Cuando en 1780 José Gabriel Condorcanqui, mejor conocido como Túpac Amaru II, se ponía a la cabeza de la gran rebelión contra el “mal gobierno” de los funcionarios españoles en el Perú, iniciaba, probablemente sin habérselo propuesto, el primer grito independentista de la América hispánica. Destacado miembro de la élite indígena, este cortés, culto y elegante cacique había realizado estudios con los jesuitas del Colegio San Francisco de Borja del Cuzco, fundado por el virrey Francisco de Toledo en el siglo XVI. Dominaba con fluidez el quechua y el castellano; también tenía un buen nivel de latín. La Biblia y los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega eran dos de sus lecturas de cabecera. Quizás Condorcanqui aspirara a emular a aquellos incas amautas que en la visión de Garcilaso tan sabiamente habían gobernado el Perú antes de la llegada de los españoles. Quizás los explotados indígenas hayan visto en la aparición de Túpac Amaru II la confirmación del mito del Inkarri, que profetizaba la aparición de un reconstituido Inca con la misión de imponer justicia y reparar el orden en el descalabrado mundo andino. La rebelión pronto se convirtió en un abierto desafío a la dominación española, sobre todo en el altiplano, de la mano de un jefe decididamente radical: Túpac Catari. Rápido de reflejos, el Imperio respondió con implacable dureza. Miles fueron masacrados sin piedad, y Túpac Amaru II terminó siendo cruelmente descuartizado en la plaza mayor del Cuzco.
A pesar de las medidas tomadas por el poder español, incluyendo la absoluta prohibición de los Comentarios reales, los ecos de la rebelión del Inca siguieron sonando. Desde fines del siglo XVIII era frecuente llamar tupamaro a todo criollo o indígena díscolo o rebelde. Bernardo de Monteagudo había escrito en 1809 un diálogo entre Fernando VII y Atahualpa, en el que el Inca consideraba a su interlocutor un usurpador de cuyo yugo los pueblos americanos debían deshacerse para poder recuperar su legítima soberanía. “Que la América marchaba a pasos largos a su emancipación - escribía Cornelio Saavedra en su Memoria autobiográfica - era una verdad constante, aunque muy oculta en los corazones de todos. Las tentativas de Túpac Amaru, de La Paz y de Charcas, que costaron no poca sangre y fueron inmaduras, acreditan esta idea. No creíamos se aproximaría tan pronto tan deseada época; más los sucesos las trajeron a las manos, y no quisimos dejarla pasar”. A lo largo del siglo XIX los Incas y la independencia americana estaban indisolublemente unidos. En 1839 Juan Bautista Alberdi publicaba las dos primeras partes de La Revolución de Mayo. Crónica dramática en cuatro partes, en la cual la independencia se llevaba a cabo invocando a “nuestros abuelos los Incas”.
Juan de Dios Rivera, cuyo nombre incaico era Quipte Tito Ahpauti Concha Tupac Huáscar Inca, era un mestizo cuzqueño descendiente de la unión entre el conquistador don Alonso de Rivera y doña Juana de la Concha de Túpac Amaru. Experto en metales, grabador y platero, residió en Potosí hasta que la terrible represión de la rebelión tupamarista de 1781 lo obligó a refugiarse en la ciudad de Córdoba. Terminó radicándose en la más segura Buenos Aires, en donde contrajo matrimonio. Su hijo llegó a ser un prestigioso cirujano que a su vez se casó con una hermana de Juan Manuel de Rosas. Se está de acuerdo en considerar que Juan de Dios Rivera fue el grabador que recibió el encargo, por parte de la Asamblea del año XIII, de componer el célebre sello que debía utilizarse para legitimar toda documentación oficial emanada de su seno. Este mismo diseño, con ligeras variantes, fue utilizado para acuñar las primeras monedas, y es el modelo básico del que surgió el actual escudo de la República Argentina. Manuel Bilbao, bisnieto del grabador, señalaba que el orgullo de su ascendencia incaica impulsó a su bisabuelo a coronar el sello con un Sol naciente. El Congreso de Tucumán de 1816 decidió sustituir al demasiado republicano escudo de la Asamblea para legitimar sus documentos. En el nuevo diseño los brazos hermanados ya no sostenían el gorro frigio sino dos ramas del laurel de la victoria, y el Sol naciente dejaba su lugar a un Sol completo que brillaba con la cordillera de los Andes como telón de fondo. Un nuevo contexto internacional signado por el Congreso de Viena y los preparativos españoles para mandar expediciones de reconquista al Río de la Plata lograron que no fueran pocos los que pensaron que una monarquía incaica era la mejor forma de construir un orden para unas turbulentas provincias que aspiraban a ser un nuevo país independiente. “He sido testigo – proclamaba Manuel Belgrano en 1816 – de las sesiones en que la misma soberanía ha discutido acerca de la forma de gobierno con que se ha de regir la nación, y he oído discurrir sabiamente a favor de la monarquía constitucional, reconociendo la legitimidad de la representación soberana en la casa de los Incas, y situando el asiento del trono en el Cuzco, tanto, que me parece se realizará este pensamiento tan racional, tan noble y justo, con que aseguraremos la loza del sepulcro de los tiranos”. José de San Martín, que junto a la Encyclopédie tenía en su biblioteca un ejemplar de los Comentarios reales, también apoyaba la opción monárquica, dada la “juventud” de nuestras naciones. Como Protector del Perú, en 1821 el libertador creó, manteniendo la idea de lo incaico, una condecoración para premiar a aquellos que hubiesen servido a la causa de la independencia americana: la Orden del Sol. Si bien la monarquía constitucional incaica nunca llegaría a ser una realidad, tras la independencia de la América hispánica los Incas y el Sol quedaron firmemente establecidos como símbolos de lo genuinamente americano. Los Comentarios reales no fueron de ningún modo ajenos a ello.
La influencia del Inca Garcilaso era también visible en el análisis que Bartolomé Mitre hacía de la religiosidad de los pueblos americanos en su libro Las ruinas de Tiahanuaco, publicado en 1879. Mitre observaba que un monumento tan antiguo como el de Tiahuanaco tenía un nivel artístico y cultural mucho más elevado que el de los monumentos más cercanos a la época de la conquista. Su conclusión era terminante: los indígenas americanos no eran capaces de crear una civilización estable y progresiva. En lugar de ir de menor a mayor, estaban irremediablemente atrapados en un ir y venir que tenía el lamentable efecto de que fuesen de mayor a menor. “La América - escribía – era fatalmente, lógicamente estéril, y estaba destinada a rotar eternamente en el círculo vicioso del corso e recorso de Vico, cayendo periódicamente en la barbarie y degradándose más y más en cada una de sus evoluciones de retroceso”. Pensar que los pueblos americanos pudiesen generar algo similar a la estética griega, invenciones como las de Edison o teorías como la de Darwin era para Mitre como “pedir peras al olmo”. Dios no le había dado “al indígena americano las aptitudes con que las razas superiores se labran su propio destino y engendran los fenómenos del genio trascendental”. En su mirada, todo esfuerzo civilizador estaba inevitablemente destinado a colisionar con una “barbarie congénita”.
A pesar de tan fulminantes conclusiones, en pleno siglo XX los Incas volvieron a ser vistos como civilizadores de la mano del economista francés Louis Baudin. En El imperio socialista de los Incas, publicado en 1928, Baudin veía una admirable organización política y social que, basada en un perfecto colectivismo agrario, permitía a los reyes incas construir un Estado socialista superador de las diferencias sociales y las desigualdades regionales. En 1926 José Carlos Mariátegui, el más importante intelectual marxista peruano del siglo XX, fundaba la revista Amauta, planteada como un espacio de reflexión y discusión teórico-práctica que tenía la mira puesta en la transformación socialista del Perú y de América sin olvidar las raíces indígenas de nuestro continente. Probable influencia del Inca Garcilaso, el término amauta era colocado nuevamente en un lugar de progreso.
Reyes filósofos casi cristianos, luchadores independentistas, símbolos de genuina identidad americana, candidatos a monarcas constitucionales, líderes de pueblos condenados a una barbarie sin remedio o estadistas socialistas, los Incas han sido colocados en lugares que seguramente nunca hubiesen reconocido como propio. Menos habrían imaginado que su “padre” el Sol figuraría en el escudo y la bandera de más de un moderno Estado nacional sudamericano.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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