Una noche de julio traté de cruzarme a Bernardo Balderoa. Sucedió del siguiente modo. Fui a un lugar que se llamaba Pitágoras, por la avenida Medrano, y subí las escaleras sin pensarlo mucho. Hacía varios años que vivía en Buenos Aires pero tenía la ansiedad de una chica del conurbano que se siente en otro pozo. Me abrió la puerta una mujer emperifollada que me preguntó si era socia. Le dije que no, pero que quería, y alcé la vista para recorrer el vestíbulo. Las aberturas selladas en vitrales de colores me recordaron la primera vez que pisé Las Violetas. Los ojos no me alcanzaban para verlo todo. La mujer sacó un libro de actas y anotó mi nombre con una caligrafía casi perfecta. María Amelia Bergenmacher. Ese nombre le di, y la edad adulta de dieciocho años. Después, mientras le pagaba la mensualidad, la mujer me explicó una mecánica muy simple de cómo participar del club.
—Cada vez que vengas mostrás esta tarjeta—hablaba en plural—le ponemos un sellito acá—dijo, y pasó el sello de la almohadilla de tinta al cartón. —Con eso ya tenés acceso libre a las instalaciones de nuestro club. Podés venir a tomar algo, o a jugar. Mirá, en aquella parte del salón están las mujeres, y atrás de la puerta de vidrio repartido está la biblioteca.
En cuanto tuve el carnet lo guardé en el bolsillo de mi abrigo y entré a la sala grande. Era julio. Todas las ventanas estaban cerradas. El humo de los habanos y cigarrillos, como una cortina, opacaba la imagen de los ajedrecistas. Caminé entre las mesas. Miré los relojes de arena y los cronómetros de los jugadores profesionales. El silencio invadía todo. La luz era tenue. Había pocas mujeres, y las que había, eran todas mayores que yo.
En una mesa que parecía iluminada a propósito, en el centro y desde arriba, estaba el maestro.
—Bernardo— pensé— ahí está, qué bien suena pronunciar su nombre.
Era su alumna desde hacía poco. Iba los viernes con un grupo selecto de jóvenes estudiantes de letras. Selectos por él, que pedía un cuento como examen de ingreso y después de leerlo calificaba a los aspirantes. Sólo si le gustaba mucho el relato te admitía, y tenía una notable preferencia por los escritores de sexo masculino.
No recuerdo qué le llevé la primera vez que me recibió en su casa del barrio de Boedo. Toda mi atención estaba puesta en escuchar las vibraciones de sus cuerdas vocales, no podía evitarlo. Subí los peldaños de mármol blanco, crucé el hall y me senté en el sillón que me indicó. Cuando me preguntó si había escrito lo que acordamos por teléfono, temblaba como la hoja A4 que le extendí. Eran apenas cuarenta tímidas líneas de texto. Después, mientras él las recorría con la mirada, me sumí en un silencio de bóveda. Los ojos del maestro llegaron al punto final y vinieron directo a mí, que enseguida desvié la mirada hacia un cuadro en la pared. Sin decir nada aflojó el brazo que sostenía mi cuento y la hoja A4 se apoyó en su rodilla, sobre la delicada tela de su pantalón de vestir.
—Vení—dijo—seguime. Y atravesó el gran comedor en dirección al escritorio.
Su voz grave era la sexta cuerda de una guitarra que no terminaba de vibrar.
Entré a su escritorio como quien pisa un santuario. Acá nacieron la mitad de sus obras, pensé. Había leído en una revista literaria que desde el último premio que le otorgaron “Bernardo Balderoa consiguió estabilizar su economía, consolidarse como uno de los escritores vivos más importantes del país, y comprar su primera casa en el barrio porteño de Boedo”.
Abrí los ojos absorta ante la inmensa biblioteca. Él me miró con una leve sonrisa y me invitó a sentarme. La tensión se disuadía apenas. Dejó mi cuento sobre su escritorio y reposó los codos en los apoyabrazos del sillón. Tenía la actitud de una persona que no necesita inventar gestos para impresionar. Se rascó la cabeza y se despeinó. Hasta ese mechón rebelde le quedaba bien.
Había olor a papel en todo el cuarto.
Papel nuevo y viejo.
Me sentí adentro de mi portafolio de la primaria.
Yo también me senté, del otro lado, sin dejar de mirar las pilas de libros abarrotados en los estantes hasta el techo.
Hacer el amor, pensé, acostarnos juntos una vez.
¿Cuántos años me llevará?
Balderoa destapó su lapicera de pluma y la acercó a un tintero.
Después empezó a tachar palabras de mi relato.
Obscuro.
Creo qué.
Casi.
Entonces.
No.
Abultadamente.
Clarito.
Enorme.
Simpático.
Mientras lo hacía, cada tanto, levantaba la vista y me relataba escenas de su vida.
—Yo soy un desorden, ya sé, parezco loco, pero no estoy. El orden está en mi cabeza. No se ve, pero está.
No tenía que leer para corregir. Sus manos iban solas a las palabras que sobraban, las que intentando describir aparecían disonantes. Pensé que lo más inteligente que podía decir era nada, y así me quedé, muda, con los ojos abiertos y desesperados.
Después él tampoco habló más, y se sumió en el relato con una mayor atención.
Sin compasión tachó de nuevo.
Sin consolarme.
Quedó la mitad del texto.
Finalmente dijo que eso no era un cuento, pero que algo podríamos hacer.
Al viernes siguiente era su alumna.
La noche de Pitágoras hacía dos años que lo conocía. Su mujer había viajado a Carmen de Areco. Ese dato lo supe el día anterior, durante la clase de taller. Ella iba a un evento familiar que él no estaba dispuesto a compartir; por eso se quedaba corrigiendo unas pruebas de galera.
Algunas veces, ella leía sus cuentos en nuestro taller. Muchas veces. Cuando terminaba de escribir hacía sus impresiones y aparecía en la sala con la alegría estampada en la cara. Uno la veía aparecer y ya sabía. A diferencia de él, que escribía en cuadernos, ella usaba la computadora directamente, pero le decía ordenador, como en España. Tenían escritorios separados y una sola cama matrimonial. Pero no estaban casados, ni iban a estarlo. Ambos eran segundas parejas. Si ella leía, todos la escuchábamos con atención. Previamente, siempre, Balderoa introducía el relato, como dándole un marco a la digresión, y contaba quién se lo había pedido, qué editorial lo estaba por publicar, de qué iba la antología, y esas cosas que rodean un relato. Ella se sentaba en nuestra ronda y con su velocidad natural y dicción impecables, nos sumía en las profundidades desconocidas del cuento de turno.
¡Tan hermosa es!, pensaba yo mientras la escuchaba, mucho más joven que él y tan refinada.
Esa noche que por casualidad o intuición adiviné los pasos del maestro, ella no estaba en Buenos Aires. Y yo lo sabía, que no estaba, lo sabía —reitero— desde la noche del taller.
Ahora estaba ahí.
Me mantuve alejada de su mesa.
Me conformé con mirar. Su concentración era envidiable.
Su cuerpo quería encorvarse, pero su inteligencia no le permitía la mala postura.
Cuando tomaba conciencia de que su espalda se arqueaba hacia adelante, de que los hombros se le vencían, y la edad parecía avanzar, Balderoa enderezaba la espalda y se acomodaba en la silla.
Sus ojos hipnotizaban las piezas del adversario.
Después, justo antes de mover, se agarraba la barba gris y se la estiraba hacia abajo.
Era un espectáculo verlo jugar, plantear una estrategia, estudiar al otro escritor.
No me alcanzaba con leer sus libros o ir a sus clases, una vez por semana.
Necesitaba mirarlo, escucharlo, adivinar lo que iba a hacer.
Estar en los lugares donde esté.
Sentirlo cerca.
Las bocanadas de humo me permitieron imaginar su aliento a trasluz.
De pronto se tocaba el corazón, como si le doliera, y ese gesto me producía una ansiedad irrefrenable.
—Coquetear—pensé—no es inteligente coquetear.
¿Pero entonces qué?
Lo miré desde lejos, como si mis ojos pudieran hacerse escuchar.
De un momento a otro volteó la cabeza hacia mi lado.
La energía del deseo es poderosa, pensé, más poderosa que las palabras.
Y me quedé mirándolo.
Muda.
Balderoa movió un peón y su contrincante le devolvió una dama que estaba afuera del tablero. Recuperarla dibujó en su cara un gesto cínico. Levantó la mano izquierda y llamó a la camarera. Yo seguía cada movimiento atentamente. La mujer se acercó despacio y le habló al oído. Él asintió con la cabeza, y ella se fue y volvió con un vaso de whisky.
Me acomodé el pelo atrás de las orejas.
Balderoa sabía que tenía a su amigo acorralado. El otro escritor sudaba baldes de agua en pleno invierno. Se sabía perdiendo, presa fácil. Los ojos de ambos estaban fijos en la jugada, como puñales. Durante cuarenta minutos ninguno de los dos movió una pieza, o acaso el cuerpo.
Yo miré la hora en un reloj de péndulo que colgaba en la pared.
El resto del salón dejó de existir.
Mi hambre o mi sed también.
Menos el deseo, pensé.
Salvo el deseo de ganar no hay nada.
Sus besos deben ser fuertes, como el chocolate amargo o el tabaco de su pipa.
Me imaginé ese sabor impregnado en la saliva.
Mi saliva.
Adentro suyo.
Quisiera ser una chica ruda, lanzada, llena de agujeros en el cuerpo.
Una chica de las que se animan a arrinconar.
Como hace él, ahora, con su contrincante.
Pero soy rubia, bajita, miedosa.
No tengo agallas, ni tengo temple.
Con dos dedos de una mano cualquiera puede rodear mis muñecas.
Imaginar su olor me excitó.
Quizá si me acercara a la mesa o apareciera detrás del otro, dejándome ver, si le hiciera una mirada cómplice o si él mismo rozara su brazo sobre mi pecho en un saludo.
Me imaginé sus manos ásperas tocándome el ombligo.
Podría tener la edad que él quiera.
El otro tosió. Se aclaró la garganta o disimuló la derrota.
Después abrió las piernas y apoyó los codos sobre sus rodillas.
El otro era bruto.
Tosco y movedizo.
Se acomodaba en la silla sin encontrar la posición.
Pensar era un trabajo para el otro.
Mi profesor lo miró, como soplándole la jugada.
Como sabiendo que nunca iba a alcanzarlo.
Por momentos parecía que se aburría de ganar.
Que sólo continuaba el juego para prolongar su placer.
Si fuera atractiva o usara botitas de Astrakán podría llamar su atención, pensé.
Pero él no mira a las mujeres como otros hombres, como los que se sientan a jugar en frente suyo y pierden. Él podría estar con todas que quiera pero elige, podría tener hasta las mujeres que todavía no nacieron. Él puede todo con esa prosa que agrieta la tierra.
Balderoa sacó tabaco de la bolsita y comenzó a armar una pipa nueva.
Lo observé.
Hizo todo con cuidado y perfección.
No se le escapó ningún detalle.
Lo miraba, sólo eso, y me sentía bien.
Puedo venir todos los sábados, pensé, esconderme a mirarlo hasta la eternidad.
Toqué uno de mis pezones.
Toco uno de mis pezones.
Sé que me va a ignorar.
—Alumna, ¡qué hace por acá! ¡No me diga que juega al ajedrez!, diría.
Ese podría ser un buen comienzo.
Pienso.
Pero no.
Porque el riesgo es que note que estoy sola.
Que no tengo una buena excusa para estar acá.
Una mujer.
Una chica.
En un simple cálculo puede adivinar mis intensiones.
Si supiera hablar inglés, o francés, y me sentara en la mesa de esos extranjeros.
Si supiera más que mover las piezas de ajedrez.
Me reiría fuerte para que me vea.
Me mostraría de espaldas a él hasta que venga a saludarme.
Su voz deliciosa llegaría a mis oídos.
Imagino.
No puedo evocar aquel día sin que me vuelva a pasar.
—Jaque al rey— dice. Y el resto de las mesas del salón se sume en un nuevo silencio general.
Todo se detiene.
Las cabezas giran y los curiosos se acercan.
Dejo mis devaneos y pongo todo en la jugada.
El timbre de su voz no cesa de rebotar.
Su melodía verbal me desespera.
Siento calor.
Necesidad.
Siento deseos de estar enroscada en un abrazo suyo.
Que me apriete.
Que me lea.
Sentir la cercanía de su cuerpo.
Decirle todo lo que no puedo decirle.
Que no tengo las palabras, porque están gastadas.
Podridas.
Todas tienen quién las haya dicho antes.
O no existen.
Un solo hombre en toda su época.
Bernardo Balderoa.
El único que sabe ordenar las palabras de un modo impecable.
Inventarlas.
Le diría de vos.
Quiero ser una espadita, Bernardo.
Pincharte una sola vez para que te acuerdes de mí.
Y que seas mi puñal.
Una cicatriz que me abra el pecho al medio.
De hombro a hombro.
Una cruz.
Mi ave de caza.
Mi cernícalo.
Miro tu boca apretando la pipa.
Tu nariz, miro, tu ceja que se arquea cuando pensás.
Tus rasgos aristocráticos, Bernardo.
Tu apellido de cuatro sílabas y tu posición.
Me obligo a ir hasta la barra y pido una copa de vino tinto.
Lo tomo enseguida, como una nena que traga su remedio.
Le hago otra seña al barman, para que me sirva una copa más.
Le agrego un hielo aunque sé que no se debe.
Siento vergüenza.
Pienso que las chicas con decisión nunca sienten vergüenza.
Cuando la segunda copa está servida me la cargo encima y voy hacia el salón.
Mirándolo voy.
Mientras él hace su jugada final.
Ahora sí.
Camino en dirección a su mesa.
Voy a pasar cerca, haciendo que me vea.
En lo que va de la noche no se me ocurre una estrategia mejor.
Sin premeditarlo me tropiezo.
—Mate— dice, en el mismo momento en que me vuelco la copa de vino encima de la ropa.
En ese preciso y desgraciado instante en que él levanta la vista y me ve.
—Alumna, ¿qué hace por acá? ¡No me va a decir que juega al ajedrez!
—Juego, sí, pero sólo cuando sé que puedo ganar— le contesto, y él me saca la copa de las manos para ayudarme con el enchastre. Después no me sale una palabra más, o un remate para el silencio incómodo que nos gobierna.
—Venga que la ayudo con esa mancha—dice— ¡tan lindo que le queda ese vestido! — y apoya su mano sobre mi hombro para hacerme de guía en el camino al baño.
El otro escritor se queda mirando cómo nos alejamos de la multitud que fuma en el salón.
Yo dejo que Bernardo sacuda la mancha.
Pienso que ésa es la mano con la que escribe.
De la que salen las palabras ordenadas como a mí me gusta.
Me pierdo en el ardor que produce tener su cuerpo tan cerca.
Sus dedos sin huellas pueden tocarme.
No digo nada.
Sé que todo lo que no es boca en mi cuerpo está a los gritos.
El esmalte rojo.
El lápiz de labios.
El pelo suelto rozándome los hombros.
Las tetas queriendo salirse del vestido.
Alguien pone música. O yo la invento.
El adversario vencido desaparece de Pitágoras. Se va sin saludar. Dice algo que no se entiende, y comienza a ponerse el saco. Todo el frío de Julio se va con él. Lo veo desde la antesala del baño mientras Bernardo me habla de la mancha de vino. De que no sale. De lo eterno. Y me dice que vayamos al baño de su casa, así me ayuda a lavarme y salvamos el vestido.
Quiero parecer resuelta, pero no puedo. Le pido que me espere en la puerta.
Él obedece, como un cordero en el cuerpo de un lobo.
Cuando lo veo bajar el miedo que tengo se transforma en un andar decidido hacia el baño de mujeres. En la puerta cuelga un cartel con el dibujo de una reina blanca. Me esfuerzo en no trastabillar.
Apoyo las manos en la mesada del lavatorio.
Me miro en el espejo.
Tengo las pestañas más largas que nunca.
Los labios más anchos.
El gesto desdibujado.
Cierro la traba de la puerta general.
Abro la canilla y me bajo la bombacha.
Meto los dedos húmedos y me enjuago la concha.
Después me huelo, respiro hondo frente al espejo y salgo.
Una vez que bajo las escaleras entro en una noche que podría haber diseñado Philippe Starck. Bernardo Balderoa está en la esquina, de pie, con el brazo extendido parando un taxi. Tiene las puntas de la solapa del sobretodo entre los dientes. En el vidrio de la ventanilla del auto, detenido, veo el reflejo de la luna. Sin señas ni explicaciones avanzamos en el mismo sentido.
Él abre la puerta.
Yo subo al taxi.
Nos sentamos inmóviles con la mirada en el parabrisas.
Yo me toco el hueso de la clavícula.
Él acomoda su espalda en línea recta.
En adelante ya no se encorva.
Sólo una vez giro la cabeza hacia la derecha y observo su nariz impecable.
Sus orificios perfectos.
Sus cejas blancas sobresaliendo de la cara.
El aliento sale como humo de su boca.
Mete la mano en el bolsillo y saca otra vez la pipa.
Su muletilla, pienso.
Sé que también está nervioso, aunque no puedo asegurar que haya un gesto que lo delate.
Después de unas cuadras el auto se detiene. Él se baja y me pide que espere unos minutos, que entre sólo cuando nadie me vea. Yo me quedo en el auto viéndolo subir las escaleras. La puerta está apoyada contra el marco, quedó entornada y sin llave. Desde el auto puedo escuchar el roce de sus suelas contra los peldaños. Por alguna razón, de pronto, sé que en ese momento está arriba. Le pido al taxista que dé una vuelta manzana. Pienso que ese hombre podría ser, alguna vez, el único testigo de esta noche. Aprieto las llaves de Bernardo en el puño de mi mano derecha. El taxi termina de girar. No hay nadie en la cuadra. Pago, me bajo y camino con cuidado. Vuelvo a mirar a los dos lados. Empujo la puerta y escucho el motor del auto que se aleja. No miro nunca hacia atrás. Cuando estoy adentro doy dos vueltas de llave y pongo el pasador. Espero a que el corazón se me desacelere.
No puedo subir.
Quiero estar tranquila y sin embargo nada es mejor que estar así.
Excitada.
Encendida como las luces del comedor y del baño.
Escucho sus pasos sobre la pinotea.
Sorteo la distancia y avanzo.
Siento la bombacha entre los labios que se expanden mientras subo la escalera.
Un jazz oscuro viene colándose por la ventana de algún departamento.
¿O es acá?
No.
Ni siquiera.
La casualidad.
Desde la puerta del baño Balderoa me hace una seña.
—Vení, pasá.
Yo camino decidida, suelto la cartera al piso y lo rodeo con los brazos.
Me siento una nena en la puerta de la escuela el primer día de clases.
Él hace lo mismo.
—No sé cómo seguir—le digo—Ayudame.
Bernardo hace un chistido bajito con la boca y extiende el abrazo un rato que no puedo medir. Me besa el pelo y me palmea la espalda. Después, enseguida, mientras muerdo su pecho, él me acaricia, me desviste con cuidado y me lleva hasta la cama. Todo lo demás es cuento más o menos sabido. Me abre las piernas, me besa las tetas, la espalda, la concha, me frota el clítoris con la mano derecha, y yo pienso que con esa mano él escribe. Otra vez pienso lo mismo. Al rato, enseguida, cuando me tiene en un grito e intenta penetrarme desando la situación para decirle que se ponga algo. Por alguna razón esquivo la palabra forro.
— No tengo.
— ¡Cómo no tenés!
— No tengo. No sabía que ibas a venir.
— No, espere, esperá, no puede ser.
Corro hasta mi cartera y la doy vuelta en el pasillo. Pero tengo la certeza, antes de hacerlo, de que ahí tampoco voy a encontrar lo que busco.
No hay.
—No puede ser. No puede estar pasando esto—digo.
—No— me contesta. —Pero no importa, vení.
Lo abracé de nuevo y lo besé. Quería matarlo a puñetazos, pero lo besé. Lo hice pensando que iba a poder despedirme, pero enseguida estaba besándolo de nuevo, fregándole la verga y viendo cómo se excitaba. Cuando estuvo listo me puse arriba y se la acomodé. Por un segundo pensé en los infartos de miocardio, en el sida y en los embarazos. Pero no dejé de moverme encima suyo hasta sentir que acababa.
Más tarde, otra vez en la calma, vi que tenía un tajo pequeño en el pecho, como de una intervención quirúrgica, o algo similar, y pasé la lengua sobre su cicatriz. Muchas veces lo hice, hasta que me contó esa historia. No sé cuánto duró el relato, ni si todo lo que dijo era verdad, pero sí lo hizo con lujo de detalles. Como un padre que le lee a su hijita para que se duerma. Yo intentaba grabarme el orden de las palabras que iba diciendo. No quería olvidarme nunca más de esa noche que no se iba a repetir, del tono grave de ultratumba de su voz, del frío del cuarto y del calor nuestro, disipándolo.
Quisiera haberme quedado dormida.
Soñar lo que pasó.
Volver a vivirlo.
Pero no.
Nunca nos dormimos.
En lugar de eso nos pusimos la ropa, los dos a la vez, como si su casa fuera un albergue transitorio.
Tuve la tentación de preguntarle por los trofeos y las armas de caza exhibidas en los estantes. Pero preferí llenar de guarangadas sus oídos. Lo otro bien podía ser tema para una clase, si me animaba a volver, en otro momento, cuando los sillones del living estuvieran ocupados por mis compañeros. Miré los almohadones, como si pudieran hablar, y abandoné la casa por donde había llegado.
Al mes exacto me vino. La puta madre.
Leticia Martín
Buenos Aires, EdM, Abril 2013
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