Si bien Charles Fourier nunca puso un pie en América, sus ideas conocieron una amplia difusión en el mundo intelectual americano del siglo XIX. Cuenta Domingo F. Sarmiento en sus Viajes que su primer contacto con las ideas del utopista francés se produjo en alta mar. En plena travesía hacia Europa conoció a Jean-Baptiste Eugène Tandonnet, un discípulo de Fourier que, en la Montevideo sitiada entre 1842 y 1843 por los ejércitos rosistas, había dirigido la revista Messager francais. Fanático difusor de las ideas de su maestro, Tandonnet fue expulsado de la Nueva Troya por oponerse a que los franceses tomaran las armas en defensa de la ciudad. Se trasladó a Buenos Aires buscando el apoyo del gobernador Juan Manuel de Rosas para sus proyectos de construir un falansterio. En eso estaba cuando lo conoció a Sarmiento, entusiasmado por la posibilidad de dar un paso de gigante en sus esfuerzos por demostrar las posibilidades redentoras del ideal fourierista.
Fourier postulaba que las acciones de todo ser humano estaban guiadas por las pasiones. Llegó a distinguir hasta doce pasiones fundamentales, a partir de las cuales elaboró toda una filosofía de la historia. La historia de la humanidad consistía en una sucesión progresiva de etapas, cada una de ellas dominada por una combinación específica de pasiones. El siglo XIX era un tiempo de transición entre el cuarto y el quinto período, es decir, entre la barbarie y la civilización. El proceso se completaría con dos períodos más, el sexto (la seguridad) y el séptimo y definitivo (la armonía). En este último y triunfal momento tanto la vida como la propiedad estarían completamente colectivizadas. Hombres y mujeres abandonarían las ciudades, se reunirían en falanges de 1.620 individuos y, en armónico éxtasis, vivirían en forma absolutamente comunitaria, en cómodas unidades de producción agrícola e industrial llamadas falansterios. Con matemática obsesión Fourier realizó una minuciosa descripción del falansterio. De formas simétricas, el edificio principal tendría una planta baja y dos pisos. En la primera vivirían los ancianos, en el primer piso los niños y en el segundo los adultos. Estaría dotado de todas las instalaciones colectivas necesarias, como comedores, escuelas y guarderías infantiles, y contaría con tres grandes patios destinados al esparcimiento de sus habitantes. El patio principal incluiría una Tour d´Ordre con un reloj y un telégrafo óptico, desde donde se vigilaría todo el conjunto. Si bien Fourier nunca construyó un falansterio, hubo discípulos que sí lo hicieron en Francia, el norte de África, América y Oceanía. Ninguno de ellos tuvo éxito en el largo plazo. Jean Baptiste Godin, un antiguo obrero que llegó a ser empresario, construyó uno de los más perdurables en Guisa, en el norte de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. Godin modificó en parte los proyectos originales de Fourier. Abolió, por ejemplo, la idea de convivencia comunitaria, agrupando a los habitantes del falansterio en familias. De allí que su emprendimiento se conociera con el nombre de familisterio.
Fourier postulaba que las acciones de todo ser humano estaban guiadas por las pasiones. Llegó a distinguir hasta doce pasiones fundamentales, a partir de las cuales elaboró toda una filosofía de la historia. La historia de la humanidad consistía en una sucesión progresiva de etapas, cada una de ellas dominada por una combinación específica de pasiones. El siglo XIX era un tiempo de transición entre el cuarto y el quinto período, es decir, entre la barbarie y la civilización. El proceso se completaría con dos períodos más, el sexto (la seguridad) y el séptimo y definitivo (la armonía). En este último y triunfal momento tanto la vida como la propiedad estarían completamente colectivizadas. Hombres y mujeres abandonarían las ciudades, se reunirían en falanges de 1.620 individuos y, en armónico éxtasis, vivirían en forma absolutamente comunitaria, en cómodas unidades de producción agrícola e industrial llamadas falansterios. Con matemática obsesión Fourier realizó una minuciosa descripción del falansterio. De formas simétricas, el edificio principal tendría una planta baja y dos pisos. En la primera vivirían los ancianos, en el primer piso los niños y en el segundo los adultos. Estaría dotado de todas las instalaciones colectivas necesarias, como comedores, escuelas y guarderías infantiles, y contaría con tres grandes patios destinados al esparcimiento de sus habitantes. El patio principal incluiría una Tour d´Ordre con un reloj y un telégrafo óptico, desde donde se vigilaría todo el conjunto. Si bien Fourier nunca construyó un falansterio, hubo discípulos que sí lo hicieron en Francia, el norte de África, América y Oceanía. Ninguno de ellos tuvo éxito en el largo plazo. Jean Baptiste Godin, un antiguo obrero que llegó a ser empresario, construyó uno de los más perdurables en Guisa, en el norte de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. Godin modificó en parte los proyectos originales de Fourier. Abolió, por ejemplo, la idea de convivencia comunitaria, agrupando a los habitantes del falansterio en familias. De allí que su emprendimiento se conociera con el nombre de familisterio.
Aunque Sarmiento consideraba que muchas de las ideas de Fourier eran dignas de un delirante, no dejaba de reconocer sus dotes de intelectual. Quedó seducido por la idea fourierista de plasmar una sociedad en la que hombres y mujeres trabajaran felices. Los proyectos de guarderías infantiles, asilos de ancianos y colonias agrícolas habían sido en su opinión aportes indudablemente positivos. Sarmiento consideraba que Fourier había sido el primer teórico capaz de identificar los problemas sociales generados por el desarrollo de la industria, aunque no podía estar de acuerdo con las soluciones que ofrecía. No era necesario esperar la llegada de aquel último estadio de desarrollo, porque con la civilización la humanidad ya estaba en condiciones de iniciar el camino hacia la felicidad universal. Sarmiento estaba convencido de que la política, ejercida con decisión en un marco republicano, era perfectamente capaz de trazar los caminos que conducían hacia el progreso y la armonía social. Por no comprender esta verdad Tandonnet había cometido el error de acercarse al “buenazo de D. Juan Manuel (de Rosas)”. Porque, como él bien sabía, el gobernador bonaerense jamás apoyaría el proyecto de su nuevo amigo.
Juan José Durandó fue un militante fourierista que también se dedicó a la taumaturgia sanadora y al espiritismo. Se cuenta que estas actividades lo llevaron a la cárcel en Suiza. Peor aún, parece ser que las autoridades carcelarias, decididas a deshacerse de él, elaboraron un plan para asesinarlo: luego de dispensarle comida debidamente envenenada los guardias le facilitarían la fuga, con el objetivo de que muriese en un lugar no comprometedor. Por alguna razón desconocida Durandó no cayó en la trampa: simuló comer y cuando sus custodios lo ayudaron a huir, se alejó tranquilamente del penal. Llegó a la Argentina en 1874 y se instaló en la provincia de Entre Ríos, trabajando en varios oficios y en algunas colonias agrícolas como leñador. La experiencia americana lo convenció para emprender el proyecto de su vida: fundar y dirigir un falansterio. Dueño de un enorme carisma, Durandó reclutó en Europa a un nutrido y entusiasta grupo de hombres y mujeres entre los que había artesanos, ingenieros, artistas y agricultores. Hacia 1880 volvió a Entre Ríos y fundó el falansterio de San José. En él cada familia tuvo derecho a tener un hogar, en cómodos edificios de dos y tres plantas. El complejo incluía un gran comedor comunitario y una escuela en donde se enseñaban primeras letras, matemáticas, música y oficios varios. La comunidad organizó la producción según un estricto régimen laboral. Los bienes y el trabajo se repartían de forma equitativa, a partir de una racional explotación de unas 200 hectáreas en las que se cultivaban toda clase de árboles frutales y cereales. Se contaba con un molino harinero, una fábrica de pastas, una herrería y una panadería. También se producían papas, vino, pan, conservas vegetales y se llevaba a cabo tareas artesanales tales como carpintería, construcción de carruajes y mecánica general. El falansterio consumía prácticamente todo lo que producía y comercializaba el excedente fuera de sus fronteras.
El ideal de Durandó era construir un mundo sin competencia comercial, en el que cada miembro de la comunidad fuese libre de realizarse según sus deseos. Claro que, aún para ello, era necesario tener un orden. El falansterio se regía por un código moral estricto, plenamente aceptado por todos. La autoridad de Durandó se basaba en su carisma y en su contacto personal con el Gran Père, una especie de espíritu superior. El líder del falansterio se encerraba con cierta frecuencia en una pieza tapizada de rojo en donde el Gran Père encontraba la forma de dictarle sus deseos, opiniones e instrucciones, que después Durandó comunicaba a la población. La comunidad de San José no incluía rituales religiosos en su vida diaria. Dado que el líder falansteriano postulaba que todo debía seguir su curso “natural”, los bautismos, casamientos o entierros eran desconocidos. Con ayuda del Gran Père, Durandó desarrolló durante toda su vida una intensa actividad de sanación totalmente gratuita. Una de sus pacientes, Emma Pittet, estuvo tres años sin poder caminar, desahuciada por sus médicos que no acertaban con el diagnóstico. Los desesperados padres acudieron a Durandó, que logró curarla en una semana. La repuesta y feliz Pittet se convirtió en su esposa, y su fama como sanador se extendió por toda la región.
A lo largo de treinta y seis años la experiencia de San José fue exitosa. Durandó había logrado realizar los sueños de Tandonnet. Tras su muerte, ocurrida en octubre de 1916, nadie ocupó su lugar de director. Con el tiempo el falansterio fue decayendo hasta quedar completamente abandonado. Hoy en día lo poco que queda de él está en ruinas. Si bien Durandó insistía en que cualquiera podía contactarse con el Gran Père, lo cierto es que nadie más lo hizo. Su desaparición dejó a San José sin comunicación con su numen tutelar. Al menos en la Argentina, nadie fue capaz de volver a invocar a los espíritus del socialismo fourierista.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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