APUNTES

Ramón Gómez de la Serna y Voltaire: relativismo y sustracción, por Pablo Luzuriaga


“La sentencia de muerte no tendrá el carácter aflictivo que hoy tiene. El sentenciado entrará en la invisibilidad con sólo aplicarle el medio microátomo.” (Una afirmación de don Alfredo, en “El dueño del átomo” de Ramón Gómez de la Serna).



Mucho antes que Alan Moore inventara al Dr. Manhattan (1987); el superhéroe impasible de la historieta Watchman usado como virtual amenaza atómica para salvar a la humanidad de su inminente autodestrucción; antes, incluso, que la guerra fría y, también, que el propio proyecto Manhattan que administró las bombas de Hiroshima y Nagasaki; previo a todo aquello, la destrucción nuclear fue una idea. Tras el ascenso de Hitler al poder, en 1933, Leó Szilárd imaginó, en su exilio londinense, la reacción nuclear en cadena. Pero no apareció en la mente del científico húngaro, que luego se trasladaría a Estados Unidos y participaría del proyecto en Los Alamos (Nuevo México), sino hasta que la leyó en una novela: La liberación mundial (1913) de H. G. Wells. En ella, el profético escritor inglés, anticipa las bombas atómicas y predice el uso político de su destrucción como amenaza. Es poco probable que Leó Szilárd haya leído, en cambio, otra profecía nuclear: “El dueño del átomo”, un relato escrito, en 1928, por el inclasificable Ramón Gómez de la Serna (ver sobre Ramón en EdM).

       Al igual que Wells, Ramón vincula la energía atómica con el poder político. En su relato, cuenta la historia de don Alfredo, el científico que después de años de trabajo logra “conquistar al átomo” y cumplir así el sueño de grandeza prometido a su esposa, doña Angela. En la intimidad, luego de la la boda, le dice “con sigilo de secreto”: “Te casas con un hombre riquísimo…Si yo logro como espero dominar el átomo seré el amo del mundo…La dote que yo aporto al matrimonio puede ser fabulosa” (p. 21). Angela, que nada sabía de física, se imaginaba al átomo como a un duende pequeño que don Alfredo metía en el bolsillo al que podía preguntarle lo que quisiera. Lo interroga, preocupada porque don Alfredo pudiera perder ese tesoro y él responde que una vez que encuentre la fórmula que busca, todo va a estar resuelto, porque lo que busca “no es un átomo, ni la mitad de un átomo, sino algo mucho más pequeño, sólo la mitad de su corazón” (p. 24).
      En “El dueño del átomo”, Ramón Gómez de la Serna anticipa por una década a la fisión nuclear. El núcleo del átomo fue dividido en 1938 por Otto Hahn y Fritz Strassmann. Don Alfredo, el personaje de este cuento, lleva a cabo su trabajo seis años antes de la muerte de Marie Curie a consecuencia de las radiaciones. Práxedes y don Martín, son los amigos del científico. Uno “francote”, “sonoro” y “cordialote”, medio bruto pero amigo de la infancia. El otro, oceanógrafo de profesión, es descrito en estos términos: “Hombre bueno (don Martin) como salido de otro elemento que el de los hombres secos, brillaba en su fisionomía el copioso fósforo asimilado en sus divagaciones bajo las aguas condimentadas como especial sopa de pescado preparada por el gran cocinero celestial.” (p. 27). Don Martín estudiaba el fondo del mar, creía que allí podrían estar las respuestas de la tierra. Por último, en el círculo íntimo de don Alfredo está Silvio, su aprendiz. Aparece, también, el sabio Bhonov a quien se describe como “el inventor de la aislación del electrón inicial”. La fisión nuclear y la determinación de las partículas subatómicas serían dos problemas centrales en la física, a lo largo del siglo XX.
      Las investigaciones de don Alfredo lo llevan a crear la “más avanzada microbalanza” y a adquirir los relojes “más solemnes y cardenalicios”. A Silvio, su discípulo, el confidente de sus secretos científicos, llega a decirle que entre otras maravillas el átomo tiene un “agujerito por el que se lo ve todo”. “El agujerito del átomo da a las vidas a que estuvo amalgamado el átomo en el pasado…Sólo por ese agujerito se verán los infinitos ascendientes de cada uno.” (p. 30). “El dueño del átomo” posee aquello que los místicos quieren expresar, “el infinito Aleph” imposible de abarcar con la memoria. Pero la búsqueda de don Alfredo es “limitar bien el último corazón del átomo y darle un corte…”:

“De esa disociación [dice] depende una especie de poder terrible que conseguiré. No sé aún de qué naturaleza, pero sí que será imponente. Me contento con esa división, ya que aislar el núcleo esencial del átomo es por ahora algo imposible de intentar…¡Ah, el día que se alcance esa última esencia! Será el día supremo del mundo, porque ese corazón del electrón central hablará…Sí, hablará en un lenguaje sintético, tipo Morse, del que habrá que encontrar la clave, cosa fácil por su pura perfección… Ese átomo desenlazado será como el verbo de la creación y contará la historia de los mundos… Ya no habrá que preguntar el secreto a las grandes esfinges, más vanas cuanto más grandes…” (pp. 30 y 31)

Pero si acaso, de haberse topado con esta otra anticipación de su idea, a Leó Szilárd, el “inventor de la reacción en cadena”, no le quedara clara la idea; don Alfredo, más adelante, cuando le pregunta qué va a hacer con ese átomo partido, responde a su joven aprendiz: “Si lo consigo seré poderoso y usted también pues no habrá fuerza destructora más formidable que ese medio microátomo”. Quizás, si Roosevelt hubiese leído este cuento de Ramón Gómez de la Serna, no hubiera necesitado una carta de Einstein para creer los dichos de Szilárd y hubiese ganado unos días más a los nazis.

¿Ramón es un profeta? La irracionalidad de la profecía para el entendimiento histórico le sienta muy bien al espíritu surrealista, Ramón bien podría llevar esa mochila. Pero lo cierto es que de este modo H. G. Wells sería un surrealista avant la lettre y en este tipo de afirmaciones no vale la pena insistir. También es cierto que al surrealismo no es difícil encontrarle expresiones avant la lettre. El Nostradamus español, adelantado apenas un par de décadas a los acontecimientos, una figura de escritor un tanto complaciente. En las primeras décadas del siglo XX, como sostiene Alan Badiou, las imágenes de la sustracción y la destrucción se repiten en distintas obras. En El Siglo, el filósofo francés propone al distanciamiento como un axioma del arte. Si aquello que pensamos como ruptura en las vanguardias lo pensamos como distancia, el resultado en vez de ser la destrucción sería la sustracción. Frente al problema de identidad entre lo real y su semblante (“el rostro y la máscara, la desnudez y el travestismo”), el arte del siglo responde con sustracción, el ejemplo que propone Badiou es el del Cuadro blanco sobre blanco de Malevich.



En este cuento de Ramón, la figura de la sustracción aparece en la superficie. Silvio, el aprendiz, anticipa el peligro. Don Alfredo le explica el procedimiento:

“Cuando yo consiga esa división, según mi misterioso procedimiento de guillotinar el electrón del centro del átomo, procuraré aislar una mitad y dejaré libre la otra… Ya verá usted ese día disolverse todo lo que esa mitad del alma central del átomo encuentre a su paso…Disolverá tan de prisa y tan sutilmente las cosas que entrarán en lo invisible como por encantamiento…Figúrese usted, que disociará en átomos lo que vaya tropezando, disolviendo la multitud de átomos que componen cada cosa como individuo proceloso que en una muchedumbre buscase a su cara mitad…” (p. 32)

Cuando pregunta qué es lo que quiere hacer con el medio micro-átomo, con el átomo partido, busca advertirlo por el peligro que prevé. Don Alfredo responde:

“— ¡Pero ese medio microátomo puede disgregar el mundo! —dijo el discípulo saliendo de su pavor.
— Podría acabar con el gran cáncer del terráqueo…Pero yo cortaré la destrucción, cortando la aislación de ese medio microátomo disolvente con otro medio microátomo de socorro y provocando la unión instantánea de las dos mitades, como en un disparo de dos balas contrarias que se fundiesen al encontrarse y cayesen en quieta lágrima de plomo.” (p. 34)

A partir de aquí es fácil anticipar el destino de este entrañable científico, su joven aprendiz, el círculo más íntimo y la realidad completa de su mundo. Algo pasa cuando por fin logra su cometido y ese segundo átomo de socorro no llega y el cuento se cierra en una descripción que se “disgrega”. Como el Cuadro blanco… la representación se sustrae.

En este cuento surrealista de ciencia ficción, la realidad entra en la invisibilidad de la sustracción absoluta a través de un procedimiento científico donde se manipulan los átomos. Modernismo y bomba atómica. Alfredo estudia lo esencial, su amigo Martín, el oceanógrafo, lo “caudaloso”. El carácter de ficción científica anticipada lo comparte con otro cuento al que se le adjudica, al mismo tiempo, ser un cuento “filosófico”: “Micromegas” de Voltaire, escrito en 1752.

El señor don Micromegas, habitante de uno de los planetas que giran alrededor de la estrella Sirio, mide ocho leguas de alto. La circunferencia de su planeta es veintiún millones seiscientos mil veces más grande que la de la tierra. Siendo muy joven, con apenas doscientos cincuenta millones de años, cuando era “estudiante en el colegio de jesuitas de su planeta”, adivinó más de cincuenta proposiciones de Euclides. Se volvió sabio, escribió un libro acerca de si la forma substancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles que no gustó en su planeta y fue desterrado. Los siguientes ochocientos años se dedicó a viajar de planeta en planeta, hasta que llegó a Saturno. Su conocimiento sobre las leyes de la gravitación le permite a Micromegas saltar de un cometa al otro, montado en un rayo de sol. Saturno, más grande unas novecientas veces que la tierra, está habitada, en este cuento de Voltaire, por saturninos de unas “dos mil varas de altura”, enanos para Micromegas. Así y todo, luego de registrar que se trataba de hombres de razón, se hizo amigo del secretario de la academia de Saturno, “hombre de mucho talento, que a la verdad nada había inventado, pero que daba muy lindamente cuenta de las invenciones de los demás”. Juntos mantienen una extensa charla filosófica sobre las diferencias de sus respectivos planetas y deciden entonces emprender un corto viaje filosófico. No sin que la esposa del secretario se quejara, partieron los dos sabios. Primero anduvieron de luna en luna, hasta que pasó un cometa y “se tiraron a él con sus sirvientes y sus instrumentos”. Se detuvieron en Júpiter durante un año y luego partieron otra vez. Cuando pasaron por Marte les pareció tan chico que temieron no encontrar posada cómoda y siguieron hasta el siguiente planeta. Encontraron una aureola boreal a mano y se metieron dentro, bajaron a la tierra en la orilla septentrional del mar Báltico, el 5 de julio de 1737.
      Después de mucho buscar, gracias a unos telescopios que les sirvieron de microscopio lograron percibir que había vida en la tierra.

“Al cabo vio el morador de Saturno una cosa imperceptible que se meneaba entre dos aguas en el mar Báltico, y era una ballena: púsola bonitamente encima del dedo, y colocándola en la uña del pulgar, se la enseñó al Sirio, que por segunda vez se echó a reír de la enorme pequeñez de los moradores de nuestro globo. Convencido el Saturnino de que estaba habitado nuestro mundo, se imaginó luego que solo por ballenas lo estaba; y como era gran discurridor, quiso adivinar de dónde venía el movimiento a un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío. Micromegas no sabía qué pensar; más habiendo examinado con mucha paciencia al animal, sacó de su examen que no podía residir un alma en cuerpo tan chico. Inclinábanse pues nuestros dos caminantes a creer que no hay razón en nuestra habitación, cuando, con el auxilio del microscopio, distinguieron otro bulto más grueso que una ballena, que en el mar Báltico andaba fluctuando.”

Ese otro bulto era el barco de una “banda de filósofos” que volvía del círculo polar donde habían ido a hacer “observaciones en que nadie hasta entonces había pensado”. Micromegas levanta el barco y al rato siente un pequeño cosquilleo en la palma de su mano. Los filósofos que salieron de la embarcación, creyendo que un tornado los había arrastrado, estaban pinchando la piel de Micromegas con sus arpones. Con el microscopio pudo verlos y llegó a distinguir que esos “átomos” hablaban. Micromegas, entonces, sacó unas tijeras y con lo que cortó de sus uñas hizo una suerte de embudo, una bocina grande, y la puso al oído. Al instante sintió unos ruidos, a las pocas horas distinguió el francés que hablaban los “insectos de acá abajo”.
      225 años antes que Spielberg en Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), Voltaire hace aterrizar a dos extraterrestres en el norte de Europa, que además son entre sí de planetas muy distintos. El relato insiste en comparaciones por analogía, la distancia entre las vidas en los tres niveles tiene su proporción en el punto donde todos tienen razón y alma. Allí donde Micromegas manifiesta serias dudas sobre la capacidad de albergar un alma en esos “insectos imperceptibles”, es cuando uno de los filósofos responde ofendido. Responde midiendo con trigonometría las alturas exactas del saturnino y del sirio; su percepción le impedía distinguir a Micromegas y haciendo cálculos logra saber su medida. De ese modo unifica la dispersión entre los tres y entonces Micromegas acepta que la inteligencia y el espíritu no dependen de los tamaños. Su marco de referencia no es universal. Por eso se lo conoce como un cuento filosófico.
     Entre el relativismo de Voltaire y la sustracción de la bomba atómica, en “El dueño del átomo”, median 176 años, entre uno y otro pasaron muchas cosas. Hay una en particular que funciona como perfecto puente. La propuesta de Dmitri Mendeléyev con su tabla que implicaba saber sobre elementos que no se habían encontrado, describir mediante la razón todos los compuestos químicos del universo. De ese modo, en el planeta más alejado de la estrella Sirio y en el observatorio de Tras la sierra, en Córdoba, o en el de La Plata, existen los mismos medios microsátomos partidos.


Pablo Luzuriaga
Buenos Aires, EdM, mayo de 2014


Badiou, A. El siglo, Buenos Aires, Manantial, 2005
Gómez de la Serna, R., El dueño del átomo, Córdoba (España), Berenice, 2011
Voltaire, C., Micromegas, Biblioteca Virtual Universal, 2010
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