Robert Dalton Harris y Diane DeBlois viven juntos en una inmensa casa-museo ubicada en West Sand Lake, un pueblo pequeño a las afueras de Albany, New York. Se trata de una entrañable pareja de libreros que pasa sus días configurando colecciones de archivos para venderle a museos y a particulares. Reúnen libros, documentos, ephemeral –impresos confeccionados para ser desechados, como panfletos, anotaciones y estampas–; importantes instituciones de Norteamérica y del mundo les consultan sobre documentos más y menos antiguos.
Entre los garabatos del archivo Laplante, hay una imagen por demás escalofriante. Se trata de un pequeño dibujo realizado por el general McCormack en una de las reuniones de la Comisión de Energía Atómica. En este doodle nos encontramos con un paisaje apacible que tiene como protagonista a una casa de campo –lejos del caos urbano– dibujada distante de la entrada al inmenso terreno, ingreso representado por un muro de piedras, y acompañada por una cancha de tenis provista de un banco para ocasionales espectadores. Detrás de la casa, sobre el horizonte donde McCormack incrustó un árbol y algunas figuras más –no se distingue si se trata de una antena o de un molino de viento–, una enorme nube que ilumina el panorama.
Es posible que sea esta una imagen acabada del ideal del general McCormarck, en el sentido de aquello que se figura como el espacio de retiro, el refugio del trabajo. Podríamos conjeturar incluso que se trata del lugar donde McCormarck hubiera querido estar en los momentos más aburridos de las reuniones de la comisión. Lo escalofriante del hecho es que a nadie sorprende que una casa de campo con cancha de tenis sea la imagen posible del ideal de cualquier funcionario norteamericano. Esa misma casa rodeada por un muro de piedras sobre la orilla de un lago o en medio de bosques la hemos visto en infinidad de películas. Pero lo que no hemos hecho es vincular esa imagen con los cientos de miles de muertos en Japón. Cómo si la banalidad del mal la restringiéramos al culto gusto de los jerarcas nazis, pero no al de los burócratas del limpio hongo atómico.
En Albuquerque, nuevo México, se encuentra el Museo Nacional de Historia de la Ciencia Nuclear. Por internet este museo vende corchos para el vino con Little Boy (la bomba de Hiroshima) o Fat Man (la bomba de Nagasaki) como detalles decorativos. Al día de hoy no compró a Robert y Diane la colección sobre la bomba que guardan en su sótano. Vende también pósters con la imagen de las bombas más conocidas que el gobierno norteamericano hizo detonar.
La ciudad donde está el Museo de la Ciencia Nuclear es el escenario de la serie Breacking Bad. Walter White, el químico frustrado vuelto simple profesor, decide, tras enterarse que padece un cáncer terminal, producir de modo industrial meta-anfetamina y volverse así el más temible de los narcotraficantes. White quiso vivir el sueño del general McCormack, el de la casa de varias plantas al interior de un gran terreno con cancha de tenis, pero no lo logró y terminó como un criminal del tipo del que la sociedad norteamericana no concibe como propio (el narcotráfico es un problema latino). La serie trata el problema de la ética científica, de lo que el poder del conocimiento puede provocar. En ningún momento siquiera toca el de la bomba atómica. Lo fue en la serie 24 hs., donde el terrorismo internacional podía adquirir ese tipo de arma, pero hasta ahora en Homeland, la serie que hoy trata los asuntos de la seguridad norteamericana, el problema nuclear no apareció. Según parece, la bomba atómica, la rusticidad de Fat Man y Little Boy, la estética de los cincuenta del Proyecto Manhattan (llevado al paroxismo en el cómic Watchmen), la quintaesencia de la megalomanía de la guerra fría, hoy ya es parte de un pasado remoto. Cuando los científicos en Los Álamos confeccionaron las primeras bombas todavía no existían las computadoras, de hecho los cálculos no se hicieron siquiera con calculadoras, ellas arribaron poco después. Oppenheimer calculó a mano, escribió en papeles, del tipo de los que hoy atesoran Robert y Diane.
AGatherin´ es el nombre del proyecto que esta pareja de newyorkinos lleva adelante. Tienen una dirección de correo electrónico pero no tienen una página web. Su catálogo no está on line, los cientos de miles de ítems de su colección no se pueden consultar por medios electrónicos. Según ellos, los coleccionistas que se manejan de ese modo pierden la capacidad de haber leído el contenido de aquello que atesoran. Robert y Diane practican una suerte de anacronismo vital analógico mediante el cual atesoran los archivos de un pasado que está mucho más cerca de lo que parece, nuestra prehistoria del terror nuclear que hoy está tan viva en los terrores del puro presente ilimitado.
Es posible que ni Robert ni Diane hayan visto esta obra multimedial del artista japonés Isao Hashimoto que circula por las redes sociales.
Buenos Aires, EdM, Mayo 2013
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