Somos en el mundo a través del lenguaje. Existimos, a diferencia del animal, porque podemos hablar. Nuestro modo de ser-en-el-mundo está atravesado por un modo determinado del habla que no es sino una convención: la que nos permite ser-con-otros y hacer de los objetos que nos rodean, incluso de la propia naturaleza, nuestras herramientas para (sobre)vivir.
Martin Heidegger afirma, sin embargo, que hay un lenguaje, un modo del habla, que al permanecer más alejado, más cerca del Ser se mantiene. Hay un decir primigenio, original, que es capaz de “decir al Ser” o “nombrar lo Sagrado”: el decir poetizante. El poeta – y pensemos aquí en Holderlin, Rilke, Trakl– es quien, al mantenerse más retirado, más adelantado es (o está). El poeta es esa clase de hombre que permanece más cercano a la palabra que convoca el llamado del Ser: palabra inicial o palabra venidera, en camino.
Pero, ¿qué sucede con el lenguaje cuando el mundo, tal como lo conocemos, deja de ser un lugar seguro y útil; se vuelve ajeno? ¿Cuando nos encontramos escindidos, expulsados por fuera de los límites? ¿Qué sucede con aquel hombre que es extraño en esta tierra, un extranjero de sí mismo, de su patria, de su identidad? ¿Qué lenguaje, qué habla, puede dar cuenta de esa experiencia? Y es que hay algo insuficiente y precario en nuestro decir. Pensemos, sino, en la sociedad actual, histerizada por el ruido, el chisme, las habladurías, la avidez de novedad, la publicidad, la tecnología. A pesar de acercar(nos), cuánto (nos) alejan.
Hay dos sujetos que encarnan la posibilidad de revelar y ocultar, a la vez, la inmediatez del Ser del lenguaje: el poeta y el místico. La palabra debe, forzosamente, culminar en pensar poetizante o en silencio definitivo. “Atardecer de las palabras, buscador de manantiales en el silencio”, subraya el poeta judío rumano Paul Celan haciéndose eco de Heidegger quien, en De Camino al Habla, sostiene que sólo se acerca el hombre a lo verdaderamente esencial, aquello que hemos olvidado y que nos reclama, entrando a través del silencio.
Tanto Heidegger como Celan, abatidos por la imposibilidad de acudir al llamado del Ser a través del lenguaje, optaron por: el primero, entregarse al ostracismo de su cabaña en Todtanauberg, un claro en el bosque donde aún latía una mínima esperanza, la de restituir la primordial energía de esa palabra venidera. El segundo, arrojarse al río Sena: el silencio final, el acto más revolucionario y trasgresor del habla –¿cómo decir el suicidio?–.
En las márgenes del lenguaje – siempre al borde–, en ese precipicio al vacío, no sólo se encuentran los místicos y los pensadores poetizantes, sino también cierta voz narrativa que consigue recuperar en el habla local una experiencia intensa y reveladora del Ser. Debemos nombrar aquí a Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Augusto Roa Bastos, Clarice Lispector, y a quien nos convoca: la novelista argentina Sara Gallardo (1931-1988).
Aparece, entones, Eisejuaz, el personaje de su novela homónima (publicada en 1971 por Editorial Sudamericana, reeditada por Cuenco del Plata en 2013): una subjetividad masculina que es, a su vez, sujeto trágico. Un indio mataco, Lisandro Vega, que ha sido privado de mundo, ha perdido todo lo que lo enraizaba a la tierra (su familia, un trabajo, su hogar, la dignidad). En este nuevo modo de ser-en-el-mundo, desde una disposición ex(c)tática, arrojada – retomando a Heidegger, deberíamos decir: el modo más auténtico de encontrarse–, Eisejuaz oye voces que vienen de otro lado (las voces del Señor y de sus mensajeros, los animales, o sus múltiples voces subjetivas), que lo interpelan, lo convocan, y lo extrañan: “Cinco veces habló una voz para descorazonarme”. Un sujeto múltiple que se refiere a sí mismo como “el comprado por el Señor”, “el del camino largo”, “Éste También” ; que se nombra a sí mismo como un yo pero también como una otredad, porque, al fin y al cabo, su experiencia de ser no puede decirse de modo unívoco ni con palabras familiares. Nuevamente la imposibilidad del lenguaje. Para contar el extrañamiento, Sara Gallardo debe servirse de una lengua singular, que sea pura novedad y creación.
Nuestro personaje, este narrador narcótico, debe mantenerse alejado (del mundo, de sí mismo) para llegar a lo más cercano: Dios, lo Sagrado. Todo ese transcurrir, traducido en un peregrinar hacia la fundación de un nuevo orden, configura un espacio narrativo en el que conviven las dudas, los miedos, la desesperación, los lugares, los tiempos, los personajes, en un sistema de fuerzas en donde lo divino se manifiesta en lo profano. A la espera del mensaje de Dios, de esa palabra inicial o palabra venidera (“Sólo un Dios podrá salvarnos”, profetiza Heidegger en una entrevista al diario Der Spiegel en 1976), Eisejuaz ha dado por seguras señales inciertas. Finalmente lo Sagrado se le revela, se le manifiesta en el silencio. Ese Dios permanece alejado, en la cercanía, en la intimidad; terriblemente en silencio: “No hubo contestación”, se compadece (y nosotros con él).
Alejado de la sociedad, arrojado a un claro en la selva chaco-salteña: así ex(c)siste Lisandro Vega. ¿Y cómo se encuentra en este mundo? Callando. Callar, no hablar, “nada decir”, es lo que más hace. Y lo hace a imagen y semejanza del Dios al que invoca. La narrativa de Sara Gallardo transcurre siempre sobre esta orilla: donde se prefiere el no decir al decir. Forma y contenido en la novela se corresponden. Eisejuaz admite: “Se me pegó la lengua”. Y entendemos que aquí está hablando, también, de la novela en sí misma. Porque ésta surge de una lengua que nos expulsa continuamente, para luego traernos de vuelta; que se nos pega porque es indisociable de la subjetividad que la produce. Una lengua inusitada que se adquiere en la extrañeza, al límite de lo que se calla.
Le adeudamos a Sara Gallardo, a esta audaz y extraña escritora, que nos provoca diciendo: “Escribir es un oficio absurdo y heroico” (1977), la voz singular y alucinante de este indio mataco, mitad ángel mitad demonio; de este arrojado, abandonado de mundo; de esta conciencia mística (o psicótica), cuyo rumiar no nos abandona porque “sepan que Agua Que Corre es inmortal y los seguirá siempre”.
Ana Catania
Buenos Aires, EdM, octubre 2014
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