APUNTES

Punch, por Julián Fernández Mouján



La cámara se mueve de izquierda a derecha y vemos un mar entre palmeras. Un cuarto con ventanas hasta el piso, de esas que se corren de lado a lado, y un balcón con la baranda a la altura de la cintura. No está el piso y la cama es de sábanas blancas. Desde los zapatos llegamos hasta las cabezas de dos cuerpos acostados. Con la luz que entra desde afuera nos entrometemos en la intimidad de una pareja que se besa y se dice cosas: “I’m looking at your face and I just wanna smash it with a sledge hammer”. Barry Egan no puede contenerse, como un adicto. Todavía con su traje azul Superman puesto, el tipo empieza a transformarse en un superhéroe. Debajo de él está Lena Leonard. Rubia, pelo corto y camisa blanca arremangada hasta los codos.
El cuarto de hotel es el lugar más impersonal que el director pudo encontrar. La atención está en ellos dos y nada debe desviarla. Podemos verlos a partir del tórax. La escena solo puede ser de perfil. ¿Cómo participar si no es desde afuera? Nadie encontró la manera de formar parte de una escena de amor sin salirse del lugar de alguien que no tiene más remedio que contemplar los que los actores interpretan, o viven. La opción de la cámara subjetiva no hubiese logrado el mismo efecto.
     Hace unos minutos, Barry y Lena se reencontraron y se besaron –ahí los vimos de cuerpo entero– como dos sombras inmunes al mundo exterior. Un mundo que transcurría a otra velocidad y no puede tocarlos. Ahora pasamos, nos invitan, los acompañamos, a la cama y a este plano medio. Tenemos que escuchar lo que se dicen, nada se mueve salvo sus bocas, por turnos.
     Barry es un tipo especial. Un hombre tímido pero siempre en carne viva, obsesivo pero caótico. Pelo negro y cortado al ras, la vida de Barry consiste en reprimir sus deseos de vomitarlo todo para no decir demasiado. Una persona que no sabe ir de a poco porque no hace lo que se espera de él, o porque no sabe lo que se espera de alguien, o porque en el fondo no le importa. (Quizá nunca se lo preguntó.) Sobretodo si es con una mujer. No pasa en cualquier vida que uno tenga siete hermanas.
Después de disculparse (siempre hay que disculparse) por no haberse afeitado y mientras Lena pasa sus brazos –de camisa blanca– desde el cuello hasta los hombros, él se lo dice. “Miro tu cara y solo quiero reventarla con un martillo”. Están a pocos centímetros uno del otro y él no amaga con sacarle los ojos de encima.
     Estar a tan poca distancia de algo tan hermoso es motivo suficiente para destruirlo completamente. La posibilidad única de romper algo tan perfecto por el hecho insostenible de haberlo ansiado con locura y finalmente conseguir tenerlo enfrente. Romperle la cara a una mujer con el sencillo, contundente e inexplicable argumento del deseo. ¿Por qué no destrozar una cara? Un acto egoísta para buscar la salida a una situación sofocante. Una satisfacción tan enorme que asfixia y solo lleva a la desesperación y la urgencia por escapar.
     Entre el azul y el blanco la escena pide un rojo. El color hay que fabricarlo, hay que construirlo en milésimas de segundos para llenar el cuadro incompleto. La imagen pide vísceras. Una cara reventada contra la almohada, totalmente inerte y recibiendo cada golpe de martillo sin oponer resistencia. Los ojos salidos de lugar, la nariz quebrada y algunos pedazos de dientes repartidos en una piel machucada. Las manchas las adivinamos de un rojo intenso, casi bordó. Toda la impotencia contra el mundo se condensan en la empuñadura furiosa de una herramienta. Nadie es dueño de nada. Tampoco deberían serlo los demás. La única manera de tener cierto poder sobre lo que está pasando es intervenirlo y actuar: reventar esa cara contra la almohada. No hay manera de que alguien escuche el crimen. La gente está en la playa, tomando un trago –tal vez– y simulando un bienestar formando parte de un paisaje. Ella no va a reaccionar. Es solo una cuestión de segundos y esa mochila pesada desaparece de nuestras espaldas. No importa el después.
     Sin sacarle los ojos de encima, ella tarda un par de segundos en contestar. No lo piensa ni una milésima, moja los labios y le dice que “le masticaría los ojos”, que “los comería y los chuparía”. Barry respira hondo y asiente con la cabeza. Solo atina a decir “ok, this is funny”, y no sabemos si por “funny” está queriendo decir gracioso, increíble, una mierda o todo junto. Imposible traducirlo.

Julián Fernández Mouján
Buenos Aires, EdM, noviembre 2013
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