Algo extraordinario está a punto de suceder cuando Andreï Filipov se dispone a dirigir su antigua orquesta, después de años de doloroso alejamiento. A un costado la célebre violinista Anne Marie Jacquet espera la señal del director. Agita su batuta y las primeras notas que se oyen del concierto para violín en Re mayor Op. 35 de Tchaikovsky no parecen auspiciar nada bueno. La impresión se fortalece al ver algunas de las caras del público y, sobre todo, la despectiva sonrisa de un crítico presente en el teatro. Pero todo cambia tras las primeras notas surgidas del violín de Jacquet. Con ellas la orquesta resuelve todos sus desajustes y se va deslizando hacia un final de intensa profundidad musical y espiritual. Estas escenas finales son el punto de llegada de una historia dramática contada con mucho humor e ironía en la película El concierto (2009), dirigida por el franco-rumano Radu Mihaelanu.
Todo se remontaba a los tiempos de la URSS de Brezhnev. Filipov había caído en desgracia por no haber accedido a excluir a los músicos judíos que formaban parte de la orquesta estable del Bolshoi. En medio de una inspirada función, el director general del teatro subió al escenario, le arrancó la batuta de la mano y la partió en dos mitades frente al público. A partir de ese momento Filipov era oficialmente un enemigo del pueblo. Incorporado al personal que se encargaba de la limpieza del teatro, sólo le quedó el triste consuelo de oír, siempre a hurtadillas, los ensayos de la orquesta. Un día, mientras limpiaba una oficina, un fax abrió la posibilidad de volver a reunir a sus antiguos músicos, a través de un plan absolutamente delirante. Los obstáculos eran lisa y llanamente formidables, comenzando con la situación de los propios músicos: preocupados por su supervivencia, sus mentes estaban muy lejos de la idea de ejecutar un concierto. Sólo a último momento el nombre de una antigua violinista muerta en un gulag siberiano ponía las cosas en orden, haciendo posible lo imposible para esta orquesta destrozada por el régimen soviético.
En Good bye Lenin! (2003), el alemán Wolfgang Becker cuenta la historia de Alexander Kerner, un joven alemán oriental que inventaba una Alemania Democrática de ficción para evitarle emociones potencialmente mortales a su madre, antigua militante comunista salida de un coma profundo tras la caída del muro de Berlín. Tarea nada sencilla, porque el mundo en el que había nacido y vivido Kerner desaparecía con increíble velocidad. En la “feliz” Alemania reunificada su hermana, antigua estudiante universitaria, vendía hamburguesas en la cadena Burger King y el héroe de su infancia, el cosmonauta Sigmund Jähn, primer alemán en llegar al espacio, era taxista. Lo interesante de la historia es que el mundo socialista que Kerner creaba para mantener viva a su madre iba tomando formas propias, que lo alejaban de la antigua realidad de la Alemania del Este. Jähn, transformado en el último Jefe de Estado de la RDA de Kerner, proponía en su discurso televisivo de despedida un socialismo profundamente humano. “No basta con soñar con una sociedad mejor - concluía Jähn-, es necesario darle vida”.
Tras la implosión de su mundo Kerner construía, con los fragmentos que le quedaban, otro mundo socialista, quizás más afín con el que siempre había soñado. Y si de viajar entre mundos se trataba, lo ofrecía en las palabras de un cosmonauta, antiguo símbolo del progreso socialista. Filipov y sus músicos luchaban contra obstáculos por momentos insólitos para volver a ser un colectivo capaz de crear armonía y arte. Lejos de antiguas armonías, los músicos sobrevivían como podían al ostracismo al que los había condenado el régimen soviético y al feroz individualismo que siguió después de su disolución. Sus dificultades y extravíos eran y son de alguna manera los de las sociedades de los países del Este europeo tras el fracaso del socialismo real, simbolizado por aquel viejo militante comunista cuya disertación en un auditorio gigantesco era escuchada tan sólo por un puñado de público prácticamente silencioso. Reunirse después de tanta tragedia y desplome para ese concierto era ir todos juntos tras la nota afinada, tras la partitura bien ejecutada, tras la plenitud de entendimiento entre compañeros. Era ir, en suma, tras la armonía perdida, en ese microcosmos de sociedad afinada que es una orquesta, siguiendo las evoluciones de una batuta cuyas dos mitades volvían a estar reunidas con varias vueltas de cinta adhesiva, como símbolo de las cicatrices dejadas por una durísima historia. A su manera Kerner y Filipov eran dos sobrevivientes que insistían en volver sus ojos (y sus oídos) hacia un ideal de armonía social y musical, que tanto la brutalidad de los socialismos burocratizados como la reunificación alemana se habían encargado de destrozar.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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