Cincuenta y cinco personalidades de la política internacional fueron convocadas por la Fundación Ideas y el Center for American Progress para escribir el volumen Diccionario de ideas para el progreso de próxima aparición. A cada cual se le asignó una palabra para explicar y fijar su posición. Es decir, más que un diccionario se trata de un vocabulario interpretativo del presente. Sorprende que entre los vocablos propuestos no estén “diccionario” o “lenguaje metafórico”, cuanto menos “lenguaje”. Por lo visto la Fundación Ideas, a la que El País califica como “el vivero del pensamiento político del PESOE” (18-19-11), no lo consideró pertinente. Es más, en sus comunicaciones a la prensa suele utilizar un título alternativo para el volumen que de ningún modo resulta la traducción del otro, a no ser quizás en sus intenciones. Porque Work in progress nada tiene que ver con las elípticas alianzas sugeridas y con la política, se refiere exclusivamente a un trabajo en curso.
Bill Clinton fue convocado para ocuparse de “liderazgo”, al economista y asesor de la ONU, Jeffrey Sachs, se le asignó “hambre”, al actual candidato del PESOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, “democracia”, y a otros tantos le fueron asignados términos significativos en sus respectivas experiencias políticas. Para el ex presidente de Brasil, Lula da Silva, la palabra fue “pobreza”, para el ex canciller argentino de la post-dictadura, Dante Caputo, “instituciones”, y el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, hizo hincapié en las contradicciones de “globalización”: “La causa principal de su actual fracaso, es la liberalización del capital y de los mercados financieros.”
El lugar que se le asigna al malentendido en toda comunicación podría ser un buen tester para definir distintas concepciones del lenguaje. Hay quienes conciben que el malentendido es una esporádica anomalía, un accidente; son los que entienden que el lenguaje es el reino de la transparencia, o la tiranía en la que uno dicta y otro acata. En las antípodas están quienes reconocen al malentendido como la norma extendida de lo que definimos por comunicación, en la que el poner en común serían cuanto mucho momentos intermitentes; son los que conciben al lenguaje como un espacio de tensión que se hace con los otros en cada situación. No hay palabras inocentes, a menos que supongamos, sin sonrojarnos, que existen hablantes inocentes. No hay palabras neutras, a menos que supongamos un más allá al silencio de un hablante. Mijail Bajtín decía que las palabras se cargan con el uso, que nunca están vacías ni completas, que las palabras se arman de lo que pensamos y de lo que otros han pensado y nosotros queremos reafirmar, poner en duda, cuestionar, y hasta olvidar. Por eso cada palabra pronunciada no es una representación de lo que pensamos del mundo es, sobre todo, la presentación de lo que somos en el mundo.
Las palabras están cargadas de historia. Son Caballos de Troya lanzados a las puertas de los otros. Lo saben los franceses cuando evitan utilizar “ocupation” por “metier” porque advierten que el término se tiñe de “ocupación” nazi. O los argentinos, al abstenerse de pronunciar en cualquier contexto el vocablo “desaparecido”. Y todos y cada uno de nosotros que evitamos el giro “solución final” si no es para referirnos al Holocausto o la Shoa, dos términos que entre sí también fijan matices en sus posiciones.
A principios de siglo XX, el especialista en literaturas comparadas Karl Vossler se alarmaba ante sus discípulos por una nueva expresión que oía en todas partes: “material humano”. La interpretaba como una reducción del ser humano a la materia en desprecio de su espíritu. Victor Klemperer estaba entre aquellos alumnos, y vaciló en acordar con su maestro hasta dos años después en que estalló La Gran Guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, Klemperer escribiría Apuntes de un filólogo. La lengua del Tercer Reich, que publicó en 1947. Una radiografía sobre el lenguaje del nazismo. Hijo de un rabino y casado con una mujer “aria” (lo que le permitió la distinción de no ser deportado), Klemperer vivió con Eva bajo las más extremas restricciones impuestas por el régimen. En 1935 “las leyes raciales” lo obligaron a abandonar su cátedra de literatura francesa en la Universidad de Dresde, y en esa ciudad continuó viviendo con su esposa sometidos ambos a las humillaciones, mientras tomaba apuntes en cuadernos que rápidamente volvía a esconder. El inglés Raymond Williams, nacido en 1921 en una familia obrera y al que una beca le permitió estudiar literatura en Cambridge, fue soldado en la guerra; estuvo cuatro años y medio en el frente y al regresar, en 1945, sintió que ya no hablaba el mismo idioma de sus connacionales. Todo a su alrededor hablaba de un tiempo urgido por proyectarse al futuro y él, en cambio, arrastraba aún un mundo anterior en las palabras, el mundo que había sido bombardeado. “Las palabras no están vacías, están llenas de palabras”, decía Oscar Masotta en sus señeras conferencias sobre Jacques Lacan en Buenos Aires, a fines de los 60. ¿Cómo se explica el pensamiento del otro? ¿Es enteramente un “uno” quien lo explica? ¿Es sólo el “otro” el explicado? Al publicar las conferencias, en 1970, Masotta advertía al lector del lugar del (de todo) malentendido: “…ahí donde este texto repite tal vez traiciona y ahí donde transforma no es sino porque quiere repetir.”
La primera vez que se utilizó el término “progresista” en lengua inglesa fue en el XIX. Raymond Williams destaca en Keywords (1976) que su irrupción no deja de ser problemática, ya que fue utilizado para dirimir posiciones entre progresistas y conservadores tanto como en un debate de corte teológico al promediar el siglo. Desde entonces las derivaciones que incorporó el término hicieron que en nuestra contemporaneidad, sostiene Williams, terminara siendo menos descriptivo que persuasivo: “Es significativo que hoy día casi todas las tendencias políticas prefieran se calificadas de progresistas.” Acaso por eso llame doblemente la atención que el anuncio de la próxima publicación de Diccionario de ideas para el progreso sea presentado por el diario La Nación (21-10-2011) con el título: Elaboran un diccionario ´progre´. Doblemente, porque el término “diccionario” sólo cobra sentido en el título del volumen donde lo “progre” no tiene lugar. Y también porque el uso de ese vocablo tiene una connotación irónica que permite, a su vez, una doble lectura: o el diario centenario se pronuncia en desacuerdo con “las ideas para el progreso”, o ha producido un radical giro a la izquierda donde el apelativo de “progre” suele ser entendido como “medias tintas”.
Las palabras no descansan, se resisten a acomodarse, siempre sobresalen por los costados donde se las pretende esconder. Lo sabe cada uno en singular, en plural, y también en los que unos se proponen para hablar por todos. Las palabras no aceptan la sinonimia, pueden acatarla, pero, mientras tanto, resisten. Sin duda que puede haber coincidencias, aunque en muchos casos la coincidencia es el nombre en el que se recuesta lo obvio. Algunos dirán que es lo que ocurre, tal vez, cuando el ex vicepresidente estadounidense Al Gore y el ex presidente español Felipe González coinciden en el mismo argumento para definir qué podría entenderse por crisis: en la cultura china el ideograma para escribir “crisis” es el mismo que para referirse a “oportunidad”. Toda coincidencia debería pasar primero la prueba de la obviedad, y aún así jamás conformarse con tan poco.
Miguel Vitagliano
EdM, Buenos Aires, octubre de 2011
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