Con la intención de volver a circular por la senda del clasicismo tchaikovskiano, en 1934 el teatro Bolshoi de Moscú le encargó a Sergei Prokofiev el ballet Romeo y Julieta. Junto a Sergei Radlov, un director de teatro y ballet especialista en la obra de Shakespeare, el compositor trabajó en un libreto que en su primera versión se tomaba una osada libertad: los amantes no morían. La inmediata y fulminante reacción de los shakespearianos ultraortodoxos de Moscú forzó a ambos autores a ajustarse al original. Los problemas de la obra no terminaron allí. Los directores de ballet del teatro Kirov de Leningrado y del Bolshoi moscovita declararon que la música de Prokofiev era imposible de bailar. Su estreno quedó descartado, y la partitura circuló en las salas de concierto en forma de suites. Sólo cuando en 1938 el mundo pudo ver el ballet por primera vez en el teatro de la ciudad checoslovaca de Brno las autoridades soviéticas revisaron su decisión. Sin dejar de atravesar complicaciones y conflictos, Romeo y Julieta finalmente se estrenó dos años más tarde en el Kirov, con un éxito sensacional. A partir de allí la obra se difundió por todo el mundo. En 1978 se hizo una puesta en escena en el Teatro Imperial de Tokio. El público japonés quedó atónito al comprobar que el rol del padre de Romeo estaba a cargo de Hideo Itokawa, un bailarín de sesenta y cinco años que tenía el nada convencional antecedente de ser el padre del programa espacial del Japón.
Tras la Segunda Guerra Mundial se le prohibió al Japón fabricar en su territorio aeronaves, misiles y cohetes. Itokawa, un brillante ingeniero aeronáutico que había trabajado durante años en la Universidad de Tokio, tuvo que dejar de diseñar aviones. Se dedicó a estudiar ingeniería acústica y a crear máquinas electrónicas medicinales. Construyó la primera máquina de electroencefalogramas de su país, desarrolló técnicas de electronarcosis y llegó a diseñar un corazón artificial. Tan bien le fue con estas invenciones que en 1953 fue invitado por la Escuela de Medicina de la Universidad de Chicago para dictar una serie de conferencias sobre ellas. En ese viaje tomó conciencia de que la investigación aeroespacial era de fundamental importancia para el desarrollo tecnológico de los EE. UU. Regresó decidido a trabajar para que el Japón tuviera su propio programa espacial. La oportunidad llegó en 1955, cuando se levantaron todas las restricciones que pesaban sobre la industria aeronáutica japonesa. Itokawa y su equipo de trabajo actuaron con rapidez: ese mismo año lanzaron desde el campo de pruebas de Akita el pequeño Pencil, el primer cohete experimental nipón. Fue, podría decirse, el lápiz con el que el Japón comenzó a delinear un programa espacial que no dejó de crecer desde entonces. Pocos años más tarde se inauguró el centro espacial de Kagoshima y la Universidad de Tokio creó el Instituto de Ciencias Aeronáuticas y Espaciales, bajo la dirección de Itokawa. Se desarrollaron nuevos y mayores cohetes para impulsar proyectos de investigación científica, y en 1970 se puso en órbita el primer satélite artificial nipón, el Osumi. A fines del siglo XX Japón participaba activamente en el diseño y construcción de la actual Estación Espacial Internacional.
Tras la muerte de Itokawa en 1999 se bautizó con su nombre al asteroide 1998 SF 36. Cuatro años más tarde la Agencia Espacial Japonesa lanzó al espacio la nave Hayabusa rumbo al asteroide con el triple y ambicioso objetivo de cartografiarlo, posarse sobre su superficie y tomar muestras para traerlas de vuelta a la Tierra. Hayabusa llegó a su objetivo en 2005 y cumplió con su compleja misión. Tras cinco años de nerviosa espera una pequeña cápsula automática aterrizaba en el desierto australiano trayendo su preciosa carga de polvo extraterrestre. No fue casual que la nave encargada de posarse sobre la superficie de un asteroide que lleva el nombre de Itokawa se llamara Hayabusa. Fuertemente impresionado por el vuelo transatlántico en solitario de Charles Lindberg en 1927, Itokawa decidió a muy temprana edad que se dedicaría a construir aviones. Graduado de ingeniero aeronáutico en la Universidad Imperial de Tokio en los años treinta, se unió al equipo de trabajo de la firma Nakajima, una importante empresa constructora de aviones. Allí diseñó para el ejército el avión caza Ki-43 Hayabusa, Halcón Peregrino en japonés. Durante los meses finales de la Segunda Guerra Mundial el Hayabusa fue utilizado para llevar a cabo ataques kamikaze contra la flota de los EE. UU. Opuesto a la terrible idea de que un hombre volara un avión repleto de bombas hacia la muerte, Itokawa propuso rediseñar el Hayabusa como un avión-misil sin piloto para esta clase de misiones. Nadie escuchó su oferta.
La pasión de Itokawa no se limitó a los aviones y a la tecnología espacial. Amante de las artes, fue muy buen ejecutante de cello y violín. Durante años estudió los problemas de sonido de este último instrumento. El resultado de sus investigaciones fue el diseño de un violín con el que aspiraba a suprimir varias de las falencias de los violines tradicionales. Pero lo que adoraba sobre todo era la ópera y el ballet clásico, pasión que lo llevó, a los sesenta años, a tomar lecciones de danza. En los años setenta se lo pudo ver integrando coloridos cuerpos de ballet. Las revistas de actualidad publicaban fotografías del “Dr. Cohete”, como era apodado popularmente Itokawa, apoyado en una barra o haciendo algún pasé frente a un espejo. A diferencia de los antiguos directores del Kirov y del Bolshoi, Itokawa no vio ninguna dificultad en lanzarse al escenario para bailar Romeo y Julieta. ¿Habría interpretado a un Señor Montesco feliz por celebrar el matrimonio de su hijo Romeo con la hija de los Capuleto? Si fue capaz de imaginar, desde las ruinas del Japón de posguerra, un futuro para la exploración espacial de su país, resulta difícil saber qué lo hubiera detenido para salir a bailar la provocativa licencia que cerraba el libreto original de Prokofiev y Radlov.
Alcides Rodríguez,
Buenos Aires, EdM, Agosto 2013
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