El 15 de diciembre de 1922, en una imprenta de los suburbios de París, terminaron de imprimirse los mil ejemplares numerados del libro más deslumbrante de la literatura argentina: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo. Este libro-objeto –una edición de semilujo, de 24 x 32 cm, ilustrada, pagada sin dudas por el mismo autor– era el resultado de una larga maduración. Girondo tenía ya más de treinta años cuando lo publicó. Había estado garabateando y rompiendo papeles alrededor del mundo durante mucho tiempo, hasta poder rescatar este puñado de poemas y dibujos.
El libro fue bien recibido por artistas e intelectuales jóvenes, y contribuyó a la introducción en nuestro país de las novedades de la vanguardia europea. Una de las más curiosas reseñas críticas de la época la escribió en Madrid Ramón Gómez de la Serna; éste afirma que leyó el libro efectivamente en un tranvía, con boleto hasta el último poema, y pagó luego el boleto de vuelta para releerlo.
La propuesta de que los poemas sean leídos en el tranvía es más poética que práctica: la poesía de vanguardia se produce y se consume en la calle. En verdad, por sus grandes dimensiones, el libro era difícil de manipular en un tranvía. En 1925 apareció la segunda edición, para públicos más amplios, editada por el periódico Martín Fierro. Esta sí era de bolsillo, una “edición tranviara a veinte centavos”. No tenía la calidad del original; el papel era rústico; las ilustraciones, en blanco y negro, pero sirvió para darle al libro una difusión casi masiva. Girondo le agregó, como prólogo, una carta a Evar Méndez y otros amigos, que es toda una declaración de principios de la literatura de vanguardia: “tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”.
El libro estuvo cuarenta años sin reeditarse. Lo rescató, no podía ser de otra manera, el Centro Editor de América Latina en los años 60, poniéndolo a disposición de una nueva generación de lectores que lo devolvería al interior del canon nacional. A partir de entonces hubo muchas ediciones disponibles, pero la mayoría privilegió el aspecto verbal, soslayando la dimensión visual, reproduciendo las ilustraciones en baja calidad, en blanco y negro, o directamente suprimiéndolas, como ocurrió incluso en la última edición de las obras de Girondo, llamada – misteriosamente– “crítica” y “completa”.
Ahora, acaba de aparecer una edición facsimilar que permite evocar la original en su esplendor artístico y tipográfico. Recuperarla es como asistir a la restauración de un viejo mural desleído. Compárense las tétricas reproducciones en blanco y negro a las que nos habíamos ido acostumbrando con la deslumbrante explosión de color de las ilustraciones originales.
El hecho nos obliga a releer la obra y pone en crisis las conclusiones de nuestras lecturas precedentes. Por cierto, es menester recordar que Girondo mostró un permanente interés por las artes visuales; escribió muchas páginas sobre artes plásticas; fue arqueólogo, bibliófilo, coleccionista, y nunca dejó de pintar a lo largo de su vida.
Sus ilustraciones de los Veinte poemas no funcionan como un simple acompañante decorativo. Poesía y dibujo son más que complementarios; potencian mutuamente sus sentidos. Su lectura es un ejercicio que opera a la vez en lo visual y lo verbal. De los veinte poemas, diez están ilustrados, en una alternancia rigurosa: poema ilustrado, poema no ilustrado. Jorge Schwartz, que es sin duda el más grande estudioso de Oliverio Girondo, tenía razón cuando decía que las ilustraciones de los Veinte poemas no son auxiliares sino que forman parte de la estructura misma del poema; son “estrofas visuales”. Ya en 1923, Jules Supervielle había afirmado que “durante una segunda lectura, no podemos evitar mirar los poemas de arriba abajo, y leer las ilustraciones de izquierda a derecha”.
Lo primero que encuentra el lector/espectador del libro no es un texto sino la estilizada imagen de los tres marineros del “Paisaje bretón”, mercurizados, dinámicos, unidos con “envión de ola”. No es casual que algunos poemas se titulen “croquis”. Los dibujos, desde luego, no son naturalistas. Girondo aplica los mismos procedimientos metafóricos al poema y a la ilustración. En “Río de Janeiro” las casas se rascan la cabeza y las montañas son también camellos o elefantes.
El poeta de vanguardia hace poesía con elementos que para los otros no son dignos; ve lo poético allí donde nadie lo ve. Puede oír el “canto humilde y humillado de los mingitorios” y el “silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido”. Por ello, en las puertas de su libro, Girondo colgó un provocativo epígrafe: “Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime”. Aquello que contrasta con lo sublime es lo pedestre, y tal es título, precisamente, de uno de los poemas centrales del libro, fechado en “Buenos Aires, agosto, 1920”.
La ilustración se destaca entre las demás, porque es la única que no tiene motivos humanos o humanizados. Se la lee como una línea más del texto; “Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil”.
Los faroles parecen adquirir una importancia central en la poesía de Girondo, quien en uno de sus membretes propone “trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario”. Por fortuna, el farol de “Pedestre” se salvó de las pedradas. Jorge Schwartz observa que este farol es en cierto modo el “narrador” de la escena urbana: “el ojo testigo se convierte aquí en ojo narrador”.
Y el farol nos narra: el fragmento de un automóvil, un árbol, un coche de plaza, la insignia inversa de un hotel, un tranvía.
El farol de Girondo es la cifra de su poética. El farol distorsiona, modifica, fragmenta, recrea, corrige, anima.
Podemos ir aun más allá y conjeturar que este farol, representación en la representación, abre una infinita puesta en abismo: en el tranvía reflejado está el lector ideal, que lee los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, donde está la ilustración de “Pedestre”, en cuyo farol se refleja un tranvía, donde el lector ideal sigue leyendo el libro de Girondo, y así hasta el vértigo sin término...
Yo querría ser ese lector que lee, hasta el final de los tiempos, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo.
Martín Greco, Buenos Aires, septiembre de 2011, con motivo de la edición facsimilar de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo. (Santiago de Chile: Tajamar Editores, 2011).
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4 comentarios:
Excelente artículo!
Gracias!
¿Para cuándo una buena edición crítica y completa de la maravillosa obra de Girondo?
Me encantó tu comentario. Es muy bueno.
Gracias.
Jaa na !!
El libro estuvo cuarenta años sin reeditarse. Lo rescató, no podía ser de otra manera, el Centro Editor de América Latina en los años 60, poniéndolo a disposición de una nueva generación de lectores que lo devolvería al interior del canon nacional. A partir de entonces hubo muchas ediciones disponibles, at kqsx
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