El muchacho revisaba la batea con libros de oferta, dispuestos verticalmente. Los movía con el dedo índice y sostenía con el pulgar los ya inspeccionados. Cuando la extensión de la mano llegaba a su límite, terminaba el ciclo y comenzaba uno nuevo. A menos que en medio del proceso encontrara algún libro de su interés. En ese caso, lo levantaba con las dos manos y se lo acercaba a la nariz. Repitió la operación varias veces hasta que consiguió lo que buscaba. Cuando se acercó a la caja, algo en su expresión me impidió preguntar, aunque me comía la curiosidad. Pagó su libro sin decir una palabra y se fue. Me acerqué a la batea y olí, uno por uno, los primeros diez o quince libros de la hilera. No percibí nada especial; aspirando fuerte, con la nariz pegada en el doblez de las hojas, me llegó apenas un ligero olor a humedad en alguno de ellos.
Quince días después, el muchacho volvió. Repitió los gestos de la primera visita. Se acercó hasta la caja con la misma cara de pocos amigos, pero esta vez me decidí a preguntar. Demoró en responder. Pasaba las hojas como si aireara el papel. Hacía cálculos, concluí después. Con amabilidad inesperada, me explicó que ese libro le llevaría entre dieciséis y veinticinco horas de lectura. Mucho tiempo para compartir el mal olor, me dijo. Y agregó: nunca lo admitiríamos en una mujer ¿verdad?
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, agosto 2012
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1 comentario:
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