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Gobernar es poblar
En el reverso de la producción de ciudadanía y de sujetos nacionales, la biologización general de la política, que los lenguajes teóricos y estéticos de nuestro tiempo exploran bajo la rúbrica del biopoder, trabaja oscuramente las modernizaciones latinoamericanas como núcleo reprimido de un poder sobre la vida que, en exceso respecto del marco de la ciudadanía y de la ley, despersonaliza y reduce a distintas minorías sociales a la condición de vidas precarizadas y superfluas, objeto de violencia soberana, persecución política, terror económico, estigmatización social o simple abandono.
Según un modelo de acumulación que, reclamándose defensor de las poblaciones, coloniza la textura misma de la vida social, el capital pone a trabajar las capacidades preindividuales de cuerpos que hablan y cooperan entre sí, degradando a mera interacción económica los vínculos creativos entre las personas. Se trata no tanto de capturar lo que los cuerpos, en su fuerza asociativa, son capaces de hacer, sino más bien de hacer que los cuerpos hagan por medio de formas de intensificación, control y violenta captura de ese plus de vida inasimilable que se vuelve central para la producción y explotación del biopoder. La política deviene gestión, y la producción se extiende a la esfera de la reproducción de la vida, esa zona de indistinción entre lo biológico y lo social donde el individuo, reducido a la opacidad de su mero ser viviente, coincide con la materia maleable de su cuerpo y sus reservas afectivas incorporales. Hoy entonces, más que nunca, gobernar es poblar, esto es, poner las necesidades básicas como la salud, la enfermedad, el hambre, el hábitat, la seguridad social o los accidentes, poner la riqueza, las carencias y el bienestar; poner el consumo, las políticas reproductivas, el control de la inmigración, los estilos y formas de vida en el centro de las preocupaciones de una economía del poder que transforma el cuerpo político de una sociedad compuesta de ciudadanos en mera población, entendida como conjunto interindividual de seres vivos codificados bajo el signo de la producción y del capital en su etapa de reconversión neoliberal.
Los basureros, los baldíos, las villas miserias, los barrios periféricos de la Santa Teresa de 2666, con las maquiladoras de fondo alzándose como castillos góticos en medio del desierto de Sonora, componen un ecosistema del miedo, un espacio eminentemente biopolítico del que el Estado ha retirado su control. Son los nuevos blancos en los mapas, zonas no cartografiadas donde vegetan los muertos-vivos del capitalismo global, exiliados dentro de su propia comunidad. Pero no se trata de un simple exceso de vidas superfluas y supernumerarias: son los trabajadores informales del mercado global, sin cobertura social adecuada, sin documentos, sin permiso de trabajo, sin indemnización, sin protección sindical, sin seguro universal de salud, sin hospitales ni servicios públicos, cumpliendo horarios de miedo, incluidos en la lógica del capitalismo transnacional mediante la figura del excluido. Gota a gota, vidas despojadas de todo poder se escapan a través de umbrales de deshumanización que agrietan el continuum de la población, vidas abandonadas activamente a su suerte, reducidas a montón de carne y hueso, producidas como mero residuo o deshecho, incluidas jerárquicamente en el orden socioeconómico dominante mediante su precarización y exclusión del espacio de la ciudadanía.
Que la figura de esta exclusión tenga en la novela de Bolaño el rostro de mujer; que el cuerpo biológico de la población sea el cuerpo de jóvenes trabajadoras; que la violencia como condición del funcionamiento de un poder exasperado por el mercado sea fundamentalmente violencia continua sobre un cuerpo femenino, pone a la novela en serie con las mismas fuerzas que configuran el presente—el desierto del mercado donde la creación y reproducción del capital se confunde y entremezcla con el rol tradicionalmente femenino de la creación y reproducción de la vida.
Fermín Rodríguez
Buenos Aires, Argentina, EdM, junio 2012
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