Según datos de la Organización Mundial de la Salud cada hora se producen en el mundo 40 millones de actos sexuales, lo que daría en progresión 20 millones cada treinta minutos, 10 en quince, y así sucesivamente. Las cifras sorprenden aunque mucho más el amor a la confesión y la lujuria de creer en ellas. ¿Cómo habrán llegado a la cuenta de los 40 millones? El acopio de la cantidad siempre está en primer plano. Richard Lawrence y Lauren Onley montaron un sitio comercial en 2004, beautifulagony. com, en el que registraron orgasmos anónimos de rostros solitarios del mundo entero, y que fueron expuestos a mediados de 2011 en PhotoEspaña, en Madrid. Más números: en los varones el orgasmo dura apenas unos segundos, en las mujeres el tiempo puede multiplicarse por tres y algunas veces casi por diez. Los sexólogos, sin embargo, aseguran que sólo el 25 % de las mujeres experimentan orgasmos, mientras en los varones ¿realmente podría confundírselo con la eyaculación?
Los rostros del orgasmo parecen siempre estar otra parte. George Bataille supo asociarlos con el exquisito dolor lacerante de las santas según fue representado en las obras del arte clásico. ¿Será un dato irrelevante considerar que esas conjeturas, que llegarían al libro en 1957, comenzó a pensarlas en medio de la guerra? En francés se lo llama “pequeña muerte”, “maravillosa agonía” en inglés, aunque más poético suena el escueto “polvo” en español; nos remite al “polvo enamorado” del soneto de Quevedo que trasciende a la muerte, y al íntimo Big Bang de resistencia ante la impoluta indiferencia lujosa del universo. Chesterton decía que lo único que sabemos realmente de los hombres de las cavernas era que les gustaba pintar las paredes, aun así evitaba pronunciarse sobre las pinturas rupestres; fue Bataille quien mostró que aquellos hombres dejaron tantas escenas de caza como figuras de penes erectos. Allí estaba la principal diferencia con los animales, aquellos hombres tenían ya consciencia de la muerte, por eso celebraban la potencia efímera y buscaban cobijo en la cavidad de esas piedras. Country y cunt (en inglés, vágina en el sentido más procaz) compartirían la misma raíz etimológica, según asevera Eve Ensler en el prólogo de Monólogos de la vagina (1998).
Uno de los best-sellers más resonantes de fin de siglo en Suramérica fue El anatomista, la novela con la que Federico Andahazi obtuvo el Premio Fortabat para obras inéditas en 1996, en la que se presumía dar a conocer la historia de quien habría descubierto, en el siglo XVI, la localización del clítoris. Al enterarse de la trama, la presidenta de la fundación, Amalia Lacroze de Fortabat, decidió entregar el dinero del concurso pero suspendió la ceremonia de premiación. Una dureza sin contemplaciones, propia del cemento que sustentaba su fortuna. Es que el clítoris arrastraba una larga historia de mala prensa, y a lo largo del siglo había sabido concertar un sentido masculinizado en el campo científico. Concebido como un resto declinado del pene, dio lugar a consideraciones estrambóticas referidas a su tamaño y sus características como causas sintomáticas de la frigidez. El Doctor Halban llegó a sostener que el problema residía en la distancia en que se encontraba el clítoris en relación con la vagina de las pacientes. Marie Bonaparte, descendiente de Napoleón y discípula de Freud, a quien financiaría en su salida de Viena ocupada por los nazis, se abocó a desentrañar el problema en la década del veinte. Las hipótesis del Doctor Halban, como expuso David Friedman en A Mind of its Own (2001), una historia cultural del pene, fue que le ofrecieron a Bonaparte una base material para sus estudios psicoanalíticos: el clítoris podía estar fijado en una posición errada y la solución era la cirugía reparadora. Bonaparte midió personalmente el espacio entre el clítoris y la vagina de 200 cadáveres antes de someterse, en 1927, a la cirugía. Un año después, en 1928, D.H.Lawrence publicaba El amante de Lady Chaterly, la primera novela realista, y con una lengua sin distancia irónica ni cómica, en la que los genitales de los amantes protagonistas tuvieron nombre propio: “Sí, tú eres sir Mano de Almírez y yo soy lady Almírez. Soy la dama del vello, y tú también tienes que llevar flores.” El amor prohibido entre los dos amantes de clases antagónicas se multiplicó así más que los panes en una fiesta clandestina, y en todo sentido: cada vez que los protagonistas hacían dialogar a sus genitales la ficción saltaba del libro y los lectores entraban en ella. Y de manera tan corrosiva que la novela recién pudo publicarse en Inglaterra en los años sesenta.
La visibilidad del orgasmo no ha dejado de aumentar desde entonces en la industria cultural, al punto de volverse un tema harto recurrente en la opinión pública. En una comedia romántica de fines de los ochenta, Cuando Harry conoció a Sally (1989), una mujer finge un orgasmo en un bar para demostrarle a un amigo el poder de la simulación femenina. La escena recorrió el mundo impactando más que un fantasma, y en realidad no tenía nada de sorprendente, hay una larga historia de las conmociones suscitadas por los besos apasionados en la pantalla. Sin embargo, lo nuevo que ofrecía ésta era la empatía con un acto fingido como si el resto de las escenas de la película no lo fueran. Síntoma de una sensibilidad contemporánea, no por el fingir dentro de lo fingido, sino por la aspiración de lograr el clímax evitándose el trayecto para conseguirlo.
Una cultura del instante, del cálculo y el ahorro. La actriz porno Savanna Samson se lamentó ante The New York Times (Clarín, 1/8/09) que las películas a las que las convocan hoy día carecen de trama y diálogo, no hay preparación ni espera ni camino a transcurrir, todo se reduce a una sucesión de juegos de encastres sexuales. “Pasar de una escena de sexo a otra no es tan divertido”, dijo Samson. Pero por lo visto debe serlo para un tiempo que deglute imágenes con la voracidad de un twit. La foto de Gadafi agonizante en las primeras planas de los diarios sólo pudo justificarse bajo la obscena consideración de que se trataba de una “bella muerte”; es decir, que lo importante era el instante, el clímax, no el modo en que se llegaba a esa situación. Sin que le temblara el pulso, Ben Zimmer llegó a firmar un artículo en The New York Times (28/10/11) saludando el arribo de una posible nueva ciencia: la twiterología. Habría sido creada por un grupo de lingüistas y psicólogos de la Universidad de Texas quienes analizaron los twit o tweets de la llamada Primavera Árabe enviados por egipcios y libios: querían ver cuáles eran los sentimientos rápidos y espontáneos de la gente ante la persecución y la captura de Gadafi. Y también, utilizando un sistema de decodificación, localizar la procedencia de esos mensajes. Es cierto: las películas porno deberían tener algunas líneas de diálogo.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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