La primera edición castellana de Los viajes interplanetarios, un libro de divulgación científica del soviético AryAbramovichSternfeld (ver Sueños cósmicos 2, EdM, febrero 2012), fue publicada en Buenos Aires por la editorial Lautaro en 1957, el mismo año del lanzamiento del Sputnik. Se agotó tan rápido que al mes fue necesaria una segunda edición, clara evidencia de la existencia de un ávido público lector de temas espaciales en la Argentina. Lo mismo puede decirse de la ciencia ficción, que apareció en el país como género literario hacia fines del siglo XIX. Si bien en 1875 Eduardo Holmberg había publicado El viaje maravilloso del señor Nic Nac, cuyo protagonista viajaba a Marte empleando técnicas espiritistas, se suele considerar a La Luna habitada, el futuro del hombre (1894), de Damián Menéndez, como el primer relato argentino de ciencia ficción. Entre 1901 y 1920 la célebre y popular “Biblioteca La Nación” incluyó al género en su catálogo, con clásicos como De la Tierra a la Luna de Julio Verne o Los primeros hombres en la Luna de H.G. Wells. La tendencia se mantuvo a lo largo del tiempo: durante los años veinte y treinta otra gran colección popular de literatura, la “Biblioteca de Crítica”, publicaba La guerra de los mundos de H.G. Wells y Aelita la reina de Marte de Alexis Tolstoi, este último con nuevo título: El soviet en Marte. En los años cincuenta apareció la revista Más Allá, cuyas páginas incluían relatos de ciencia ficción y artículos sobre cohetería y tecnología espacial escritos por autores argentinos y extranjeros. Su difusión fue considerable: en sus mejores momentos Más Allá llegó a vender más de 25.000 ejemplares, abriendo nuevas fronteras para sus entusiastas lectores de Argentina y América Latina. El cómic y la historieta fueron terrenos en los que el género también supo ganar una sólida presencia. En 1956 se fundó en Buenos Aires la Editorial Minotauro, que con el tiempo se convirtió en un referente indiscutible de la ciencia ficción en castellano. Si bien la película El viaje a la Luna de Georges Méliès se proyectó en Buenos Aires en 1903, la ciencia ficción llegó al cine nacional recién hacia fines de la década del sesenta, con Invasión (1969) de Hugo Santiago, manteniendo cierta continuidad con Alguien te está mirando (1988), de Gustavo Cova y Mercano el marciano (2002), de Juan Antin, una película animada que narra las desventuras de un marciano “anclado” en la Buenos Aires de principios del siglo XXI.
La presencia de cohetes en América del Sur se remonta a los años de su independencia, cuando el general José de San Martín utilizó cohetes Congreve en su campaña libertadora del Perú. El almirante Guillermo Brown también los empleó en la guerra con Brasil de 1826-27 y durante los combates en el Río de la Plata en los años cuarenta de ese mismo siglo. A principios de los años treinta del siglo XX Ezio Matarazzo, un estudiante universitario hijo de un empresario harinero, se puso en contacto con la Vereinfür Raumschiffart (Sociedad para los Viajes en Naves Espaciales), una agrupación alemana de entusiastas de la navegación espacial de la cual formaban parte personalidades como Hermann Oberth y Werner von Braun. La VfR le envió a Matarazzo varios números de su publicación oficial, Die Rakete (El Cohete), que el joven leyó con avidez, traduciéndolos para su círculo de amistades. Con dos compañeros de estudios fundó en Buenos Aires la primera sociedad espacial de América Latina, el Centro de Estudios Astronáuticos Volanzan, que llegó a editar en 1932 el primer y único número de su publicación oficial. A pesar de los artículos publicados por su fundador y de los fluidos contactos con la VfR, el Centro Volanzan tuvo una existencia efímera. Con el tiempo Matarazzo abandonó la universidad y sus proyectos espaciales. Todo parece indicar que terminó incorporándose al personal de la nueva fábrica de juguetes de cuerda y hojalata que su padre fundó en 1934.
En esos mismos años otro estudiante universitario, Teófilo Tabanera, escribía un artículo para la publicación Mendoza, Revista Ilustrada de Actualidades cuyo título era “La Luna nos espera”. Con juvenil entusiasmo Tabanera argumentaba que en poco tiempo sería posible tener la tecnología necesaria para viajar a la Luna. Años más tarde, con el título de ingeniero bajo el brazo y convertido en un importante directivo de la petrolera estatal YPF y Gas del Estado, realizó frecuentes viajes al exterior que lo pusieron en contacto con varios de los más importantes pioneros mundiales de la exploración espacial. En 1945 Tabanera se asoció a la British Interplanetary Society y también se vinculó a la American Rocket Society. En 1949 fundó, junto a otros entusiastas de la exploración espacial, la Sociedad Argentina Interplanetaria (SAI). Como representante de la SAI participó del Primer Congreso Internacional de Astronáutica celebrado en Francia en 1950. También estuvo presente en el Segundo Congreso, celebrado al año siguiente en Londres e inaugurado por Arthur Clarke, presidente de la British Interplanetary Society. Del seno de ese congreso surgiría la Internacional Astronautical Federation (IAF).
En una época de afiebrados proyectos de viajes interplanetarios y estaciones espaciales, Tabanera formaba parte de aquellos especialistas que ponían algunos paños fríos a tanto entusiasmo. Las razones que esgrimía eran variadas: los problemas que la ausencia de gravedad generaba en el cuerpo de los astronautas, el constante perfeccionamiento de novedosos sistemas automáticos de exploración, y sobre todo, costos económicos francamente siderales. Éste último obstáculo hacía que, fuera de las dos superpotencias de la época, fuese muy difícil para el resto de los países del mundo impulsar un programa completo de exploración espacial. Tabanera pensaba que un país como la Argentina tenía que formar redes nacionales e internacionales de colaboración para desarrollar una actividad espacial continuada y con futuro. La SAI, rebautizada Asociación Argentina Interplanetaria (AAI), podía brindar en este sentido un aporte fundamental desarrollando una intensa labor de divulgación para estimular el interés de la opinión pública y los gobiernos. De allí que Tabanera fuese partidario de orientar los siempre famélicos fondos de la institución hacia esa actividad divulgadora, tanto en el país como en el resto de América Latina. Él mismo dio el ejemplo publicando libros que se reeditaron en varias oportunidades, tales como ¿Qué es la astronáutica? (1952) y El hombre ante el espacio (1964), en el que trazaba un panorama de actualidad acerca de la naturaleza de la exploración espacial y sus proyectos. En 1958 un prestigioso colega de Tabanera en la AAI, el ingeniero Aldo Cocca, impulsó desde la Secretaría de Cultura de Buenos Aires la idea de erigir un planetario en la ciudad con el fin de promover la divulgación científica en temas de astronomía y astronáutica. El edificio se construyó en el parque Tres de Febrero y se inauguró diez años más tarde. Fiel a su prédica la AAI también colaboró activamente en la fundación de otras sociedades similares en distintos países de América Latina. Tabanera representó a varias de ellas en la IAF.
A fines de los años cuarenta todo aquel que soñara con la posibilidad de construir lanzadores espaciales argentinos podía mirar hacia el futuro concierto optimismo. Entre 1947 y 1948 dos ingenieros de origen polaco, Ricardo Dyrgalla y Estanislao Kulczycki, desarrollaban el primer motor cohete argentino, base del motor con el que se preveía impulsar el primer misil teledirigido diseñado en el país, el Tábano. Aunque el misil nunca salió de la fase de proyecto, su motor sí fue probado con éxito en 1949. Este logro estimuló a aquellos que, contra la opinión de Tabanera, presionaban en la AAI para que la institución incluyera entre sus actividades la experimentación con cohetes. El paso fundamental se dio en 1960, cuando el Estado tomó la decisión de impulsar el desarrollo de la investigación espacial creando la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (CNIE), con Tabanera como presidente. Pensando en objetivos acordes a sus posibilidades, los especialistas de la CNIE elaboraron un programa de investigaciones meteorológicas y atmosféricas. Se establecieron numerosos convenios con universidades e institutos de investigación dentro y fuera del país, incluyendo a la NASA estadounidense y la CNES francesa. El programa preveía el diseño y construcción de cohetes destinados a ser lanzados en su mayor parte desde la base de Chamical, en la provincia de La Rioja. El primero de ellos, el Alfa Centauro, se probó con éxito en 1961. El resto de la serie Centauro de una y dos etapas abrió el camino para que surgieran nuevas familias de cohetes, tales como los Orión, Rigel, Canopus y Castor (un cohete de dos etapas de más de ocho metros de altura que despegó con éxito en 1973). Algunos de estos cohetes fueron tripulados. El 11 de abril de 1967 el ratón Belisario viajaba rumbo al espacio en un cohete Orión, y el 23 de diciembre de 1969, el mismo año del vuelo del Apolo 11, se lanzaba desde la base de Chamical un cohete Canopus tripulado por Juan, un mono caí misionero. Belisario y Juan, los primeros “astronautas” argentinos, fueron recuperados vivos. Tras la hazaña Juan continuó con su vida normal en una jaula del jardín zoológico de Córdoba y Belisario hizo lo propio en el Instituto de Biología Celular en donde había nacido. Si bien ellos son los más conocidos, hubo otros “astronautas” nacionales más, como los ratones Alfa, Gamma, Alejo, Aurelio, Anastasio, Braulio, Benito, Cipriano y Coco. Hubo también víctimas fatales, como fue el caso del ratón Celedonio y la mona Cleo.
El programa espacial argentino recibió un duro golpe a fines de los años ochenta con la espinosa cuestión del misil Cóndor II. Desarrollado en un complejo y oscuro marco de espionaje, transferencia ilegal de tecnología y financiación árabe durante los tiempos de la dictadura militar, el Cóndor II era un vector de combustible sólido de gran autonomía, capaz de colocar satélites en órbita y transportar cargas atómicas. Fuertes presiones provenientes de los EE. UU., Gran Bretaña e Israel hicieron que a principios de los noventa el misil y las instalaciones secretas que lo ensamblaban fuesen desmanteladas. Con el abrupto final del Cóndor II el programa de cohetes nacionales quedó virtualmente paralizado. En 1991 desaparecía la CNIE para ser reemplazada por la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE). Menos ambiciosa en sus objetivos y con un mayor grado de dependencia de la NASA, desde sus inicios la CONAE contó con un menor presupuesto para financiar sus actividades. En esos mismos años el entonces presidente Carlos Menem se refería, frente a un grupo de alumnos de una escuela en la provincia de Salta, a un grandioso proyecto de construcción de bases espaciales cordobesas desde donde despegarían naves que, en sólo una hora, llevarían a sus tripulantes y pasajeros desde Argentina hasta Japón, Corea o cualquier otro país del mundo. Al mismo tiempo que el presidente realizaba este anuncio ante los sorprendidos niños salteños su administración destinaba escasos fondos para el programa espacial argentino. Aún así la CONAE se las arregló para impulsar proyectos espaciales haciendo un uso intensivo de sus limitados recursos. Los esfuerzos se orientaron hacia el diseño y construcción de satélites, con la colaboración de agencias europeas y la NASA. Fue así surgiendo la familia de satélites SAC, que incluía programas de desarrollo tecnológico, investigación espacial y observación terrestre centrada en el territorio argentino. En la actualidad la CONAE está desarrollando la serie SAOCOM, que incorporará buena parte de los avances logrados con los satélites anteriores. El lanzamiento del primer satélite de esta serie está previsto para el año 2013. La CONAE también está desarrollando el proyecto Tronador, cuyo objetivo final es diseñar, construir y lanzar un cohete de combustible líquido de dos etapas, capaz de colocar satélites de tamaño medio en órbita. Pero no es sólo el Estado el que impulsa la actividad espacial en el país. Desde 1987 la Asociación Argentina de Tecnología Espacial (AATE) viene promoviendo y desarrollando diversas actividades y congresos que reúnen a especialistas argentinos y de distintos países para intercambiar ideas y proyectos. La AATE también ha impulsado programas de desarrollo de pequeños cohetes experimentales. En los primeros años del siglo XXI un equipo formado por científicos, ingenieros, técnicos y entusiastas de la exploración espacial dirigidos por el ingeniero Pablo de León diseñó el VESA Gauchito, una nave espacial capaz de llevar una tripulación humana en vuelo suborbital. Concebido para competir en un concurso internacional, las clásicas dificultades de financiación de esta clase de proyectos hacen que el Gauchito y su tripulación permanezcan por el momento sobre la superficie terrestre.
En 2004 el director Juan Pablo Zamarella estrenó un cortometraje, Viaje a Marte, en el que un niño viajaba al planeta rojo junto a su abuelo en una camioneta-grúa. Los cohetes que desarrollan la CONAE y el equipo dirigido por de León sólo aspiran a colocar satélites en órbita y a realizar vuelos suborbitales tripulados. Más modesto que los sueños cósmicos de otras latitudes, el sueño espacial argentino logra, a pesar de todo, sobrevivir a todos los intentos que se han hecho para que sus naves sólo vuelen en el espacio de la ficción.
(Buena parte de los datos se han extraído de De León, P., Historia de la actividad espacial en la Argentina, Buenos Aires, 2008)
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, Mayo, 2012
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario