La semana pasada falleció la madre de un amigo, mis preguntas al teléfono querían, con la mayor delicadeza, llegar a un punto: se trató de una muerte trágica y dolorosa o, por el contrario, terminó sus días tranquila y sin dolor. History Channel emite estos días un documental acerca de la producción energética, cuenta la trágica muerte de Diesel. El inventor del motor se tiró, o lo tiraron, de un barco, apareció flotando en un río. Uno de los entrevistados, para sembrar la sospecha que se trató de un asesinato, dice: “la mayoría de la gente muere en la cama”. La del tren en once es una tragedia, también la de Cromañón y la de los estudiantes del colegio Ecos. Donde mataron a Pablo Tonello, el ciclista asesinado en la Avenida del Libertador, hay un cartel que anuncia: “La muerte de Pablo es el inicio”, como si esa muerte individual, como tantas otras muertes fatales en robos o accidentes, fuera el final de una etapa y el principio de un cambio. Usamos la palabra tragedia para darle nombre a ese tipo particular de dolor: el de una vida que se encuentra de forma abrupta con su final. En 1966, Raymond Williams se preguntó por las relaciones entre estas experiencias cotidianas con esa clase especial de arte dramático “para el cual se puede trazar una posible aunque complicada continuidad histórica de 25 siglos”. Este año Tragedia moderna, traducida por Camila Arbuet Osuna, fue publicada por primera vez en español, en la colección Ideas de la editorial Edhasa.
El libro se divide en dos partes. “Ideas trágicas” y “Literatura trágica moderna”. En el primer apartado, desde la pregunta por la experiencia trágica en la modernidad, recorre la tragedia como idea en la antigüedad clásica, la tragedia medieval, en el renacimiento y el neoclasicismo. La idea de tragedia en Lessing, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche abre el camino para preguntarse por las relaciones entre tragedia e ideas contemporáneas. Este capítulo comienza con una afirmación sobre el siglo XX: el sufrimiento y confusión producto de las dos guerras mundiales produjo una presión dirigida a tomar un cuerpo de obras del pasado y su uso como forma de rechazo del presente. “Un esfuerzo destinado a sostener que hubo tragedia (o caballeresca o comunitaria) pero que ahora, careciendo de las creencias que las reglan, somos incapaces de ella” (p. 67). Esta separación fundamental es la que sostiene también el rechazo al significado actual del uso ordinario que hacemos del término para definir un tipo de experiencia más o menos traumática y dolorosa. Tragedias eran las de antes, las de Sófocles o Shakespeare, y no el producto de un accidente del transporte o una obra moderna. La tragedia, más que una única clase de hechos, es una serie de experiencias, convenciones e instituciones y la propuesta es analizar el cambio al interior de esas estructuras. La teoría trágica moderna tuvo sus mayores aportes en el siglo XIX, las tragedias modernas se escribieron luego. El segundo apartado del libro se ocupa del análisis de la tragedia liberal de Ibsen y Miller, la tragedia privada de Strindberg, O´Neill y Tennesse Williams, la tragedia social y personal de Tolstoi y Lawrence, también analiza obras de Chejov, Priandello, Ionesco, Beckett, Eliot, Pasternak, Camus, Sarte y Brecht. El período de escritura trágica que va del final del siglo XIX a mediados del siglo XX, el de la “Literatura trágica moderna”, es para Williams tan importante como lo fuera la etapa clásica o isabelina.
Williams define la tragedia moderna bajo cuatro problemas fundamentales: orden y accidente, la destrucción del héroe, la acción irreparable y el énfasis en el mal. Detrás del argumento que niega un sentido trágico significativo a las “tragedias cotidianas”, Williams encuentra dos creencias: la idea de que el acontecimiento en sí no es trágico, sino que se vuelve trágico “a través de la formación de una respuesta”; y que el significado de esas respuestas depende de la capacidad de conectar el acontecimiento puntual con un cuerpo más amplio de hechos; de ese modo no se trata de un mero accidente, sino que lo acontecido es capaz de soportar un sentido general. En otras palabras, para separar un “mero accidente” de la tragedia hace falta valerse de alguna concepción de ley o de orden para la que ciertos acontecimientos, dice Williams, sean significativos y otros no. Por ejemplo, una ley posible era la que definía a la tragedia en tanto dependiente del “hombre de rango”, unas muertes importaban más que otras, las muertes de los esclavos no significaban nada. Este orden fue destruido por la burguesía. La cultura de la clase media supuso un rechazo a la perspectiva del “rango”, la tragedia de cualquier ciudadano podía ser tan real como la de un príncipe. En esta transformación, del príncipe a todos los ciudadanos y por extensión al género humano en general, cuando la experiencia trágica fue teóricamente concedida a todos los hombres y mujeres, su naturaleza fue radicalmente limitada. El destino del “hombre de rango” era el de la casa o el reino; en la sociedad burguesa el destino del individuo no es ni el del Estado, ni una parte del mismo, sino que es una entidad en sí misma. Si bien el sufrimiento de un “hombre sin rango” iba a ser más real, se perdió el carácter general y público de la tragedia. De este modo el rango en la tragedia se convirtió una suerte de “figuración infundada”, propone Williams, el ceremonial vacío de un burgués que se llama a sí mismo rey. Lo que funcionaba como un orden vital completo conectado al hombre con el Estado y el mundo se volvió un “orden abstracto pueril” (p. 72) El sentido trágico había sido construido para depender de un orden, de una relación particular de acontecimientos, de una supuesta naturaleza de las cosas, tras la revolución burguesa se encuentra sin esa conexión específica. Asimismo, la idea de accidente, en este sentido, cambió. Aquello que se entendía como accidente no era otra cosa que el destino o el designio divino. Caído el orden del rango y la lógica del designio, las tragedias se marchitan y los accidentes no conectan con ningún sentido. La pregunta por las condiciones históricas de la tragedia, no debe buscar sus respuestas en creencias específicas, sean estas el destino, el gobierno divino o el sentido de lo irreparable. Lo que es común a este tipo de obras es la dramatización de un desorden grave particular y su resolución; las creencias de un orden sobre las que ese desorden funciona como su contrario pueden variar. En la tragedia moderna también aparece un fondo de orden y desorden, distinto al de la tragedia clásica o isabelina, pero no por eso menos organizador de la acción trágica. El punto de vista que rechaza la idea de la tragedia moderna, tanto en las obras como en la experiencia, se fundamenta en el principio de que habiendo caído el orden integrador de la fe que permitía conectar al hombre con el Estado y el mundo, la tragedia ya no tiene lugar. Bajo esa lógica la gran tragedia, para esta tradición crítica, florece en los momentos de mayor estabilidad y orden. Williams, por el contrario, afirma que la gran tragedia parece ocurrir, ni en períodos de estabilidad real, ni en períodos de conflicto abierto , sino que su mejor caldo de cultivo es el período que precede a “una ruptura y transformación substancial de una cultura importante”. La condición de la tragedia es “la tensión real entre lo viejo y lo nuevo: entre creencias recibidas, encarnadas en instituciones y respuestas, y las contradicciones y posibilidades, vívidas y recientes”. Si esas creencias, dice Williams, ya han colapsado por completo, la tensión se pierde.
En el mismo sentido, Williams propone una lectura alternativa al problema de la muerte del héroe. La tradición crítica que rechaza la idea moderna de tragedia entiende que esta siempre concluye con la muerte del héroe, por eso no hay tragedia moderna en tanto el héroe moderno no puede encarnar al Estado y al mundo; pero en la tragedia lo que en verdad concluye no es tanto el héroe individual como lo es la acción que el héroe desarrolla. Por eso, dice Williams, “la tragedia puede ser generalizada, no como respuesta a la muerte sino como el acto irreparable desnudo”.
En el centro de la tragedia moderna se aloja el problema mismo que provoca el rechazo de su existencia. El problema de la falta de sentido en la modernidad da lugar a estas nuevas tragedias. ¿Dónde encontrar su sustancia? En la relación entre tragedia y revolución.
Williams lee la idea de revolución de Marx en los términos de la tragedia. En esta cita de Crítica a la filosofía del derecho de Hegel aparece la forma básica de la relación entre revolución y tragedia:
“En la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil; de una clase que es la disolución de todas las clases; de una esfera que posee un carácter universal por sus sufrimientos universales y que no reclama para sí ningún derecho especial porque no se comete contra ella ningún abuso especial, sino el abuso general. La formación de una clase que no puede apelar ya a un título tradicional, sino simplemente al título humano […] por último, que no puede emanciparse sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad y, al mismo tiempo, emanciparlas a todas ellas; que es, en una palabra, la pérdida total de humanidad y que sólo puede ganarse a sí misma mediante la redención total de la humanidad”
La resolución y el orden trágico se anida en esa idea de “redención total de la humanidad” que viene después del sufrimiento.
Pablo Luzuriaga, Buenos Aires, EdM, octubre de 2014
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario