El domingo a la noche recibí un mail de mi amigo Pablo, era un link a un video de You Tube del tema Perfect Day. En realidad era una imagen estática de Lou Reed, uno de sus muchos retratos conocidos, sobre la que corría el audio del tema. El lunes a la tarde lo escuché con mi hijo más chico y la canción cobró un significado nuevo para mí, pero tan poderoso como el que, dicen muchos, originó su composición. Perfect day es el Spleen del yonqui, una balada amniótica que me recuerda mucho a Chet Baker, jazz de heroinómanos blancos. Es sobre el ambular extático de un chico colocado, sobre una experiencia vacua iluminada por el arrullo de la madre de todas las drogas: la que suprime el dolor y estimula el placer, la que potencia aquello que nuestro cerebro egoísta produce en una dosis y con una frecuencia lastimosa, las endorfinas.
La evolución nos dotó de un cerebro poderoso y un cuerpo, comparativamente, frágil. A diferencia de la mayoría de las especies, nuestra supervivencia esta atada a la permanencia de la cría junto a los progenitores (o los padres adoptivos) durante el largo período que requiere este enorme cerebro y este frágil cuerpo en madurar y desarrollar las habilidades psicomotoras básicas. Podría decirse que para que la especie sobreviva era necesario que la felicidad se prolongara más allá del coito y la gestación, así que la naturaleza nos dotó de esta suerte de chute gratis que se libera frente a la presencia y el contacto del pequeño hijo. Es tan efectivo el mecanismo que la necesidad de presencia constante de un hijo puede hasta resultar adictiva, sobretodo cuando las condiciones medioambientales son adversas. No creo que sea sólo una cuestión sociocultural el hecho de que en las poblaciones más postergadas, o que moran en ambientes hostiles, las tasas de natalidad sean las más altas. Esta estrategia de la naturaleza sirve para contrarrestar el alto índice de mortandad que existe en ese tipo de entornos, pero el motor inconsciente de esa conducta, creo, radica en la acuciante necesidad física de una felicidad neuroquímica que, cuando todas las demás fuentes naturales no están disponibles (buena alimentación, pensamientos positivos, descanso adecuado, ejercicio físico), la sola presencia de un hijo pequeño puede desencadenar.
Es una fuente poderosa y primal de bienestar capaz de sustraernos del bajón de un lunes, posterior al aciago domingo en el que nos enteramos que otro gran poeta se había fundido con la eternidad. Por suerte, antes de irse nos dejó un bello antídoto para tanta tristeza, una canción perfecta para escuchar abrazado a tu hijito de dos años mientras te acunás muy suavemente -un bamboleo hipnótico casi-, en la butaca que compartimos, frente a la pantalla de la compu desde la que nos mira el bueno de Lou, con la seriedad de aquellos que supieron volver del infierno, y nos canta:
Just a perfect day;
you make me forget myself.
I thought I was someone else
.....someone good.
Oh, it's such a perfect day,
I'm glad I spent it with you.
Oh, such a perfect day,
you just keep me hangin' on. (1)
Buen viaje, Lou.
Germán Maggiori
Buenos Aires, EdM, octubre 2013
(1) Sencillamente un día perfecto/ me hiciste olvidar de mí mismo./ Pensé que era algún otro/…alguien bueno./ Oh, es un día tan perfecto/ estoy contento de haberlo pasado con vos./ Oh, qué día tan perfecto/ solo vos seguís teniéndome en pie.
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