A los 7 años Vladimir Nabokov (1889-1977) hizo su primer descubrimiento como escritor, supo que era un sinesteta. Oía colores en las palabras y hasta las mismas letras, según fueran pronunciadas en ruso, francés o inglés, le sugerían sensaciones táctiles y olores. El descubrimiento estaba asociado a otro, acaso más potente, y era que su madre fomentaba sus juegos sinestésicos y que ambos corrían una carrera de sorpresas. Mientras el hijo encontraba hallazgos de sensaciones, la madre no dejaba de sorprenderlo llenándolo de regalos novedosos. Era la única carrera en la que no importaba ganar sino desear con todas las fuerzas que no terminara nunca. Una mañana, convaleciente aún de una enfermedad infantil, el niño Nabokov, que ya había cumplido 9 años, se levantó de la cama para espiar a su madre desde la ventana. Quería ver hacia dónde se dirigía en busca del regalo especial que le había prometido. Desde lo alto del edificio, la vio subir al trineo tirado por un único caballo y la oyó arrobarse en su tapado de piel de foca entre el frío de San Petersburgo, mientras el lacayo se acomodaba el sombrero y sujetaba las riendas para ponerse en marcha.
El trineo siguió por la calle Morskaya en dirección a la avenida Nevsky, pero enseguida se detuvo en el negocio de Treumann. Qué cosa podría comprarle su madre en ese lugar donde sólo se vendían tintas, plumas y otros instrumentos aburridos para usar en los escritorios. La madre entró y salió muy rápido del negocio con las manos vacías, aunque detrás, sí, venía el lacayo con un regalo insignificante. ¿Podría ser que la sorpresa consistiera esta vez en una ausencia de sorpresa? Difícil que la desilusión le haya permitido pensar eso. Unos minutos después la madre volvió a sorprenderlo cuando entró al cuarto cargando en sus brazos extendidos un lápiz Faber con forma hexagonal perfecta. Pero lo extraño es que medía un metro con veinte centímetros de largo. Sí, lo había comprado en lo de Treumann. Pero entonces cómo él no lo había visto, o cómo creyó que el lacayo llevaba en su mano algo sin importancia. Nabokov estaba seguro de haber visto que se trataba de un lápiz, pero no entendía cómo había confundido las dimensiones. La madre evitó contarle cuanto él aprendería a saber años más tarde. Que en el negocio habían vacilado en venderle ese objeto publicitario que estaba en los escaparates. Que era la tercera vez que la madre iba a lo de Treuman y que en la segunda había cerrado el trato.
No era un lápiz que se pudiera usar por más que desde la punta emergiera una mina de grafito. Quizás la madre recurrió a ese regalo para demostrarle que las conexiones entre las cosas dependían exclusivamente de los individuos, igual que el juego de los sentidos, y acaso por esa razón Nabokov llegaría a entender que ese lápiz había sido un ejemplo perfecto de la poética del “arte por el arte” que se ufanaba en defender en sus textos.
La marca Faber gozaba de un enorme prestigio que había empezado a firmar con letra propia pero con idea ajena. En 1861 John Ebernard Faber (1822-1879) había fundado su empresa en Nueva York, pero tanto la invención como el modo de fabricar ese instrumento le pertenecían a otros individuos que no habían querido considerarlo una mera mercancía. Algunos creen que no es del todo casual que en aquel lugar donde estuvo la primera fábrica Faber se encuentre hoy el edificio de la Organización de Naciones Unidas. Otros prefieren considerar que la historia del lápiz arrastra desde sus orígenes un extraño carácter recursivo: cuando en el siglo XVII se encontró en Cumbria, Inglaterra, una enorme reserva de grafito, los pobladores notaron que podían usar ese material para marcar las ovejas, pero como el material era demasiado frágil decidieron recubrir los trozos de grafito con cuero de ovejas. El primer lápiz fue fabricado con piel de oveja y utilizado para contar ovejas.
Casi desde el principio, la empresa Faber tuvo otros emprendedores competidores, como la fábrica creada por Joseph Dixon en Massachusetts, lo que explica la necesidad publicitaria de aquel lápiz de un metro y veinte centímetros. Pero antes de aquel gesto descomunal del niño Nabokov, hubo otro lápiz desconcertante en la historia de la literatura, los dos lápices de carpintero con los que Flaubert (1821-1880) en 1877, según cuenta Julian Barnes, hacía graffitis políticos en sus viajes a Normandía. Gruesos lápices que no servían para marcar las páginas de sus libros, y mucho menos para escribir la novela que dejaría sabiamente inconclusa, Bouvard y Pecuchet, la historia de dos copistas que ansiaban transcribir los más diversos saberes del mundo.
El arte por el arte y dos lápices de carpintero, porque uno podía romperse o extraviarse y era preciso tener otro de repuesto para escribir sobre todas las cosas, incluso sobre las que se mueven. Apenas eran insultos lo que Flaubert anotaba con letra acelerada, no tenía ninguna intención de despacharse a contar ni buscar le mot juste, ponía esos dos lápices al servicio urgente de la rebeldía social. Hemingway (1899-1961), en cambio, dicen que contaba el número de los lápices a los que les sacaba punta mientras pergeñaba las notas como corresponsal en la Guerra Civil Española. Veintisiete lápices; sin duda esa costumbre era una manera de entrar en calor, afilar el lápiz para contar, para saber qué decir y qué guardar en la caja para su novela, Por quién doblan las campanas.
Hay diversos motivos para considerar fidedigno ese hábito preparatorio de Hemingway, el primero es que él mismo dejó sentado su fervor por las cuentas: contaba las palabras que escribía día a día en su máquina de escribir como una manera de controlar la constancia de su disciplina. Llegó a escribir el cuento más breve en lengua inglesa, sin alejarse ni un milímetro de su estilo, un relato construido con seis palabras contadas: “For Sale, Baby Shoes, Never Worn” (“En venta, zapatos de bebé, sin uso”). Toda su “teoría iceberg” estaba allí: la máxima economía para engendrar las mayores sugerencias.
¿La historia de un aborto o sólo una ironía porque los bebés no caminan y sus zapatos son inútiles? A Nabokov le habría gustado esa segunda posibilidad, se aproximaba al sentido en que entendía “el arte por el arte”, y en ese caso rescataría la pieza de Hemingway, uno de los escritores a quienes más detestaba en público. Resulta curioso pensar que Hemingway era también un bebé cuando la madre de Nabokov le regaló el enorme lápiz Faber. Y sin duda Hemingway apenas había aprendido a contar, mientras muy lejos de Illinois, Nabokov destruía el lápiz para comprobar si la mina sólo formaba parte de la utilería o si en verdad recorría a lo largo el interior del lápiz. Una interpretación se derivaría de eso, la de que el concepto del “arte por el arte” no puede desprenderse de una visión de uso.
Hemingway habría hecho lo mismo, pero al instante en que le regalaran el lápiz. Tal vez se trate sólo de una visión retrospectiva, es decir pensando en la desesperación que, como sostiene Anthony Burguess, le fue carcomiendo la vida al acercarse a la vejez. Contar las palabras que escribía era una manera de controlar hasta qué punto seguía siendo el hombre viril que había inventado en su propio mito. O si su cuerpo se había convertido en un lápiz vacío, sin sangre potente con la que escribir. Y allí donde no encontró nada, en un día agobiante de verano, se hundió una escopeta en la boca y apretó el gatillo.
El lápiz Faber de Nabokov contenía la mina de un extremo a otro, una perfecta demostración del “arte por el arte”: podía usarse pero eso era menospreciar sus posibilidades. La conquista del niño Nabokov se convirtió enseguida en una letanía, ya no tenía consigo lo que no servía para nada, ya no servía para nada lo que ya ni siquiera tenía consigo; y así hasta que cada cosa se transformaba en otra.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, agosto 2013
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3 comentarios:
Un lápiz enorme e inútil que sin embargo tiene todo lo que debe tener para marcar el mundo. Como siempre: profundo y preciso. Hermoso texto, Miguel. Elsa Drucaroff.
Muchas gracias, Elsa.
Miguel
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