Llevamos incrustada en el estómago una máquina de escribir silenciosa. Es una coraza de palabras que nos ordena cómo leer. Una coraza que nos mantiene controlados desde antes que podamos soltar la primera frase en cualquier otra máquina.
Fue lo que les dijo William Burroughs a Gregory Corso y Allen Ginsberg en una entrevista de 1961, y de inmediato les puso delante un papel que contenía palabras dispersas para demostrarles cómo esa máquina ya tenía tramado lo que ellos debían leer. ¿Se les ocurría descifrar lo escrito de otra manera que no fuera de izquierda a derecha? Y si era así con algo tan elemental, ¿cómo creer que el control se conformaba con poco?
Siempre hubo una máquina simulando ser la primera. Antes de las Apple, IBM, Underwood y Olivetti, hubo plumas, bolígrafos, lápices, mesas, carbón, cera, madera, piedra, y antes otras máquinas. Cada una de ellas exigía una dieta especial y una particular visión del mundo. En el VII los monasterios medievales abandonaron el papiro por los pergaminos que preparaban con los cueros de los corderos y terneros que criaban los mismos monjes. De los gansos obtenían las plumas que utilizaban en los scriptorium. El pergamino resultaba más resistente que el papiro, daba la posibilidad de destacar ciertas palabras con tinta roja. Y podía borrarse lo escrito para volverse a utilizar, lo que promovió la cultura del palimpsesto que sería clausurada como norma habitual recién con el desarrollo de la imprenta de Gutenberg. Porque a partir de ese momento el uso del papel se hizo extensivo marcando la entrada a una nueva cosmovisión: la ilusión de la palabra única y la propiedad.
McLuhan diría: El medio es el mensaje: cada soporte, cada máquina, es menos un instrumento que utilizamos y más un dispositivo que nos convierte en instrumento de un orden particular. Y así a lo largo de las épocas, hasta quedar confundidos y que los máquinas terminaran por construir la realidad a su medida manteniéndonos conectados. Por eso Nicanor Parra escribe: “TV CABLE /THE MEDIUM IS THE MESS-AGE.” Vivimos en el desastre de los tiempos y en la era del desastre de los medios.
El cielo siempre se edificó desde los pies. Una buena prueba de eso está en que astrónomos y mercaderes, los guardianes de las estrellas tanto como los del dinero, fueron quienes esparcieron, a fines de la Edad Media, la flamante novedad de utilizar lápiz y papel para escribir. En los siglos previos los números romanos habían impuesto el uso del ábaco para hacer las cuentas. Después, los números arábigos facilitaron un poco la situación de los cálculos. El problema, sin embargo, residía en que como se escribía aún sobre arena y cera, era preciso ir borrando las cantidades intermedias de las cuentas mientras se realizaban, “el me llevo tanto” no era una metáfora sino pura literalidad porque había que llevarse ese “tanto” que no quedaba escrito. El papel vino a fijar un sentido del tiempo, y el lápiz a convertir en portátil la ilusión de propiedad. Eso fue antes de que las estrellas dejaran de girar con Copérnico y Galileo, antes aún de que Newton descubriera que un solo principio gobernaba lo que pisábamos como aquello que parecía pender en el universo. Lápiz y papel hicieron que todo se moviera a su alrededor. Instrumentos convertidos en máquinas de escribir el futuro.
Hoy en día no encontramos ni un solo instante de nuestras vidas que no esté, como sostiene Giorgio Agamben, controlado, contaminado o modelado por algún dispositivo. Un dispositivo es cualquier máquina, elemento o artificio que contenga la capacidad de, al menos, orientar las conductas de los individuos. Desde el lápiz a los teléfonos celulares, y de las pantallas a los cuadernos de notas. Hasta el aerosol de la pintada callejera arrastra consigo algo de la disciplina de control oficinesco que tiene el bolígrafo en una dependencia policial. Cada dispositivo coopera en tejer la red en la que nos movemos, aun cuando creamos vivir sin imposición de ningún límite ajeno. La situación, desde luego, no es diferente tratándose de escritores. O acaso se potencie. ¿Es que se podría asegurar que los escritores siempre fueron escritos mientras escribían? ¿No hay escapatoria del control? En 1966, en una entrevista con The Paris Review, Burroughs contaba que descubrió los cut-ups del pintor Brion Gysin, a quien consideraba el creador de la técnica: construir un escrito cortando y mezclando textos de distintas procedencia. Cambiar la dirección de lo que había sido escrito de un modo único. Interferir en la línea de producción prevista por esa máquina y hacerla entrar en cortocircuito. ¿Sería esa una posible salida al control, una posibilidad de esparcir una gota de veneno en la red?
Burroughs se volcó a la experimentación de esas posibilidades, que no dejaba de reconocer en autores anteriores, aunque en él funcionaron como la inoculación de un virus, no como reafirmación de la persistencia de la herencia cultural (The Waste Land de T.S.Eliot) o como intento de transponer los estímulos sensoriales de la modernidad (USA de John Dos Passos). No buscaba subrayar una cierta naturaleza de las cosas, quería denunciar su poderío a través de los cut-ups que pueblan su trilogía The Soft Machine, The Ticket That Exploded y Nova Express. ¿Serían suficientes esos cortocircuitos? Varios años antes el cantautor Woody Guthrie, el maestro de Bob Dylan, había escrito en la tapa de su guitarra aquello que se leía en los fuselajes de los aviones republicanos durante la Guerra Civil Española: “Esta máquina mata fascistas.” No se reducía a una simple advertencia, y acaso era mucho más que una expresión de deseo tal como podía leerse en los aviones, el sentido había cambiado de dirección en el momento en que se escribió en esa guitarra. Era un cut- up de objetos. La invención de una nueva máquina en lo que había dejado de ser una máquina-guitarra y en lo que se había desprendido de una máquina-avión. Se salían de quicio los dispositivos conocidos. Lo que había sido inventado de un modo se abría hacia un camino inesperado.
La ilusión de todo escritor frente a su máquina de escribir, cualquier sea ésta, acaso sea menos encontrar un paraguas sobre una mesa de disección que aterrizar un avión en una guitarra. O quizá no sea suficiente ese encuentro, aunque sí imprescindible el desencuentro anterior. ¿La ilusión de todo escritor? De la mayoría. De algunos. De ninguno. Tachar lo que no corresponda: esa es la conducta añadida a la coraza de la que hablaba Burroughs, que acaso pensara también en la fortuna familiar, la que había edificado su abuelo desde fines del XIX con la fabricación de las máquinas de calcular en Burroughs Adding Machine Company. Quizás sería mejor tender a marcar lo que no se corresponda. ¿Todos lo han hecho? ¿La mayoría? ¿Ninguno? Nicanor Parra hizo de esa experiencia su propio arte. Con ese principio fabrica artefactos: combina objetos-palabras que de otro modo no se hubieran encontrados, y los invita a la reunión. De ese modo funciona su “antipoesía”. Parte de la convicción de que la menor resolución no resulta un punto de llegada sino que es una vuelta antes de hundirse en la misma red de control. En una entrevista a mediados de 2001, y a sus 87 años, aseguraba: “Recuro al expediente de ser un espejo que va por el camino. Vivo en la contradicción sin entrar en conflicto.”
Preparó la máquina de construir “artefactos” alterando la manera de leer a Shakespeare. En lugar de entregarse a un poeta-máquina-cerrado, se dispuso a leer una máquina-abierta, un poeta sin terminar. De esa manera hizo hincapié que esa máquina ponía en cortocircuito el lenguaje popular y la lengua del rey (Lear), algo que la historia de la literatura no había dejado de repetir acerca de Shakespeare pero que Parra prefirió mantenerlo en el instante vivo, previo al monumentalidad del canon. Es decir, Shakespeare seguía escribiendo y hacía colisionar esos dos lenguajes, sin que uno cediera al otro, buscaba mantener la contradicción pero sin resolverla. “La idea central en la antipoesía es que el mundo funciona dialécticamente, con la síntesis de los contrarios”, decía Parra en 1989: “No quiero situarme sólo con lo que convencionalmente se llama seriedad, sino que también con lo que se llama risa. Me parece que solamente integrando estas dos variables se logra una poesía que realmente vale la pena considerar.”
En “Soliloquio del individuo”, uno de los textos que integran Poemas y antipoemas (1937-1954), puede leerse:
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer los primeros automóviles,
Yo soy el individuo.
Alguien segregaba planetas,
¡Árboles segregaba!
Pero yo segregaba herramientas,
Muebles, útiles de escritorio,
Yo soy el individuo.
Se construyeron ciudades,
Rutas,
Instituciones religiosas pasaron de moda.
…
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2012
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