RELATOS

El eclipse, por María Elena Spina


El viento por fin se había calmado y el lago era un cristal inmenso y liso, verde claro hasta el veril y después azul profundo. El borde del agua formaba sobre la playa una línea quieta. Estábamos sentados sobre las piedras, Lucho y yo. Adela no había vuelto de la cascada. Los chicos se habían alejado, veíamos sus siluetas, los tres parados sobre una roca plana, con sus cañas, ahí donde la playa terminaba y empezaban las piedras grandes. A veces oíamos un grito o una risa en el aire inmóvil. El mate estaba tibio y hundíamos el pan directamente en el pote de mermelada. De atrás nos llegaba el perfume áspero de las rosas mosquetas, calientes del sol de todo el día.
 
 Unos pájaros levantaron vuelo, altos, oscuros y de pico largo. Titi llegó, corriendo descalzo sobre las piedras.
     -Ahí viene otro gomón – dijo.
     Lucho se paró, miró el horizonte, donde el cielo que era celeste verdoso arriba nuestro, viraba al rosado y después al lila.
     -Que lo parió. No se puede estar solo en ningún lado -dijo y fue hacia las carpas que estaban armadas detrás de la playa. De él había sido la idea de ver el eclipse en el fondo del Brazo Tristeza. Nos gustaba acampar aquí: desde que teníamos el bote veníamos todos los veranos.
     Me había parado en la orilla cuando Lucho volvió con los binoculares y los enfocó en la mancha anaranjada que parecía fija en medio del lago.
     -Es Nano, - dijo al rato. - Nano y Magda.
     -¡No! ¿Estás seguro?
     Fruncí los ojos, tratando de ver yo también.
     -Segurísimo.
     Lucho seguía mirando el agua.
     -¿Qué hacemos?- dije.
     -Nada. Ver el eclipse, supongo.
     Se dio vuelta y me dio los binoculares.
     -Si fue hace mil años -dijo-. Adela es una mujer. Y Nano. Nano es un viejo pelotudo.
     Tardé un rato en encontrar el bote y las dos siluetas.
     -Sí, son ellos- dije, pero Lucho ya se había ido, bordeando la orilla hacia donde estaban los chicos. El sol empezaba a bajar detrás de los cerros, y casi toda la playa estaba a la sombra. Solo había una mancha de luz en la punta de la roca, donde los tres seguían pescando, en el último resplandor de la tarde.
     Cuando me di vuelta vi a Adela que caminaba entre los arbustos. Moví los brazos y ella gritó algo que no entendí.
v-¡Encontré frutillas!-volvió a gritar, y levantó una mano.
     La miré mientras se acercaba. Con el pelo negro, largo y suelto, mi hermana parecía una chica. Seguía teniendo la misma piel, casi transparente y la misma mirada en los ojos verdes que habían vuelto locos a muchos, aquel verano.
     -Están dulces –dijo cuando estuvo al lado mío. En la mano traía unas pocas frutillas, chicas y muy rojas.
     -¿Más gente? –me preguntó, mirando el lago.
     El bote estaba ahora a unos cien metros de la orilla.
     -Son Magda y Nano -le dije-. No sabíamos que venían.
     Sacudió los hombros y se dio vuelta. De espaldas al lago se comió las frutillas, una por una. Después cruzó los brazos. Era la primera vez que volvía al Sur después de más de quince años, desde aquel mes de enero que había terminado tan mal y Papá había venido a buscarla y se la había llevado con las muñecas vendadas, muda.
     -Adela- le dije.
     -Me voy un rato a la carpa -dijo ella.
     -Adela,- la llamé, mientras se alejaba.
     Sentí frío y empecé a juntar las toallas desparramadas sobre las piedras y los restos de la merienda. Un frente de olas chicas y regulares llegaba ahora a la orilla y se escuchaba el chapoteo, el ruido del motor y los gritos de Magda que me había reconocido. Antes de llegar a la costa se bajó del gomón y empezó a caminar hacia la playa.
     -¿Creyeron que iban a estar solos? – preguntó riéndose, y sin escucharme se largó a hablar de cómo se habían decidido a venir a último momento y casi los había agarrado la noche en medio del lago. Guiaba el bote en dirección a los dos troncos grandes que hacían de muelle. Nano le gritaba que tuviera cuidado con las piedras. Lo miré saltar del bote y amarrarlo al lado del nuestro. Era difícil no mirar a Nano.
     -Qué sorpresa encontrarte aquí, petisa-me dijo cuando llegó a la playa.
     Los ayudé a descargar las mochilas y la caja de la comida. Mientras se secaban los pies sentados en las piedras, dije:
     -Está Adela.
     Magda levantó la cabeza.
     -Que está mi hermana. Acampando con nosotros.
     Nano se seguía frotando los pies con la toalla.
     -Nano, ¿vos sabías? –dijo Magda. -Vos sabías.
     -¿Qué cosa?
     -Que estaba Adela.
     -Cómo voy a saber.
     Había oscurecido y no les veía las caras, a contraluz.
     -Ya estuviste con ella.
     -No. Te juro. Recién me entero-. Nano se paró. -Voy a armar la carpa antes de que se haga de noche.
     Magda lo miró alejarse.
     -Adela, ¿para qué habrá vuelto?
     Iba a decir algo más pero ya llegaban los chicos corriendo, y atrás Lucho con las cañas.
     Los mellizos abrazaron a Magda. Tenían frío, tenían hambre. Titi se había lastimado una rodilla.
     -¿Y?- preguntó Lucho.
     -Nada. Si fue hace mil años –le dije yo.
     Los chicos contaban de dos truchas fabulosas y esquivas que habían visto saltar toda la tarde cerca de la orilla.
     Fui hasta el campamento a buscar abrigos para todos y las linternas. Adela estaba en nuestra carpa ovillada en una bolsa de dormir, quieta, pero me pareció que no dormía. Le pasé una mano por el pelo.
     Cuando volví a la playa, los mellizos se reían. Magda los llamaba con los nombres cambiados, era siempre el mismo chiste. Lucho curó la lastimadura de Titi y los dos se fueron a buscar leña al bosque que ya estaba a oscuras. Titi rengueaba un poco. Había crecido mucho ese verano, estaba más alto que el padre. Empecé a ordenar las latas y los cacharros mientras Magda cortaba las cebollas, apoyada en una piedra chata. Con ella habíamos compartido muchos fogones. Hubiéramos sido más amigas de no ser por Nano. Yo no entendía la paciencia de Magda. Una vez me había dicho: “Yo voy a ser la que esté, cuando él se muera.”
     En el cielo, el negro había tapado el dorado y brillaba una luminosidad blanca detrás de los cerros de enfrente. La noche se anunciaba fría y serena. Cuando fui a llenar la olla en la costa, la luna era un disco enorme espejado en el lago.
     Volvieron del bosque cargados de leña, Titi primero y más atrás Lucho y Nano, que hablaban de un terreno en Esquel. Nos llevó un rato decidir donde armar el fogón: elegimos un lugar reparado, a mitad camino entre el lago y el bosque. La madera estaba seca y el fuego levantó rápido y alto. Lucho descorchó el vino.
     -A esta playa vinimos todos a ver el cometa -dijo.
     -Cierto- dijo Magda.- Éramos una banda aquella vez.
     Titi preguntó cuándo había sido. Sacamos cuentas. Ochenta y seis, ochenta y cinco: hacía poco que nos habíamos mudado al Sur. Lucho nombró al cordobés, había sido su última salida con nosotros.
     -Y las chilenas…-siguió-. Las famosas chilenas. Dios mío ¿qué se habrán hecho?
     Titi se rió:
     -Se me ocurre que serán señoras grandes, no…
     Lucho le dijo que no se hiciera el vivo, apuntándole con el corcho.
     -Yo no estaba –dijo Nano.
     -Claro que estabas- retrucó Magda. –Y también Adela.
     -No – dije yo-. Adela, no.
     Nano insistió:
     -Y les digo que yo tampoco.
     Yo estaba segura de que sí: aquella noche del Halley lo había visto besarse con la más linda de las chilenas en la oscuridad del bosque.
     Al humo empezó a mezclarse el olor de la cebolla frita y del pan que se tostaba. Nos sentamos alrededor del fuego, todos menos Nano que iba y venía. En una de sus vueltas pateó la botella y el vino se volcó sobre las piedras. Magda le pidió que por favor se quedara quieto.
     Los mellizos dibujaban letras en la oscuridad con una rama con la punta prendida, como una bengala. Yo adivinaba lo que escribían. Lucho había apoyado la cabeza entre los brazos. Se acordaría del cordobés, que había desaparecido en la montaña. Nano miraba en dirección de las carpas.
     -¿La tía no va a comer? – preguntó Titi.
     Las brasas tardaron en hacerse y cuando por fin el agua hirvió y los fideos estuvieron listos, los mellizos cabeceaban sobre los platos. Con Lucho los alzamos y los llevamos hasta las carpas, mientras protestaban entre sueños. Los ayudé a meterse en las bolsas de dormir, y me recosté un rato entre ellos. Tenían olor a humo y a transpiración. Roncaban un poco, me hubiera gustado quedarme allí toda la noche.
     En el fogón ya habían terminado de comer y Nano y Magda discutían por algo que se habían olvidado de traer en el bote. Le pedí a Lucho que me hiciera un lugar. Se corrió y me senté al lado de él.
     -Mirá -dijo, señalando el cielo-, ahí empieza.
     En la parte de abajo de la luna se recortaba una sombra negra.
     Nano se aclaró la voz.
     -Se incendió la temblorina del señor del cielo –dijo. – Empezaron las puertas a discutir, los caracoles a llorar, los perros a insultar, los pájaros a silbar.
     -¿Eh?- dijo Titi.
     -El eclipse, un poema maya. Escuchá.
     Nano repitió los primeros versos, hizo un silencio, siguió recitando.
     -Atraparon ya a la hermosa madre luna. Han comenzado a engullir su rostro. Sufre.
     Magda se paró de golpe.
     -Muy lindo todo. Pero lo que es yo me voy a dormir. Con el permiso de ustedes.
Prendió la linterna y sacó un frasco del bolsillo de su mochila.
     -Servíme un poco de vino, Nano, querés.
     Él le llenó el vaso hasta el borde.
     -Que descansen- dijo sin mirarnos, y se fue para las carpas.
     Nano agregó un par de troncos grandes al fuego.
     -La gran madre tierra soltó a la madre luna, entonces se derramó la alegría entre todos nosotros. Así termina el poema.
      Me puse a apilar los platos a un costado del fogón. Lucho me agarró del codo:
     -Mañana acomodamos, mujer. Vamos un rato a la orilla.
     Caminamos por la playa sin prender las linternas. La luna y su reflejo en el lago iluminaban las piedras que brillaban con una luz azulada.
     –La temblorina del cielo- se rió Lucho-. Payaso.
     -Siempre el mismo. Así y todo…
     -Ya sé. La voz de Nano.
     -Una voz que conmueve. Aunque pase el tiempo. Aunque no te guste.
     -Hacéme el favor. Si es un actor de segunda.
     Nos sentamos frente al lago. No había una ola.
     -Qué noche- dijo Lucho al rato.
     -Qué noche, sí. Lástima Adela.
     -¿Adela?
      -Pensé que las cosas habían cambiado.
      Nadie cambia, sé que pensó Lucho, aunque no lo dijo.
      -Que viniera Nano además. ¿O ella sabía? ¿Vos creés que ella sabía?
     Oímos ruido de pasos, atrás. Era Titi. Traía bolsas de dormir y su guitarra.
     -Aquí tienen, para que no pasen frío.
     Le pregunté adónde iba.
     -Duermo afuera. No hay buenas ondas por allá- dijo, riéndose.
     Se agachó, recogió una piedra. Hizo la mímica de un lanzador de bala, y la piedra abrió el agua con un ruido cristalino. Volvió a reírse.
     -Que disfruten de la madre luna, entonces – nos gritó mientras se alejaba.
      Nos tapamos con el duvet, de cara al cielo.
      -Está grande- dije-. Podríamos contarle.
      -¿De Adela? ¿Que se metió con el tipo equivocado? ¿Que se quiso matar? O no. Si nunca supimos.
      -Nunca supimos, tenés razón, Lucho.
     Me recosté sobre su hombro y con la luna que ya estaba por la mitad y los acordes de la guitarra que sonaban a lo lejos, nítidos, en un silencio irreal, me puse a pensar. Pensé en Adela, que tenía diecisiete años en aquel verano, y estaba tan linda, tan increíblemente linda. Pensé en esa madrugada, en la que unos turistas la encontraron, acostada en el pasto frente a la catedral, con un corte finísimo en cada muñeca: no hablaba, parecía sonámbula y la sangre ya estaba seca. Pensé también en aquel otro verano, mucho más antiguo, en que se había muerto Mamá. Adela se había salvado de milagro y Papá me había dicho, ‘es una muñequita, prometeme que siempre la vas a cuidar’, aunque yo sólo tenía diez años y también me había quedado sola.

     Cuando abrí los ojos, había una penumbra rojiza y Lucho me sacudía del brazo.
     -Nos dormimos los dos. Vamos, que estoy muerto de frío.
     A mí me dolía la rugosidad de la piedra en la espalda. Volvimos despacio con las piernas acalambradas. Llegando a las carpas vimos que el fuego todavía estaba prendido.
     -Mirálos, ahí están – dijo Lucho. -¡Hasta mañana!- les gritó.
     Nano se dio vuelta y levantó un brazo, a modo de saludo. Adela no se movió, tenía los ojos puestos en las llamas.
     Esa noche soñé con cangrejales, con una playa ancha y oscura y una ola que iba creciendo, a lo lejos, como un paredón.
     Me despertó la voz de Magda. Sin abrir los ojos, estiré la mano y toqué la bolsa de dormir de Adela, vacía, hecha un bollo al lado mío. Me senté, ya era de día. Abrí el cierre de la carpa. Magda estaba agachada frente a la entrada.
     -Ella tampoco durmió aquí, ¿no?– dijo, asomándose.-La guacha.
     El suelo estaba húmedo y olía a frío, como si hubiera lloviznado en la madrugada.
     -Abrigate -le dije. -Que preparo algo caliente.
     Los mellizos corrían y se peleaban, a medio vestir. Les llevé las botas y me puse a buscar el calentador. Soplaba un viento cargado de agua. Todavía me quedaba, del sueño, la sensación de mis pies hundiéndose en una arena gruesa y roja, llena de caparazones.
     -La guacha – repitió Magda.
     Se había acercado y me hablaba con la cara pegada a la mía.
     -Si no es con ella es con cualquiera, Magda. Vos lo sabés.
     En la luz blanca de la mañana la vi fea y cansada, y absurdamente sentí que ella tenía la culpa de todo.
     -Adela casi se mata por él - le dije. - Era una nena, y casi se mata por él y a vos no te importó.
     -Mirá quien habla –contestó ella, en voz muy baja. - Que vos también... ¿O te crees que no lo sé?
     No dijo nada más. Yo seguí buscando un lugar reparado del viento donde apoyar el calentador. Me temblaban un poco las manos.
     Lucho se había levantado. Bostezaba, parado al lado de la carpa.
     -¿Dónde se habrán metido?- le pregunté.
     Se encogió de hombros y señaló los nubarrones oscuros y bajos.
     -Hay que volver-dijo.
     Miré el cielo yo también y fue entonces que oímos los gritos, desde la playa. Corrimos. Magda estaba parada en la orilla. Gritaba que se habían ido. Que se habían llevado el gomón. Que los iba a matar a los dos.
     Atado al muellecito de troncos estaba nuestro bote, solo. Subía y bajaba, sacudido por las olas.


Fue Titi el primero en ver el otro bote, flotando lejos de la costa. Vacío.
     -Ellos no están-dijo.
     Lucho le sacó los binoculares de la mano. Después miró Magda. Después yo. Me temblaban las manos. La neblina confundía las distancias, pero no había duda: el punto anaranjado era el bote de Nano y estaba vacío.
     Seguí enfocándolo hasta que lo perdí de vista, embotada, con la sensación de irrealidad que siempre me da el peligro.
     Cuando volví a mirar a la playa vi que Lucho ya se había subido al gomón y lo estaba arrancando. Titi se preparaba para ir con él.
     -No te preocupes, los vamos a traer de vuelta- me dijo.
     Le pedí que se cuidara. Era lo que más quería en el mundo.
     A último momento Magda se subió al gomón, aunque no querían llevarla. El lago estaba encrespado. Lucho maniobró para encarar las olas de frente. Enseguida dejé de escuchar el ruido del motor y las tres siluetas se desdibujaron en la niebla. Habían salido sin los chalecos salvavidas.
     Enganché el handy en mi cinturón. Levanté el morral, el calentador, los binoculares, la guitarra: los restos inútiles de un día feliz. Los mellizos estaban sentados cerca de la orilla. Hablaban de ahogados, de cuerpos hundiéndose en el agua helada y grietas en el fondo del lago, profundas como montañas al revés.
     -Dejen de hablar pavadas- les dije.
     Me acordé de un dibujo en tinta china que Adela había pegado, de chica, en la pared de su cuarto. Lo había copiado de un libro. Era una mujer flotando en un río, con el pelo suelto y rodeada de flores: Ofelia en las aguas, había escrito abajo y unos versos en inglés.
     Pensé de golpe en Papá. Se iba a morir de tristeza.
     De la espera en la playa recuerdo la sensación de frío. Flotaba una bruma espesa, como una lluvia suspendida. Recuerdo haberme puesto a juntar piedras chatas: las recogía y se las llevaba a los mellizos que jugaban en la orilla. Pasé un rato largo agachada frente al agua, mirándolos y contando los rebotes, como si del número rebotes dependiera la vida de Adela. No me atrevía a mirar con los binoculares. No hubiera visto nada, de todos modos, porque el vapor sobre el agua era cada vez más denso.
     Recién al oír la chicharra y, después, la voz lejana y entrecortada de Lucho pude llorar. Los habían encontrado.
     -Nadaron hasta la costa – me decía. -Están bien.
     Juntamos leña y prendimos una fogata para esperarlos.
     A media tarde levantamos campamento bajo la llovizna. La vuelta en bote fue larga en un lago cada vez más agitado. Magda manejaba, con Nano al lado, envuelto en una manta. Los chicos iban a los saltos, felices, las olas les salpicaban la cara. Gritando en el viento, Titi exageraba una y otra vez el rescate. Adela se había sentado de espaldas a nosotros. Miraba la costa. No había abierto la boca, mientras tomaba té al lado del fuego, con el pelo que le chorreaba. Tampoco dijo nada cuando llegamos a casa. Le preparé un baño y se fue enseguida a la cama.
     Cuando bajé al comedor, a la mañana siguiente, la encontré levantada, con el teléfono en la mano, apenas más pálida que de costumbre. Me dijo que había adelantado la vuelta. Se iba esa misma tarde.
     Algunas nubes bajas y deshilachadas cubrían todavía la parte alta de los cerros, pero la tormenta había pasado. El sol entraba por la ventana.
     Lucho no volvió para el almuerzo.
     -Estoy harto- me había dicho antes de salir, - no quiero más estas historias en casa.
     Después de comer Adela y Titi fueron a sentarse al jardín, estuvieron un rato largo hablando, mientras los mellizos cazaban lagartijas y las metían en botellas de plástico. Yo los miraba desde la cocina. Cuando se hizo la hora, Titi cargó los bolsos en el auto y abrazó a la tía. Volvé pronto, le dijo.
     Hicimos el camino de ripio, calladas las dos, hasta el pueblo. Allí paramos. Adela quería comprar un dulce para Papá.
     En el desvío al aeropuerto le pedí que me contara.
     -¿Qué querés que te cuente?
     Le pregunté si se seguían viendo.
     No me contestó. Tenía la mirada fija en la ruta y con la uña del dedo grande se arrancaba el pellejo del pulgar.
      Recién cuando estuvimos cerca del aeropuerto dijo:
     -Fue raro. La luna roja.
     Me di vuelta para mirarla. La luz de la tarde le dibujaba una aureola alrededor del pelo.
     -El se durmió primero –dijo. – Al lado del fuego. Con la cabeza sobre mis rodillas. Yo también me dormí y cuando me desperté, amanecía. Estaba todo muy quieto. Quise ir al lago.
     -¿Al lago?-le pregunté.
     Se encogió de hombros.
     -Nano me dijo que estaba loca, pero igual salimos. Después se levantó viento.
     Sacó un pañuelo de papel de la guantera y se envolvió el dedo que había empezado a sangrarle.
     -Y en el bote, que pasó?
     -En el bote nada, - dijo.
     Y al rato:
     -Nada que vos puedas entender.
     Tiré el auto a la banquina y apagué el motor. Pensé en bajarme, sacarla del coche y sacudirla hasta hacerla llorar, como cuando éramos chicas y ella pasaba días sin hablarme. Pero me recosté sobre el volante, y me quedé con los ojos cerrados hasta que Adela dijo que iba a perder el avión.
     Levanté la cabeza y la miré. Ella estaba con la frente apoyada sobre la ventanilla.
     -Alguna vez te va a salir mal - le dije.
     Seguimos en silencio. El sol brillaba en las mesetas.
     -No te preocupes. No creo que vuelva a este lugar- me dijo cuando bajamos del auto.
     La acompañé hasta el mostrador. Después tomamos un café y hablamos de unos estudios que tenía que hacerse Papá: se estaba poniendo viejo.
     Cuando se embarcó, me senté frente al ventanal. Me quedé mirando la pista. El avión carreteó y se perdió en el cielo anaranjado. Era otro de esos atardeceres interminables del sur.

María Elena Spina
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