Consciente de su lugar en la historia intelectual argentina, Juan Bautista Alberdi decidió escribir en los primeros años de la década del setenta un breve bosquejo autobiográfico destinado a sus futuros biógrafos. Dividió la historia de su vida en cuatro etapas, coincidentes con los lugares en donde había residido: su propio país, Uruguay, Chile y Europa. La primera etapa se centraba en su “vida privada”, la de su infancia y formación intelectual. Este recorrido se cerraba en 1838, cuando su viaje a Montevideo lo convirtió en un emigrante perpetuo. El resto de las etapas hablaban de su “vida pública” en el extranjero, abocado a una intensa labor intelectual y política que tuvo como exclusivo centro la construcción de la Argentina. Alberdi juzgaba que no era necesario extenderse mucho acerca de esta vida pública: todo el mundo conocía su obra, sus ideas y sus debates. No sucedía lo mismo con la primera, prácticamente desconocida. Ése era el hueco que debía llenar su Autobiografía.
En ella todo parece anunciar un futuro ligado a la actividad intelectual. Durante su niñez tucumana aparece, nítida y gigante, la figura de Manuel Belgrano. Alberdi se complace en recordar cómo había sido un niño mimado por el prócer quien, además, había sido gran amigo de su padre. Más de una vez había jugado con los cañoncitos con los que los oficiales del Ejército del Norte y su jefe estudiaban el arte de la guerra sobre un tapiz. Había aprendido a leer y a escribir en la escuela pública que Belgrano fundara con “sus sueldos personales”. Tantas marcas dejadas en su alma por uno de los intelectuales más importantes de la Revolución de Mayo eran, quizás, una señal reveladora de su destino. El estudio está presente en toda la Autobiografía. Alberdi destaca todo el tiempo la importancia que tuvo para él la libre lectura y cita la extensa lista de autores que ha leído. Habla de las aulas por las que ha pasado: las del Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires, las de la Universidad de Córdoba y las de la recién fundada Universidad de Buenos Aires. Fue en esta última en donde nació su profunda amistad con Miguel Cané y, a través de éste, con el “estilo de Juan Jacobo Rousseau”. Aquellas clases que lo aburrían eran aprovechadas para leer junto a Cané, a escondidas y con pasión, Julia o la Nueva Eloísa. Más tarde le seguirían el Emilio y el Contrato Social.
Se puede sospechar que a Alberdi le seducía la idea de encontrar conexiones entre la vida del ginebrino y la suya. Por comenzar, el nacimiento de ambos había ocasionado la muerte de sus respectivas madres. Con palabras similares a las que se leen en Las Confesiones, Alberdi escribía en su Autobiografía que
“Mi madre había dejado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento. Puedo así decir como Rousseau, que mi nacimiento fue mi primera desgracia”.
En Tucumán su padre había impartido clases particulares de republicanismo basadas en el texto del Contrato social. Alberdi siempre tenía en mente al Emilio cuando en Las Bases discutía la educación del futuro ciudadano argentino. Rousseau también lo guió cuando recorría algunas regiones de Europa en los años cuarenta. Visitó la casa de Mme. Warens en Chambery y estuvo en el cuarto del mismísimo Jean Jacques. El 21 de julio de 1843 le escribía a Cané desde Suiza:
“¿Habría usted dicho, mi querido Cané, que llegaría la ocasión de en que le escribiría ésta, desde las orillas del lago de Ginebra, donde nació el autor de Julia, y donde él colocó las inmortales escenas de su romance?
Embargado por la emoción de haber releído allí la novela que había compartido con su amigo, le confesaba:
“He llorado al recorrerla como la primera vez…sus armonías y bellezas, despiertan en mi alma, el recuerdo de las primeras sensaciones de mi juventud, como los Coros del Barbero de Sevilla y los acentos de la música que animaba nuestras bulliciosas y alegres cenas.”
La mención de la ópera de Gioacchino Rossini es reveladora de un nuevo paralelismo. Como Rousseau, las primeras publicaciones de Alberdi fueron libros de música: un Cancionero Argentino. Colección de poesías adaptadas para el canto, un Ensayo sobre un nuevo método para tocar el piano con mayor facilidad y El espíritu de la música a la capacidad de todo el mundo. También compuso obras para piano y para orquestas de cámara. Más de una observación de la vida diaria aparecía teñida por la música. En la Autobiografía comentaba con mucho humor el parecido que el gobernador cordobés José Vicente Reinafé tenía con Don Magnífico, uno de los personajes de la ópera La Cenerentola, también de Rossini.
Aunque la mayor parte de su vida la hubiera pasado en el extranjero, la Argentina siempre ocupó en Alberdi el centro de su trabajo intelectual. De allí que “La vida de un ausente, que no ha salido de su país” fuese para él un título sugerente para una biografía suya. No sorprende que uno de sus minués se titule justamente “La ausencia”
La ausencia era para Alberdi condición necesaria para pensar en libertad, dado el difícil clima que reinaba en las provincias argentinas para el debate de ideas. Pensaba que quizás fuese un destino ineludible que cada país latinoamericano tuviese “su tribuna política y literaria en la república vecina”. Sintiendo que no había otra alternativa que el exilio, en 1838 decidió sacar carta de ciudadanía para habitar “la provincia nómada y flotante” de los emigrados.
“Toda mi vida se ha pasado en esa provincia flotante de la República Argentina que se ha llamado su emigración política y que se ha compuesto de los argentinos que dejaron el suelo de su país tiranizado, para estudiar y servir a la causa de su libertad desde el extranjero. Casi toda nuestra literatura liberal se ha producido en el suelo móvil pero fecundo de esa provincia nómada.”
Alberdi era sin ninguna duda uno de los líderes de esta “provincia flotante”, la misma que habitaban Echeverría, Sarmiento, Mármol y tantos otros intelectuales, escritores y poetas, de cuyos debates surgían las diversas Argentinas del futuro. Regresó de ella al país real en 1878, luego de ser elegido diputado por la provincia de Tucumán. Tras un primer momento de emotivos homenajes Alberdi volvió a ocupar el centro de una tormenta intelectual. Si bien ahora estaba en paz con Sarmiento, fuertes fricciones con Mitre y sus seguidores porteños lo llevaron a tomar la decisión de volver a Europa en 1880. Durante el viaje un ataque lo privó del libre movimiento del pie y de la mano derecha. Preso de una profunda melancolía, su salud empeoró en Francia, llegando a experimentar fuertes delirios persecutorios. Al igual que su amado Rousseau, durante los últimos meses de su vida desconfió de todo el mundo y vio conspiraciones en su contra por doquier. Murió en 1884, en una casa de sanidad parisina. Enterrado en Neuilly, un cementerio francés de la provincia flotante, el cuerpo de Alberdi volvió al suelo firme argentino en 1889 gracias a un decreto firmado por el presidente Miguel Juárez Celman. El ausente que nunca se había ido hacía ahora acto de presencia definitiva en el país al que le había dedicado toda su energía intelectual para discutir, junto a sus conciudadanos flotantes, la manera de llevarlo a la decimonónica idea de civilización.
Alcides Rodríguez,
Buenos Aires, Edm, octubre 2012
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