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La civilización y sus balas, por Alcides Rodríguez


El 22 de julio de 2005, en la estación Stockwell del metro londinense, la policía británica acribillaba al electricista brasileño Jean Charles de Menezes con ocho balazos, siete de ellos en la cabeza. Confundido con un terrorista, se dijo que Menezes había sido abatido por correr y desobedecer la orden de detenerse. Más tarde se supo que en el momento de ser ultimado estaba sentado dentro del tren. La prensa informó que los agentes habían hecho uso de balas dum dum para matar a Menezes, las más adecuadas, según los especialistas de Scotland Yard, para combatir terroristas suicidas. Esta clase de bala se caracteriza por tener su punta parcialmente abierta y un núcleo de plomo que explota al impactar en el blanco. Diseñada para que se destroce dentro del cuerpo sin producir orificio de salida, sus esquirlas se esparcen en un amplio radio cuyo centro es la zona impactada, produciendo profundas, desgarradoras y muy dolorosas heridas internas en la víctima. Ideadas y fabricadas por los británicos en el British Royal Artillery Armoury de Dum Dum, en las afueras de Calcuta, las balas dum dum se patentaron en 1897. Como el Convenio Internacional de La Haya de 1899 prohibió su uso para los conflictos entre naciones “civilizadas”, los europeos las emplearon para combatir a los pueblos “bárbaros” y “salvajes” que se cruzaban en su camino de expansión colonial. Se consideraba que su terrible capacidad para desgarrar el cuerpo del atacante las hacía especialmente útiles para intimidar indecisos, aplastar rebeliones y expandir fronteras imperiales a costa de los pueblos asiáticos y africanos.

     Los mismos que solían ser blanco de las balas dum dum fueron utilizados para luchar en las guerras europeas “civilizadas”. En 1917 el general francés Robert Nivelle planificó una gran ofensiva militar con la que esperaba poner fin a la Primera Guerra Mundial con la victoria de la Entente. Preocupado por las bajas y la disponibilidad de soldados metropolitanos, Nivelle pidió contingentes de tropas senegalesas para “aumentar la potencia prevista y evitar, en la medida de lo posible, el derramamiento de sangre francesa”. El gobierno francés satisfizo sus demandas sin dilaciones. Georges Clemenceau no dudaba en afirmar que, al combatir por Francia, los africanos pagaban con su sangre la deuda contraída con quienes les llevaban la civilización. En febrero de 1918 el “Tigre” declaraba a un grupo de parlamentarios que a pesar de respetar enormemente a “esos negros arrojados”, prefería “ver muertos a diez de ellos que a un solo francés”. Afirmaciones como éstas podían oírse y leerse por doquier en esta Europa en guerra, preocupada por cuidar su valiosa sangre “civilizada”.
     Los combatientes de las colonias no siempre llegaban a comprender las razones que habían llevado a los europeos a semejante catástrofe. No los asombraba, por el contrario, el grado de crueldad, embrutecimiento e inhumanidad presentes en todos los frentes. Cuando aún se escuchaban los ecos del entusiasmo popular despertado por la guerra, un soldado indio que en 1915 combatía en el frente occidental escribía a su familia que lo que estaba viviendo no era una guerra: era más bien el “fin del mundo”. Pronto se supo del maltrato que las tropas del Káiser infligían a las poblaciones belga y francesa de los territorios ocupados, por no mencionar el que se le daba a los judíos de Europa oriental. El fenómeno sobrevivió a la guerra. El corresponsal de guerra y novelista británico Philip Gibbs describía en 1920 el elevado nivel de violencia y resentimiento de muchos de los antiguos soldados. “Nuestros ejércitos - escribía – han creado una cultura de intensa brutalidad. Se han convertido en escuelas de matarifes”. Esta crueldad que horrorizaba a tantos alemanes, británicos o franceses era una vieja conocida de muchos asiáticos y africanos. La frontera que dividía las guerras civilizadas de las guerras bárbaras se diluyó en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Si quedaba alguna duda, la Segunda Guerra Mundial se encargaría de despejarla.
     El 22 de julio de 2011 el noruego Anders Behring Breivik mató a cerca de un centenar de personas en la isla de Utoya, sede del campamento anual de la Liga Juvenil del Partido Laborista Noruego. El múltiple asesino fue capturado por la policía sin ofrecer resistencia, y en este momento está siendo procesado por sus crímenes. Islamófobo confeso, Breivik sostiene a los cuatro vientos que la cultura europea está a punto de ser destruida por una invasión de inmigrantes musulmanes. En sus palabras, la “implantación” de estos inmigrantes en suelo europeo tiene “consecuencias catastróficas para los no musulmanes”, porque los recién llegados "son incapaces” de convivir pacíficamente con el resto de la población. El multiculturalismo, postura oficial del Partido Laborista, es para él una “ideología dirigida contra la cultura europea, las tradiciones, la identidad y las naciones-Estado”. Breivik planificó la masacre para iniciar una revolución destinada a combatir al enemigo musulmán y sus aliados europeos. Para llevarla a cabo se armó hasta los dientes y decidió utilizar balas dum dum.
     Creada en una colonia para producir espantosos destrozos en el cuerpo de aquellos que se resistían a ser colonizados, esta bala ha estado siempre presente en toda guerra declarada a los "enemigos" de la civilización y la cultura occidental. Su diseño y lo que se espera de ella también dicen mucho acerca de sus inventores y usuarios.

Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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