En mayo de 1968, el mismo mes en que se desataba la revuelta en París, Los Beatles comenzaron a grabar su noveno disco de estudio que saldría a la venta en noviembre con temas como “Blackbird”, “Piggies”, “Helter Skelter”, “Revolution 1” y “Revolution 9”. En ninguno de sus discos anteriores habían mencionado tantas veces esa palabra que daba vueltas entre los jóvenes de todas partes, resueltos a la acción. Theodor Adorno se pronunció en contra de lo que entendía como una urgencia compulsiva convertida en síntoma de época y que despreciaba la argumentación crítica, y en abril de 1969 recibió una respuesta contundente: tres jóvenes se presentaron en una de sus conferencias, se desnudaron y empezaron a acariciarlo proclamando “Adorno, como institución, ha muerto.” El filósofo y teórico de las vanguardias sobrevivió pocos meses a la humillación, murió el 6 de agosto de 1969, en Suiza, exactamente tres días antes de que en una casa en Beverly-Hills “El Clan Manson” asesinara a un grupo de personas siguiendo lo que creían era una orden cifrada contenida en una canción de Los Beatles, “Helter Skelter”.
Una época desgarrada por la furia del sentido en la que todo parecía estar dispuesto para ser descifrado. Manson creía, entre otras cosas, que “Revolution 9” de John Lennon aludía a la Revelación 9 del Apocalipsis y que los cuatro ángeles indicados para exterminar a la tercera parte de los hombres, según San Juan, eran los cuatro músicos. El disco de Los Beatles sería conocido como “El Álbum Blanco”, ni una palabra llevaba impresa la funda, el nombre del grupo aparecía en relieve en blanco sobre blanco, ¿nada por decir o todo estaba dicho? McCartney contó en una de sus entrevistas con Barry Miles que había escrito la letra de “Blackbird” atento a la lucha de los movimientos por los derechos civiles y que se imaginaba cantándole a una mujer negra de EE.UU. El sentido necesita dos caras para ser único.
La nueva crítica literaria no había dejado de señalar, desde su emergencia a comienzos de los sesenta, lo que la interpretación como desciframiento hacía con la literatura y el arte en general, y más acá o más allá de eso con la libertad. Porque la interpretación, concebida como pretendida revelación de una verdad única -decían tanto Sontag en EE.UU como Barthes en Francia-, convertía al arte en una mera “adivinanza” de lo que se suponía un contenido ya dado, y que como tal respondía a un estado de cosas que debía ser salvaguardado. Es decir, el modo de interpretación de Charles Manson sobre Los Beatles no sería sino el precipitado del modo en que se interpretaban también los libros en las escuelas y las universidades, aun cuando sus efectos criminales resultaran menos espectaculares. Manson era el mejor alumno de esa escuela que tenía sus aulas en toda la sociedad, así que era necesario derrumbar ese edificio ideológico desde sus cimientos.
El mundo debía ser joven porque debía despertar nuevo y cuanto antes. La nueva crítica no podía abstenerse del impulso de su propio tiempo, quería abarcar todo para cambiarlo todo. La revista Tel Quel era, desde 1960, el bastión de la nueva crítica que irradiaba desde Francia, sus colaboradores provenían de áreas diversas para leer “el mundo tal cual” era y no como se nos imponía: Sollers, Kristeva, Bataille, Derrida, Barthes, Foucault, Althusser, Eco, Todorov, Boulez, Godard… En Argentina se seguía con atención el recorrido de la revista, como sostiene Ricardo Piglia en una entrevista con Jorge Wolff (Telquelismo latinoamericanos, 2009): “Nosotros estábamos muy atentos a las posiciones de Tel Quel porque había una combinación de estructuralismo, maoísmo, crítica literaria y psicoanálisis que era un poco el clima intelectual común que se vivía en Buenos Aires”. Incluso habían conseguido los derechos para traducir la revista al castellano, lo que finalmente no se realizó. Una atención similar hacia Tel Quel se reconocía entre los nuevos críticos de distintos países de Latinoamérica, aunque nunca fue recíproca. En los veintitrés años de Tel Quel apenas si pueden hallarse textos de autores latinoamericanos (algunas páginas de Borges, de Sarduy, un poema de Roberto Juarroz), ni una mención, por ejemplo, a Cortázar aun viviendo tan cerca, en París, ni siquiera ante el estreno de Blow up (1967), la película de Antonioni basada en uno de sus relatos y que sintonizaba tan bien con la necesidad del despertar de un mundo nuevo, y en la que como adelanto se presentaban incluso unos más que jóvenes Jimmy Page y Jeff Beck. La película se prohibió en Argentina, como casi todo bajo la dictadura de Onganía, aunque Borges no se mostraba disconforme con las actuaciones de la censura. Un periodista quedó atónito ante su testimonio: “Espero que no haya venido a hablar con un hombre de 68 años y pretenda encontrar a un joven iracundo.”
La pasión nadaba de lado a lado, aunque el nombre que se le daba desde cada orilla la llamaba “ira”. Hoy el lugar de la crítica parece estar en las antípodas con respecto a aquellos años. Ha tendido a encapsularse en buena medida en las universidades, aceptando que poco y nada puede hacer por el mundo. Pero nadie podría decir que vivimos en tiempos sin pasión. Ni negar tampoco que no se logró derribar la interpretación-Manson sino que ella se ha impuesto como la gran vencedora. Difícilmente se encuentre en la historia una época con tantos religiosos y tan vacía de religión; lo mismo podría decirse del fervor de los espiritualistas o de los humanistas. Hoy el lugar de la crítica es otro como también es otro el de la política: ha vuelto ostensiva su preocupación por los signos, al punto tal que no ha dejado de convertirse en una semiología estructural, atenta a las poses, los tonos de voz, los gestos, las fotos, los protocolos de enunciación, al convencimiento de que los discursos sólo se refieren a discursos -o cifras y porcentajes- y que lo demás son discursos. Modélica, y para nada enigmática, resulta la imagen de aquel presidente a comienzos de siglo, y que se trate de una escena de lectura es también un desafío para la crítica: le susurran que su país está siendo atacado y él, de inmediato, toma un libro de literatura infantil y se dispone a leerlo, pero al revés. Creer que fingía o que disimulaba daría a pensar que antes hacía algo diferente.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, febrero 2012
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