Dicen que Mark Twain fue el primer escritor que entregó a sus editores un manuscrito mecanografiado, lo que no resulta nada extraño considerando su pasión por la tecnología y las invenciones. Tampoco debería sorprender que Nietzsche llegara a utilizar una máquina de escribir o que Henry James tuviera una pero que la reservaba para su mecanógrafa: uno buscaba imprimir las palabras en el mundo, el otro, maestro del punto de vista, pretendía retener el control de lo que podía tejerse a sus espaldas. Las relaciones con los instrumentos de escritura son ventrílocuos de la experiencia de los autores, casi tanto como los espacios donde ellos trabajan. En tiempos sin fotocopiadoras, Arlt cortaba y pegaba con engrudo fragmentos de las páginas mecanografiadas de sus novelas para confeccionar las versiones originales; y parece ser que hasta se habría adelantado a los cut-ups de Burrouhgs porque al menos una vez, aseguran, repitió el mismo párrafo en distintas secuencias de un relato. Otros se preocupaban por mantener el vértigo del tipeo: Kerouac escribía con tanta velocidad que utilizaba un rollo de papel continuo para no perder un instante con los cambios de cada página.
La primera producción industrial de máquinas de escribir fue en 1873. La firma Remington, que había nacido como una empresa de armas, le sacó ventaja a Underwood. La relación se revirtió unas décadas después. En 1900 el modelo número 5 de las Underwood se promocionó con éxito como “la máquina más moderna”, eso además de que la compañía llegaría a fabricar armas durante la Segunda Guerra Mundial. Una manera de hacer honor al dicho de que la letra resulta más efectiva si se la acompaña con sangre. Algo que Hemingway tomó, digamos, al pie de la letra, no sólo por quitarse la vida con una escopeta, tenía el hábito de anotar al término de cada jornada de trabajo la cantidad de palabras escritas. Las cifras no se repetían nunca, a veces lograba teclear 450, otras 575, o 1250 cuando había trabajado horas extras sabiendo que al día siguiente iba a salir de pesca. Buscaba liberarse de la culpa que lo carcomía, quizá por eso, para conjurarla, llevaba esas cuentas anotadas en un cartón que colocaba debajo de la cabeza de una gacela embalsamada que él mismo había cazado.
No hay duda de que las prácticas de la escritura siempre rumiaron secretos. Marcel Duchamp fue el primero en advertirlo cuando expuso su ready made “Artículo plegable del viajero”, que consistía en la funda de una Underwood portátil. Era 1916 y las máquinas de escribir habían abandonado definitivamente la función de ser meros artículos de oficina. Duchamp señalaba la existencia de un secreto, aunque sin ceder a la ilusión de pretender descifrarlo: la funda parece inflarse como si protegiera el reposo de algo que respira, ¿o es pura cáscara? Pedro Salinas se animó a descorrer ese velo en su poema “Underwood Girls” (1931), convirtiendo las teclas en ninfas: “¡Quietas, dormidas están, /las treinta, redondas, blancas. /Entre todas sostienen el mundo.” Ya no era el mundo el que sostenía al lenguaje, ni tampoco era exactamente al revés; el poeta cedía también ante el misterio. ¿Por qué decía que eran treinta si los tipos –exentos de la ñ- sumaban veintiséis? ¿Qué signos completaban ese reino y cuáles quedaban afuera?
Ray Bradbury fue quien condujo la situación al extremo, pero no develando el misterio, lo que hizo fue darle otra vuelta en el espacio –el de la tecla de la máquina, desde luego- donde todas parecen coincidencias. A diferencia de Mark Twain que vivió perdiendo el dinero en sus invenciones pero que escribió su obra sobre las tradiciones en Mississippi, el autor más popular de ciencia ficción del XX ni siquiera sabía manejar un automóvil, temía a los aviones y era en extremo cuidadoso con sus gastos. A los veintidós años, en 1942, comenzó a vender sus cuentos a las revistas, los escribía en el garage de su casa en Venice, California, una práctica que se le fue complicando cuando unos años más tarde los hijos lo inspeccionaban todo con sus juegos. El tartamudeo constante ante la misma página de un relato lo condujo, en junio de 1950, a probar suerte en la biblioteca de la Universidad de California, había en los sótanos una sala de mecanografía donde alquilaban máquinas a veinte centavos la hora. En nueve días, y con menos diez dólares, escribió las 25.000 palabras del cuento que luego se transformaría en su novela Fahrenheit 451 (1953): un futuro distópico donde los libros resultaban tan corrosivos para el orden establecido y en el que los bomberos cumplían la función de quemarlos hasta que no quedara ninguno. La trama, acaso ingenua y caprichosa, colocaba en relieve la idea de que eran los grafos o los tipos los que sostenían al mundo y no al revés. Es decir, allí estaba esa otra vuelta de tuerca en el espacio de la máquina que destacaba lo literal, obliterado por la costumbre. Porque fireman (bombero) no podía ser quien apaga el fuego sino el individuo que se define por el fuego.
En 1966, cuando la novela fue llevada al cine, Truffaut se encontró rodeado de esos mismos “bomberos” durante la filmación. Los abogados de Universal Studio se negaban a que en su Faranheit se mostraran libros quemándose por temor a los posibles litigios de otros bomberos-abogados. Truffaut mantuvo su decisión y los libros de Faulkner, Sartre, Proust, Salinger, ardieron en primer plano. “Los libros son aquí personajes –escribió Truffaut en su diario de filmación-. Debo acompañar su caída hasta el suelo.” Quizá también podría haber repetido el poema de Salinas; en definitiva eran tipos alumbrados por una misma máquina.
Ray Bradbury murió en junio de 2012, exactamente un año después del cierre de la última empresa dedicada a fabricar máquinas de escribir, la india Godrej and Boyce, y cinco años más tarde de que Amazon ponga a la venta un soporte para leer libros electrónicos, Kindle, un término que alude tanto al despertar de una pasión como al cuidado –debemos suponer- del medio ambiente, aunque esto último de manera invertida porque el verbo “kindle” se utiliza también para decir “encender fuego”.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, Argentina, EdM, junio 2012
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5 comentarios:
Divina nota, Miguel. Un placer leer la serie tan inteligente que armaste. Un abrazo grande. Aníbal.
Muchas gracias, Aníbal. Un abrazo grande también para vos.
Miguel V.
Coincido con Aníbal; es una serie estimulante que además despertó un poco de mi nostalgia. Es siempre un placer leerte pero aún extraño escucharte. Cariños,
Inés
Gracias, Inés.
Miguel V.
Lo que hago aquí es que me cuelgo a tu texto, Miguel. Estamos en un hipertexto (lo que la Underwood no permite) imperfecto, porque este blog no permite armar un hipertexto verdadero - un ensayo colectivo que permite links como un WIKI. Sería posible de armar un WIKI sobre medios literarios? Es un tema que más comentarios trae.
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