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Física Cuántica, por Giovanna Rivero


ada vez me gustan más las opciones que brinda la física cuántica. Lo mío no es la física a secas o las matemáticas ni nada cuyo proceso de abstracción pase por formular números, ecuaciones, variables exponenciales o esa compresión de lo (no) existente en un lenguaje precioso pero hermético. Tonta tampoco soy, y esto quizás explique la dormida envidia que me araña las tripas cuando concluyo que las grandes elipsis del mundo han tenido que ver con estas ciencias de corte positivista.
    Y por eso mismo me gusta la física cuántica. Es una física de vulgo, una inteligencia científica casera, la prima perversa de la filosofía y, claro, de la literatura.
    Tampoco vaya a creerse que soy una experta en las teorías de lo difuso. Nada que ver. Pasa que me estuve acordando de María Arapí, una muchacha que mi abuela acogió en su casa cuando yo tenía, ¿qué sería?, unos siete años. Mi abuela había criado varias chicas con una mezcla de maternidad universal y pragmatismo. Las chicas se iban apenas superada la adolescencia sabiendo leer y escribir y con algún oficio “rentable”. Coser y cantar o coser y llorar, no importa, el asunto es que podían valerse por sí mismas.
    María Arapí tenía una trenza negra que le rozaba las nalgas. Yo se la jalaba con fuerza y al descuido. Arapí no decía nada, ni siquiera iba con cuentos, como hacían las otras cuando de la jugarreta pasaba yo a la maldad pura y dura.
    Cuando mi abuela calculó que Arapí era “educable” le ordenó cortarse la trenza. A esas alturas ya le había puesto falda “como la gente” y no le permitía andar descalza.
    Arapí preguntó por qué. Eso dijo, se atrevió: “¿Por qué?”
    Yo no me acuerdo, no me quiero acordar si mi abuelita le plantó un sopapo de esos que quedan vibrando en el aire. Quizás le explicó el asunto de la higiene que la obsesionaba: acá no se admiten piojos.
    Ese día Arapí se lavó el pelo con jabón de lejía. El chorro del grifo estallaba en la cabeza de Arapí y se deshilachaba en mil culebritas. Todavía recuerdo eso, el pelo brillante, negro como el de la Virgen, recibiendo el torrencial. Se pasó el resto de la tarde peinándolo, mientras cantaba palabras que tenían muchas eres (la única que entonces reconocí fue “chocorate”). Finalmente se armó la trenza y se acostó.
    La desobediencia iba a costarle carísima a Arapí. Yo había visto a mi abuela asesinar gatos, algo que ahora no puedo contar en detalle porque lastimaría la sensibilidad índigo.
    En esa época yo soñaba con muñecas posesas que bajaban de sus cajas con las manos extendidas y los ojos fijos, celestes, visionando un único objetivo: estrangularme. Aunque tenía pocas muñecas, quizás tres, estas se multiplicaban por pura energía diabólica y no había fuerza humana que detuviera semejante ejército rubio.
    De modo que fui hasta el cuarto de Arapí para pedirle que viniera a echarse a mis pies, que tenía miedo y era su obligación acompañarme. El cuarto de Arapí quedaba en un patiecito ulterior, al lado de los hornos donde mi abuela fabricaba sus memorables panes, tortillas y salchichas avinagradas. Solo Dios sabe cuánta valentía necesitaba yo para cruzar ese territorio de bocas negras y grillos macabros. Y por suerte solo Dios sabe la alegría obscena que me causaba ese temor. (Allí debe residir la semilla de mis patologías emocionales, la dulce crueldad, la forma de entender el amor).
    La puerta del cuarto crujió, y no es metáfora. Esa puerta siempre crujía. No la aceitaban para controlar el movimiento de ese patio. Cruje entonces la puerta y yo doy el primer paso y mi pie izquierdo, inexperto, tantea el piso y a cambio de su humildad recibe una traición. El dolor certero se expandió con velocidad eléctrica por la rodilla, el muslo, tal vez el pulmón. Grité. La víbora, en lugar de escurrirse bajo el catre de Arapí, se ovilló con un egoísmo que solo he visto en las víboras.
    Arapí prendió la luz y pegué un segundo grito: En la cabeza solo le quedaban púas y así, pelada, los misterios de su raza cobraban rasgos soberbios.
    En vano fue que Arapí explicara que el amasijo negro era su trenza, su trenza, y no la víbora venenosa que me había atacado. Las partículas elementales se habían puesto locas. No había, en efecto, ninguna huella en el empeine herido, pero esta verdad no evitó que una fiebre de alto vuelo me arruinara el fin de semana y que a la semana comenzara a descamar lentamente, de los pies a la cabeza y no al revés.
    La física cuántica dice que es la percepción la que modifica a la materia, y que la materia es bajo esa premisa. Yo no quiero juzgar nada, si fue trenza o víbora, venganza o pacto, sencillamente porque ya no tengo siete años y sacar conclusiones al respecto sería injusto e ignorante.

Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia/ Florida, EE.UU.)
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2 comentarios:

Claudia Bowles Olhagaray dijo...

Precioso, impecable, fiel síntsesis de las extrañas experiencias infantiles en medio de la noche, rodeados de seres que de día son familiares, y luego, se trasladan a otra dimensión y desde allí nos miran, nos esperan...lo siniestro siempre acechando y algo exorcisado gracias a la escritura...

Anónimo dijo...

Precioso Giovi... un abrazo lleno del cariño entrañable de siempre... y las locuras de nuestro "laboratorio"... besossss. Ross

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