentidos versus la razón.
La topología pensada por Serres está asociada con la de Gilles Deleuze. El primero fue profesor en la Universidad Vincennes hasta fines de los 60, dejando su lugar a Deleuze. La noción de líneas de fuga se cruza con los recorridos de Serres. “Escribir –dice Deleuze- es trazar líneas de fuga que no son imaginarias”: es un devenir otra cosa que un escritor, porque si la escritura no es oficial ese devenir se cruza necesariamente con una “minoría”: ni cuenta sobre ellas ni las toma como objeto, rasga aquello que las encierra. Las líneas de fuga huyen de los territorios, que son el equivalente del punto fijo para Serres. Y que podrían ser la regla. “La lengua es un animal salvaje, y si la norma tiende a domesticar –decía Nicolás Rosa-, la poesía intenta liberarla de su cárcel.” Territorio, punto fijo y regla versus escritura.
En la década del 80, Serres emprendió la dirección de un proyecto de historia de las ciencias que conjugó el derrotero de lo que había sido su experiencia anterior y lo que seguirán siendo sus cruces de caminos. Cada capítulo está dedicado a un área específica abordada por un único autor, lo que parece bastante tradicional si no contara con un cambio nodal: el físico teórico escribe sobre jeroglíficos, el historiador especialista en Edad Media está abocado a la tecnología, un matemático aborda las herencias de la Antigüedad Grecolatina, y de la misma manera los demás, geólogos, comunicólogos, biólogos, historiadores, todos cruzados. Luego de la primera escritura de los respectivos trabajos monográficos, el equipo se reunió durante varias semanas para que cada uno presentara su programa, que fue sometido a una estricta discusión que culminó con una segunda escritura. En una segunda ocasión, se presentaron los trabajos monográficos ante un público de jóvenes de estudiantes para que formularan críticas y comentarios y así emprender la escritura definitiva de lo que sería cada capítulo de Historia de la ciencias (1989).
Un libro que funcionaba como una mónada de lo que Serres había comenzado en Hermes (1967). Una sinfonía total que se realizaba también en la mónada representada por Los cincos sentidos (1985), en la que se proponía hacer de la sensualidad de los sentidos redes de experiencias inventoras de posibilidades. Lo mínimo en lo máximo y viceversa, así desde Historia de las ciencias a Variaciones del cuerpo: “¿Quién experimenta? El cuerpo. ¿Quién inventa? Él”, dice Serres: “La inteligencia es necia y pesada sin él, que es alado.”
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
Serres, Michel: Variaciones sobre el cuerpo, Buenos Aires, FCE, 2011. Traducción de Vícrtor Goldstein, y prólogo de Adrián Cangi. Imprimir
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