al vez nunca lleguemos a saber qué ocurrió aquel 15 de mayo del 2011 en la habitación del hotel donde Nafissatou Diallo pasó unos momentos a solas con el expeditivo presidente del FMI, Dominique Strauss-Kahn. Sólo podemos afirmar a ciencia cierta que el ex ministro de economía del gobierno de Lionel Jospin está casado desde hace años con una riquísima periodista y empresaria de los medios de comunicación franceses, Anne Sinclair. Algo semejante sucede con su camarada del partido socialista, y ex ministro de relaciones exteriores de Nicolas Sarkozy, Bernard Kouchner, esposo de la periodista, productora y ex directora de la oficina de radiodifusión francesa al exterior, Christine Ockrent. Ambos forman parte incluso de un círculo muy selecto y, aun así, bastante extenso. Una de las conductoras más renombradas de la pantalla gala, la martiniquesa Audrey Pulvar, es la pareja de otro apparatchik de ese partido, Arnaud Montebourg, mientras que otras dos populares presentadoras del noticiero de las ocho, Béatrice Schönberg y Marie Drucker, tuvieron que retirarse provisoriamente de este horario central cuando empezaron a compartir sus sábanas con sendos ministros del gobierno de Sarkozy: Jean-Louis Borloo y François Baroin.
Varios libros se dedicaron en estos últimos tiempos a revelar la intrincada trama de vínculos de consanguinidad y alianza que unen la clase política con este nuevo clan del capitalismo simbólico y audiovisual que cuenta con los mejores ingresos per cápita de Francia. Pero las denuncias de esta nueva aristocracia político-mediática, a la cabeza del mismo país que guillotinó hace dos siglos a un matrimonio real y a unos 1200 nobles, no parecen acarrear demasiadas consecuencias: el candidato con más chances de ganar las elecciones presidenciales de mayo, el socialista François Hollande, reveló hace unos meses que, tras haberse separado de su antigua compañera –otra candidata a la investidura presidencial, pero en el remoto 2007–, empezó a vivir en pareja con una comentadora de la prensa audiovisual, la periodista Valérie Trierweiler (quien, dicho sea de paso, conserva aún el apellido de su segundo marido, el secretario de redacción del magazine Paris-Match). Como las “casas” de la aristocracia del Ancien régime, cuyo poderío dependió durante siglos de su habilidad para casar a sus herederos, las uniones en el interior de esta nueva oligarquía nos recuerdan las connotaciones políticas, militares y matrimoniales de la palabra alianza.
Ni siquiera no se trata de un fenómeno exclusivo de la cultura europea. El antropólogo finlandés Edward Westermarck contaba hace casi un siglo que cuando una tribu berebere entraba en guerra con otra, solicitaba el auxilio de sus vecinos enviándoles grupos de jóvenes solteras lo suficientemente agraciadas como para regresar a los pocos días montadas en mulas, suntuosamente vestidas y escoltadas por sus flamantes esposos: los guerreros requeridos. Incluso cuando un individuo tenía que vengarse de otro y carecía de las fuerzas suficientes para enfrentar a la familia de su adversario, se dirigía a la casa de un tercero acompañado de su hija para ver si, por este medio, lograba sellar una alianza con él. Un estudioso de las culturas amazónicas, el antropólogo Pierre Clastres, resumía esta posición diciendo que había “intercambio de mujeres” porque, “como hay enemigos, es preciso procurarse cuñados”, es decir, aliados. La expresión española “hermano político” resume perfectamente la naturaleza de este vínculo parental. Y por eso un indígena melanesio se había sorprendido mucho cuando Margaret Mead le preguntó por qué no se había casado con una de sus propias hermanas: el problema, para él, no pasaba tanto por la transgresión moral del incesto como por la evidente desventaja de verse privado así de parientes “por alianza”.
No cabe duda de que obtuvimos una gran independencia el día en que nuestros padres no pudieron decidir más entre ellos con quiénes íbamos a tener que vivir en connubio o en concubinato. Basta sin embargo con observar nuestras alianzas para comprobar que no cesamos de obedecer a otros mandatos y que la lucha de clases sigue teniendo ahí un papel crucial desde el momento en que las bodas entre los miembros de ciertas categorías étnicas o sociales continúan consolidando la solidaridad entre sus familias sin atravesar el abismo de los antagonismos socio-económicos. Como los antropólogos no han cesado de mostrarlo, cada cultura combina de diferente manera los principios de exogamia y endogamia: algunas obligan a sus vástagos a casarse con miembros de otra familia, pero del mismo clan, otras prefieren establecer alianzas entre clanes diferentes, pero en el seno de una misma casta, muchas toleran incluso las uniones con los miembros de otros pueblos, pero se muestran estrictamente endogámicas en lo relativo, por ejemplo, a las clases o a las religiones.
Habría que estudiar con más detalle las reglas de estas alianzas en países como la Argentina, pero podemos empezar a vislumbrarlas a partir de un caso extremo: por más liberadas que estén, las chicas de Barrio Norte no suelen elegir a sus maridos entre los albañiles bolivianos, del mismo modo que un Dominique Strauss-Kahn, con una liberalidad ostentosa en materia sexual, no buscaría a su esposa entre las Nafissatou Diallo del mundo. Celebremos entonces que puedan llevarse a cabo casamientos que la ley estatal prohibía hasta hace poco. Porque hay algunos que esta ley admite desde hace mucho pero que la otra, la implacable ley de las alianzas sociales, no está dispuesta a tolerar (y aquello que separó el Otro, ¿no?, ningún hombre puede unirlo).
Las acepciones de la palabra alianza, en todo caso, nos ayudan a comprender la significación política y social de un acto presuntamente tan privado e íntimo como el matrimonio, a convertir en documento político precioso las revistas consagradas a los chismes de la farándula y a sentirnos menos ridículos cuando nos ponemos a hojearlas mientras esperamos el turno en una peluquería.
Dardo Scavino
Bordeaux, EdM, febrero 2012
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