No viene mal empezar recordando que nuestro mundo está hecho de palabras. Así empieza Bárbara Jelen Otras puertas: deja claro que entre lo inexpresable y lo ya dicho solo está, en el principio, el verbo, que “pone/en funcionamiento el mundo/lo cambia crea y transforma”. Pero las palabras hacen el mundo no en su formalidad, en su abstracción, sino en su concreción más inmediata, la del mundo y la de las palabras. “¿El mar/sería lo que es/si no fuera “mar”?/¿Modifican en algo su esencia/la m/la a/la r/que conforman su nombre/que lo delimitan/que dicen ‘de acá/hasta acá’/esto es mar?” Sin embargo, también una pregunta puede dormir “como un perro o un niño/en el medio de nosotros”. Para que la palabra no se suicide, ni ser testigo de su muerte, hay que, según Jelen, sostenerle la patita, acicalarle el lomo, perfumarle las muñecas.
Pero el mundo ya “también/es un verbo”. Y un verbo es, “a la vez/la acción/el hecho. /El verbo que se vuelve cosa/la cosa que se vuelve en sí misma”. Pero esta concreción de la palabra no nos pone, sin embargo, ante una totalidad que se contenga a sí misma: “a la vez/no cabe por completo”. Pero, “¿es el mundo que no entra en el verbo/o es el verbo que no entra en el mundo?”
En cada poema de este libro vamos a asistir, entonces, a una “puesta en escena” hecha con palabras, pero ¿de qué? Vamos a usar una palabra provisoria para nombrar aquello que “no cabe por completo”: una ‘existencia singular’. “Tirito. /La noche empequeñece lejos/rodeada de silencios/las palabras me cubren/sábanas opacas espesas mullidas/me preguntan y yo no tengo/vergüenza de decirles/no sé/palabritas/no sé”. La opacidad, el espesor, la densidad del lenguaje y el mundo encierran ya una pregunta por el poema: “palabritas” enmarcadas por un “no sé” doble. Buena definición. Sin embargo, “una definición” es “algo que puedo/tomar por las astas /y así/sacarme un peso de encima./Y sin embargo/eso no es eso/porque siempre/quedan/retazos/en el aire”. Decir palabritas no dichas, indefinidas, sin saber muy bien qué quieren decir precisamente porque se hacen cargo de esos retazos, de esos restos. El poema sobre el mar que citamos antes se pregunta: “¿y el resto?/¿y todo lo que queda por los costados?/¿y todo lo sustancialmente incomprensible?”.
Hay una singularidad que se sustrae al mundo ya dicho, cubierto de lenguaje de pared a pared. ¿Seré yo? No lo sé, no se sabe. Es un yo que sabe que nació pero no puede decir, en efecto, “me acuerdo cuando nací”. Aunque, por supuesto, lleva marcas, en el cuerpo fundamentalmente. Pero ¿quién habla? ¿Quién es ese yo? ¿Es la poeta? ¿Soy yo? ¿O será ese mismo poema recién nacido al que hay que “darle de comer en la boca”? No se sabe.
“Tengo que salir de la duda”, entonces. “Salir de la duda: de ese/vaivén peligroso/de esta eterna indecisión” y, otra vez, “tomar/el toro por las astas/¿hasta dónde?/Hasta donde me den los brazos/y las piernas/y los músculos que laten/en el medio del cuerpo/hasta lo último/porque ahí/en lo último/está/la posibilidad”.
“Hablo con el cuerpo”, dice el poema. Pero “no con las manos/ni con la boca/ni con/lo imposible”, incluso. Estos poemas no hacen del cuerpo un fetiche poético, ni siquiera para pretender encarnar en él alguna figura más o menos trillada de lo imposible que excede el concepto, el pensamiento, la palabra. Por el contrario, “sílaba a sílaba/pronuncio la piel/para solventar/sus heridas y cicatrices/sus suturas insalvables”. En efecto, “gracias a la piel/hay algo real en el cuerpo/que nos saca la duda/en medio de todos/esos códigos indescifrables” de los que está hecho el mundo. Pero la piel es también algo ya marcado, ya escrito, aunque cicatrizado; no es el límite de la palabra, lo que radicalmente no puede ser dicho. Por el contrario, el cuerpo es posibilidad. ¿De qué? De entrar, pero ¿dónde? “La puerta estaba abierta y yo/tenía dos piernas/y también/las ansias de más/de otra cosa/de otra posibilidad para las cosas/de temblar de miedo y de profundo./Detrás de la puerta había otra puerta/y había después/una escalera/que no bajaba ni subía/sino que giraba/eternamente/en todas direcciones/quebrándose y volviéndose otra más/desprendida/de la punta de la primera/como una línea quebrada/en partes iguales./Y al final de la escalera/un puente hacia todos lados/que me llevaba/de un punto a otro/de mi propio cuerpo”. La tragicidad de la parábola kafkiana “Ante la ley”, de esa puerta de la ley abierta solo para uno, de esa versión agónica del encuentro entre norma y singularidad, se solventa en un cuerpo que puede entrar e ir “hacia todos lados”, aunque al hacerlo no salga de “mi propio cuerpo”. El cuerpo puede ser también el mar, y está claro que nunca nos bañamos dos veces en el mismo mar, como parece que dijo, aproximadamente, Heráclito.
Las otras puertas a las que entramos para sacarnos la duda son las que en el poema hacen aparecer los retazos todavía posibles de un mundo en que está todo dicho. Pero esas puertas no nos llevan a otra parte. Están en el medio de la cotidianidad aparentemente más banal: la de la casa, las plantitas, las llaves perdidas, la orden del médico encontrada en su lugar, la heladera y otros electrodomésticos, las sábanas, un fondo de pantalla, la plaza, el futing, el cuerpo y hasta “la lamparita de bajo consumo/que compramos una vez en el chino de la esquina”. Pero hay una distancia, un resto, y ahí se aloja el poema, haciéndose preguntas como esta: “¿Cómo es posible no encontrar/lo que se tiene a mano/en la punta/de la lengua?”
Quizás solo haya que mirar al sol –ese astro que nos acompaña desde que nacimos pero al que no podemos mirar a la cara– para hacer el poema más cargado de metáforas –con un comienzo casi gongorino– de este libro, que es el que además lo cierra. El lenguaje tiene dos posibilidades: cubrir de palabras representativas ese límite de la experiencia, formalizarlo, “nombrarte/para sentirte menos imposible/para informar/sobre tus/propiedades y beneficios tus/necesidades y tus/límites”; o bien interpelar amistosamente a ese compañero consecuente: “existen también/los que te buscan para decirte:/hola sol/cómo andás/qué bueno que viniste”. Los poemas de Bárbara Jelen se parecen mucho a este saludo coloquial y amoroso –pero que no por eso renuncia a la figura poética y a la interrogación filosófica– a un sol al que no se puede mirar a los ojos con los ojos. Entonces, “los cierro y así/sólo así/te veo con claridad”.
Marcelo Topuzian
Buenos Aires, EdM, julio 2013
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario