Me gusta pensar que fue una epifanía, una chispa que se encendió en su cerebro y entonces entendió todo. Me gusta pensarlo así, como si hubiese mediado la intervención de un orden más elevado. Esa hipótesis me permite, como bibliotecario, darle cierta mística a la profesión. Por eso, no quiero interiorizarme demasiado en el proceso tortuoso que debió ser para Melvil Dewey crear y perfeccionar su Clasificación Decimal.
La Clasificación Decimal de Dewey (CDD) es la base sobre la que se organizaron la mayoría de las grandes bibliotecas contemporáneas. En sí, un montón de documentos no constituyen una biblioteca hasta que no se ordenan. He ahí un gesto piadoso y humanitario que encierra, creo yo, buena parte del ideal bibliotecológico: pensar en un usuario y encontrar una forma para hacerle llegar el documento que busca.
Melville “Melvil” Louis Kossuth Dewey tenía 22 años en 1873, cuando trabajaba en una biblioteca en Amherst, Massachussets. Allí empezó a pergeñar su sistema. Algo le dijo que todo el conocimiento humano entraba en una biblioteca y que ese conocimiento podía dividirse en distintas disciplinas. Por supuesto, dividir el conocimiento es una pasión antigua y Dewey conocía ya los esfuerzos que había realizado Sir Francis Bacon para llevarlo a cabo. Pero eso no nos importa, quedémonos un poco con la idea de la epifanía. ¿Cuántas disciplinas tiene el conocimiento humano? La revelación de Dewey es la siguiente: todo el conocimiento humano se divide en diez clases. Es decir que todo lo que el hombre hace, dice o piensa, entra en una de diez grandes categorías, a saber: o son obras generales (diccionarios, enciclopedias, obras de consulta, libros que hablan de libros, etc.), o pertenecen a la rama de la filosofía, o son cuestiones religiosas, o ciencias sociales, o temas de lengua e idiomas, o se trata de ciencias naturales y matemática, o son ciencias aplicadas, o son artes y deportes, o es literatura o es geografía e historia. Y se acabó.
Diez categorías para dividir el mundo. Nada de lo que hagamos es ajeno a esas disciplinas. Toda la cultura entra allí. La soberbia de Dewey es inigualable: insisto, nos dice que en diez disciplinas entra el mundo. Y si en diez entra todo y, bendita coincidencia, diez son los números arábigos de los que disponemos, del cero al nueve, ¿por qué no asignar un número a cada disciplina? Así se crea un Sistema de Clasificación infalible. No hay documento que se escape. Lo raro es que Dewey ideó el sistema hace bastante más de un siglo. Desde entonces, nos gusta creer que el ser humano ha evolucionado. Y, si no lo hemos hecho, al menos es evidente que la tecnología ha cambiado y consiguió crear artefactos nuevos de todo tipo. Sin embargo, ninguno de ellos se escapa a la clasificación de Dewey. Instrumento milagroso, el número áureo con el que están hechas todas las cosas es, para Dewey, el diez.
En 1876, Dewey publicó por primera vez sus 44 páginas de clasificación que cambiarían al mundo. Catorce de ellas eran introductorias y explicaban el funcionamiento del sistema. Había 12 páginas más de sumarios y esquemas que son el meollo de la cuestión, las tablas propiamente dichas y 18 de índices en las que se podía buscar en qué número entraba el tema que queríamos clasificar. Porque la gracia de las tablas de Dewey es que esos diez números se dividen en otros diez (y ya tenemos cien números) y esos otros diez en otros diez (y ya son mil las cosas que puede haber en el mundo) y así hasta llegar a disciplinas cada vez más precisas por una ley de subordinación. Así, un libro que hable de oceanografía estará en el número 551.46. El primer 5 es por Ciencias naturales, ese 5 se divide en 10 números más y el 55 es Ciencias de la tierra, nueva división en 10 y nos encontramos con que el 551 es Geología, el 551.4 Geomorfología y el 551.46 es Oceanografía. Esto nos permite también que las tablas vayan creciendo junto con el desarrollo de la humanidad. Siempre pueden actualizarse. Las categorías nunca están completas.
Esto es la Clasificación, esa técnica que conocemos los bibliotecarios para organizar un universo de elementos o ítems en un espacio. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Todo tiene su número. En 1895, Paul Otlet y Henri Lafontaine conocieron la clasificación de Dewey y le escribieron preguntando si podían tomar su sistema y modificarlo un poco. Dewey accedió y así nació la Clasificación Decimal Universal (CDU), un sistema un poco más complejo y, quizás, un poco más preciso. Su diferencia más evidente con lo anterior es que no es, en sentido estricto, decimal. La categoría del cuatro, lengua e idiomas en Dewey, ha sido dejada vacante, sus contenidos mudados al ocho, por si en algún momento se genera una ciencia que merezca su propio número. Las sucesivas ediciones de las CDD y las CDU distan mucho de esas cuarenta y cuatro páginas, son varios volúmenes con números y materias, con indicaciones de uso y con un diccionario final para saber qué va dónde. Es la forma más segura de asignar una palabra a una cosa. Porque la biblioteca tiene ese norte de universalidad, de que un libro pueda ser entendido en distintas partes. El 551.46 es Oceanografía en CDD lo que indica que casi cualquier biblioteca puede saber de qué se trata el libro sólo con conocer ese número. Se cumple el ideal de ordenar objetivamente el mundo.
Quizás nadie haya hecho una crítica más precisa a estos sistemas de clasificación que Jorge Luis Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”. El idioma que propuso Wilkins, nos cuenta Borges, dividía el universo en cuarenta categorías o géneros, varias veces subdivisibles. Palabras que no sean arbitrarias, que indiquen una cosmovisión, un idioma que sea, a la vez, una “enciclopedia secreta”. Así trabajan también los sistemas de clasificación porque el que sabe que 523.9 es el Sol, siguiendo el camino de los números, sabe que el sol está en el sistema solar, sabe también que el estudio del sistema solar corresponde a la astronomía y que la astronomía es una ciencia natural. Pero Borges destruye esta hipótesis con su bendita enciclopedia china y luego se agarra de lleno con los sistemas de clasificación. Nos dice: “El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa, la 282 a la Iglesia católica romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, sintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias”. La conclusión de Borges es lapidaria: “cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios. (…) La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable de estos esquemas”.
El golpe de Borges es muy certero. La inmensa mayoría de la categoría del 2, religión, es cristianismo. El 20 es religión, el 21 teología natural, el 22 es la Biblia y del 23 al 28, sólo cristianismo. El 29 es “religión comparada y otras religiones diferentes del cristianismo”. Allí se ve clarísima la subjetividad de los sistemas de clasificación. No es que Dewey descubrió los secretos engranajes del mundo, sólo describió, lo mejor que pudo, desde su subjetividad, lo que había en su biblioteca. No es casualidad, en definitiva, que las categorías sean 10, lo mismo que los dedos de la mano. Vivimos en un mundo decimal y eso fue lo que armó Dewey.
Poco que agregar, lo que Borges dice es cierto: no sabemos de qué va el mundo. Pero, creo, no es ese motivo para no intentar clasificarlo. Un tema no tiene una única materia. El matrimonio puede analizarse desde distintos aspectos. La música para ceremonias estará en el 781.587, las consideraciones éticas en el 173, la sociología del matrimonio en el 306.81, los aspectos legales en el 346.016. Y Dewey ya sabía esto y así nos lo advierten sus tablas. Además, nos dicen que el sistema es intrínsecamente falible: “es absolutamente imposible producir una obra perfecta, dada la dinámica misma del conocimiento y las diversas interpretaciones que se pueden dar a cualquier esquema que pretenda hacer una clasificación del conocimiento". La vida de Dewey nos muestra a una persona receptiva a ese mundo deforme al que nos enfrentamos a diario. Su candor es insuperable, yo creo. Por la medida de los retos a los que se enfrenta, uno puede conocer la grandeza de un pensamiento. Dewey se animó a ordenar el mundo entero. Un cosmos sin orden, caótico e indestructible. Y supo siempre que su esfuerzo estaba condenado al fracaso. Sin embargo, en el camino de esa cruzada clasificatoria ridícula, nos ha dejado a los bibliotecarios, nada menos, que una forma sencilla para hacer que un lector se encuentre con un libro.
Gabriel Graves
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
Imprimir
1 comentario:
Dewey ROCKS!!!
Publicar un comentario