APUNTES

No hay más lugar para cínicos: tortura y rock, por Miguel Vitagliano



Los helicópteros vuelan hacia una aldea del Vietcong para bombardearla. De los altoparlantes adosados a sus carlingas se expande una música, “La Cabalgata de las Walkirias” de Wagner, el canto de las guerreras que protegen la morada de los dioses. Difícil olvidar esa escena de Apocalipsis Now (1979) y al artífice del ataque, el teniente coronel Kilgore con su sombrero de la caballería americana, convencido de que está librando una guerra de película contra “los pieles rojas”. Para él, todos esos otros son iguales. Francis Ford Coppola decidió que la música de Wagner se oyera potente también en las butacas de los cines, tanto como la de Hendrix y la voz de Jim Morrison cantando al comienzo, entre explosiones, This is the end / My only friend, the end/ Of our elaborate plans… La película era una crítica al cinismo del colonialismo en sus distintas facetas, y una ironía sobre su avance imperial en la sensibilidad colectiva.

    En La conversación (1974) Coppola había tematizado la problemática del sonido llevando hasta el delirio la paranoia de un espía que grababa vidas ajenas, pero en Apocalipsis Now convirtió la materia sonora en principio formal creando una nueva especialidad, el diseño sonoro: combinaciones de sonidos naturales con otros producidos por sintetizadores, inversiones de cintas y sobregrabaciones. El objetivo era construir una nueva naturalidad de lo real. Diez años después del estreno de la película, la realidad emuló el artificio técnico durante la invasión de EE.UU. a Panamá: como Noriega se refugió en la embajada del Vaticano, los marines decidieron bombardearla con rock pesado a todo volumen durante quince días hasta ensordecer, diplomáticamente, a los anfitriones desobedientes. Una copia perfecta del teniente coronel de los helicópteros. Y una auténtica realización del cinismo en la nueva etapa del capitalismo que, como escribía Fredric Jameson en esos años, se había lanzado a convertir en mercancía la espiritualidad subjetiva. Para ampliar el horizonte de la oferta, el capitalismo necesitaba hacer mercancía de la sensibilidad, traficar con las percepciones y adoctrinar al deseo para una nueva cadena de objetos. Un redoble del cinismo: ya no se trataba de decir lo mismo y lo opuesto a la vez, la novedad era celebrar lo nefasto como si se festejara un nacimiento. ¿Para qué entonces seguir desprestigiando la estupidez en vez de enarbolarla como un derroche de sinceridad? Vivimos en un tiempo cínico. La musicóloga Suzanne Cusick sostiene que desde 1997 distintos contratistas empleados por el Departamento de Defensa de EE.UU. han comenzado a desarrollar “armas acústicas” (ver). Primero fueron unas ondas de infransonido que podían ser letales, luego, en 1999, la compañía Maxwell Technologies inventó un aparato que producía un sonido de alta precisión (HSS) que servía “para controlar multitudes hostiles o neutralizar secuestradores”, así se lo define en Defense Update, una “publicación dedicada a las novedades y los avances de tecnología de defensa desde 1978”. La descripción del uso posible de HSS identifica a “multitudes hostiles” con “secuestradores” –¿hostiles para quién, desde qué parámetros?-, y deja implícito que sólo los disuadidos por HSS conocerán sus efectos, el resto continuará su rutina sin advertirlo y sin mácula.
    Manos limpias para un mundo entregado al automatismo. La apuesta quedó redoblada apenas se conocieron las primeras denuncias sobre un nuevo tipo de tortura utilizada en la base estadounidense de Guantánamo, convertida en centro de detención para terroristas luego del 11-9 y la invasión a Afganistán. Un informe de la BBC (mayo de 2003) denunció que los prisioneros eran aturdidos durante varios días con una extraña mezcla sonora: rock pesado de Metallica y canciones infantiles de Barney, el dinosaurio, sumados a los vejámenes que sacaban provecho de las diferencias culturales. El condimento cínico consistía en mofarse de la tortura. Por eso el rock de Metallica, los rap de Eminem o Dr. Dre eran combinados con canciones de Barney o Christina Aguilera, cuanto más inocentes y románticas mejor. La reacción de Metallica fue mucho más que desafortunada: “Durante años torturamos a nuestros padres, esposas y amigos con nuestra música, ¿por qué tendría que ser distinto con los iraquíes?” El rock igualaba al sistema, y siendo tanto o más cínico que Kilgore en Apocalipsis Now. Que más tarde Metallica se arrepintiera de lo dicho, ¿modificaba realmente las cosas o era parte del mismo juego? ¿Habrían dicho lo mismo en caso de que los torturados fuesen WASP; es decir, blancos, anglosajones y protestantes?
    Pocas semanas atrás la banda canadiense de rock industrial Skinny Puppy hizo oír su propia voz al enterarse de que en la base de Guantánamo se utilizaba su música como material de tortura. Su música y también la de Britney Spears y las canciones del programa infantil Plaza Sésamo. El tecladista Cevin Key informó a la cadena CTV News que no sólo estaban en contra de que se utilizara su música como una arma contra alguien sino que lo hicieran sin su consentimiento, así que presentaron una factura por “royalties” al Ejército Estadounidense de 666.000 dólares (The Guardian, 7-II-14; Página 12, 16-II-14). El detalle “diabólico” de la cifra intentaba resaltar la muestra del desprecio sutil por parte de la banda. Pero no lo conseguía, porque lo que hacía, en definitiva, era ponerle precio a la muestra de su desprecio. Responderle al cinismo con más cinismo es no dejar de alimentarlo. Después se podrá discutir cómo interpretar que los músicos de ruptura anden poniendo por delante de todo “los derechos de autor” o lo que concierne a las funciones del arte. Pero no hay ni un solo lugar para el cinismo, ni un mínimo resquicio.
   Coda Argentina. En la película Los traidores (1973) de Raimundo Gleyzer (1941-desaparecido en 1976) los verdugos suben el volumen de una radio en una escena de tortura y se escucha Postcrucifixión de Pescado Rabioso: Abrazame, madre del dolor,/nunca estuve tan lejos de mi cuerpo. Eran otros tiempos: el volumen al máximo tapaba los gritos. Lo extraño es por qué Gleyzer usó para esa escena tan realista una música que rara vez en esos años se oía en la radio. ¿Buscaba que la letra subrayara lo que ya se veía o ponía en evidencia el desencuentro que su generación mantenía con esa nueva música argentina?

Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, febrero 2014
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3 comentarios:

juan leberchundi dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

querido Miguel , el artículo es como todo lo que escribis , y desde hace años para mi , inspirador, la única cuestión que me hace un poquito de ruido es que. parecería sugerirse que Walter Murch , el diseñador de Apocalypse , inventa su oficio . yo diría que existe el diseño desde que el cine es sonoro. Y que Murch siendo una especie de Bach dlel diseño sonoro, sin duda lo lleva a una cumbre que estableció estándares que hasta ahora som referencia. Pero creo que desde alguien elige silenciar un sonido o sustituir un sonido por otro hay diseño .
la otra cuestión que me preocupa es si los otros usos de la música , los bien vistos y los aceptados no tienen tambien una dimensión de opresión. Recuerdo el famoso La musique est dangereuse de Paul Nougé , el surrealista belga que recomendaba aprender a cuidarse de la música. un abrazo , Jorge

MV dijo...

Querido Jorge: Estoy de acuerdo con lo que decís con respecto al "diseño de sonido", es cierto, no lo tuve en cuenta. ¿Será que existen "modos de oír" así como hay "modos de ver y leer"? Como músico, vos pudiste escuchar en la lectura del texto lo que yo no pude leer en la música. Muchas gracias, como siempre! Un abrazo, Miguel

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