“Merecen férvidas alabanzas los tumultos (desórdenes populares) si por ellos se creó a los tribunos, pues, amén de entregar a la plebe la parte que les correspondía en la administración popular, se constituyeron para defensa de la libertad romana”.
Nicolás Maquiavelo escribió estas palabras en sus Discursos de la primera década de Tito Livio, compuestos entre 1513 y 1519. Son numerosos los pasajes de este libro en los cuales el autor de El príncipe sostenía que los “pueblos” eran perfectamente capaces de gobernarse sabiamente. Más aún, una república estaba llamada a gozar de mayor vida y fortuna que un principado; el hecho de estar dirigida por una gran diversidad de ciudadanos le otorgaba la plasticidad necesaria para afrontar diversas situaciones. Confiado siempre en su infalibilidad, un príncipe podía no estar a la altura de circunstancias siempre cambiantes, con consecuencias inevitablemente catastróficas. En una época de condottieros y mercenarios a sueldo de los príncipes, consideraba que el ciudadano armado era la mejor opción para la defensa de una ciudad, según se lee en su diálogo Del arte de la guerra. Uno de los protagonistas del diálogo era Cósimo Rucellai, cabeza de una poderosa familia florentina enemistada con los Médicis, a quien Maquiavelo también había dedicado sus Discursos.
No llama la atención entonces que a partir de 1517 se convirtiera en un frecuente visitante de los orti oricellari, el célebre jardín en el que la familia Rucellai auspiciaba tertulias filosóficas y literarias, y en donde también se daban cita aquellos republicanos críticos de la hegemonía medicea. Durante mucho tiempo fue materia de discusión para los estudiosos de Maquiavelo comprender cómo un autor comprometido con el republicanismo renacentista pudo escribir un opúsculo como El príncipe. Un estudioso como Maurice Renaudet sostuvo que en realidad Maquiavelo fue un concienzudo analista de todas las formas políticas de su tiempo. Otros, como Benedetto Croce o Hans Baron, discutieron la posibilidad de explicar estas oscilaciones analizando sus dudas y cambios de opinión: tras un breve momento monárquico entre 1513 y 1516, Maquiavelo habría vuelto a su republicanismo original. Quizá una de las claves pueda encontrarse en una carta que el 10 de diciembre de 1513 Maquiavelo le mandó a su amigo Francesco Vettori, a la sazón embajador florentino ante la corte papal.
La expulsión de los Médicis de Florencia en 1498 abrió una nueva etapa republicana dirigida por el “gonfalonero vitalicio” Piero Soderini. Maquiavelo fue secretario de este gobierno, además de cumplir misiones diplomáticas y organizar la defensa de la ciudad. Con la restauración del poder mediceo en 1512, perdió todos sus cargos y comenzaron sus dificultades. Fue acusado de formar parte de una conspiración contra el reinstalado régimen y, tras un breve y traumático pasaje por las cárceles florentinas, obligado a alejarse de Florencia. Se retiró a su pequeña propiedad campesina en Sant´Andrea di Percusina, desde donde redactó la carta a Vettori. Le contaba a su amigo cómo transcurrían sus días: por la mañana preparaba trampas para pájaros y recorría los bosques de su propiedad para controlar la tala de árboles y la venta de leña. Eran momentos de insignificantes, interminables y agotadores pleitos con leñadores y compradores de leña. Por las tardes se dirigía hacia la posada del lugar:
“Una vez almorzado, retorno a la posada, donde habitualmente, además del posadero, están un carnicero, un molinero y dos horneros. Con ellos me encanallezco el resto del día jugando a la báciga y a las damas. Del juego surgen mil disputas e infinitos insultos con palabras injuriosas. Las más de las veces se juega un centavo y, sin embargo, nuestros gritos se escuchan hasta en San Casciano. Así, revuelto con estos piojosos, dejo enmohecer mi cerebro y desahogo la malignidad de esta suerte mía, contento de que me pisotee de semejante manera por ver si al fin y al cabo no se avergüenza la fortuna de perseguirme”.
El mejor momento del día era la noche, cuando se retiraba a su estudio y se reunía con sus libros.
“En su puerta me despojo de la ropa cotidiana, llena de barro y mugre, y me visto con paños reales y curiales; así, decentemente vestido, entro en las viejas cortes de los hombres antiguos, donde acogido con gentileza, me sirvo de aquellos manjares que son sólo míos y para los cuales he nacido. Estando allí no me avergüenzo de hablar con tales hombres, interrogarles sobre las razones de sus hechos, y esos hombres por su humanidad me responden. Durante cuatro horas no siento fastidio alguno; me olvido de todos los contratiempos; no temo a la pobreza ni me asusta la muerte. ”
En una de estas nocturnas conversaciones con autores de la talla de Cicerón, Ovidio o Tito Livio, Maquiavelo había comenzado a componer un opúsculo: De principatibus. Aún le faltaba pulirlo un poco más, y esperaba que su amigo pudiera ayudarlo a tomas ciertas decisiones: ¿era conveniente dedicárselo a Giuliano de Médicis? Si lo dedicaba, ¿debía llevarlo en persona? Detrás de estas dudas estaba el manifiesto deseo de que los Médicis lo emplearan a su servicio, sacándolo de esa rutina campesina que tanto decía detestar. Un esperanzado Maquiavelo esperaba que
“La lectura de mi obra les mostraría que los quince años que he consagrado al estudio del arte del Estado, no los he dormido ni jugado; y debiera apreciarse lo que vale servirse de alguien que, a cuenta de otros, estuvieran cargados de experiencia”.
Quería volver a trabajar para su amada Florencia. Y si la ciudad estaba gobernada por los Médicis, a ellos había que seducir para lograrlo. Pero El príncipe no iba a ser el instrumento de la tan ansiada rehabilitación. La espera se prolongó por varios años. Recién en 1526 un papa Médicis, Clemente VII, le volvió a dar empleo y le encargó que escribiese una Historia de Florencia. Feliz por sentir que al fin llegaba el reconocimiento a su talento, se puso a trabajar con entusiasmo. Pero la dicha duró poco. La invasión española de Roma en 1527 terminó con todas sus aspiraciones. Amargado y olvidado, murió ese mismo año. Resulta paradójico pensar que sus desgracias en vida fueron en realidad de fundamental importancia para la historia del pensamiento político. Si Maquiavelo hubiese entrado al servicio de los Médicis, seguramente no habría escrito buena parte de su obra. Las charlas con los sabios de la antigüedad clásica que se oían durante las noches de Sant´Andrea di Percusina estimularon su notable inteligencia, llevándolo a escribir sus libros más importantes. Su voz se unió, en los anaqueles de cualquier biblioteca que se precie de tal, a la de sus admirados antiguos. A pesar de sus desdichas, esa diosa Fortuna que siempre creyó adversa no le fue finalmente esquiva. Le otorgó la gloria en el terreno que más deseaba: el del saber. No es poca cosa para un hombre del Renacimiento.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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