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Frontera Masacre, por Luciano Beccaria


a mirada se posa sobre la frontera. La única terrestre de las antillas que flotan como boyas sobre el Caribe. Haití y República Dominicana. Puede decirse que una frontera en una isla es una forma de aislarse un poco más. O mejor, de aislar. Pero desde la distancia cenital del Google Earth no se alcanza a advertir que su trazado es un tajo de machete, reguero de sangre y disputas históricas.

Dos pueblitos: Ouanaminthe y Dajabón. Del lado este, el damero español, la cuadrícula ordenada. Del oeste, ínfimos e infinitos techos abigarrados, como salpicaduras de Pollock. Los campos también se diferencian. Prolijamente organizados en haciendas, del lado dominicano; desperdigados, indefinidos y embebidos de copas de árboles, del lado haitiano. Los pueblos están separados por el Río Masacre, así llamado por viejas batallas entre piratas franceses y soldados españoles, cuya sangre aportó en el siglo XVII a nutrir su caudal. Tres siglos después, ya con el nombre puesto y como si la toponimia fuera determinante, fue escenario de un genocidio ordenado por el dictador dominicano Rafael Trujillo. Un genocidio étnico que estableció esa etnicidad a partir de la oralidad.


Ouanaminthe y Dajabón. En 1937 da jabón cruzar la frontera pero no queda otra. Los trabajadores haitianos migrantes, los afrodominicanos, los rayanos –como caracterizó el escritor Marcio Veloz Maggiolo a ese mestizaje–, todos aquellos que ostentan el fenotipo afro, están escondiéndose en los valles azucareros o huyendo de República Dominicana, entre la espada y la frontera. Entre la bayoneta y el Río Masacre. Otra vez lecho de huesos, tumba correntosa.

Pero era necesario resaltar el factor nacional. Distinguir a los afrodominicanos, minoritarios en su tierra, de los haitianos, cuya casi totalidad de la población es afrodescendiente. Como ya se dijo, la masacre tuvo su piedra basal en la palabra. Apostados en la margen del río, los soldados dominicanos, pero también los hacendados y campesinos que se sintieron interpelados por la campaña antihaitiana, exigían a sus víctimas de piel oscura un santo y seña para definir su destino. Quien no pudiera pronunciar las vibrantes erre y jota de perejil era evidentemente haitiano, por su créole afrancesado, y pasado a degüello.

La frontera también marca paradojas. Sténio Vincent, entonces presidente haitiano, de descendencia española y tez clara, dio la espalda a la frontera, miró cabizbajo al recientemente retirado invasor norteamericano y acató la orden de preservar la paz con el vecino. Mientras tanto, Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano que se blanqueaba la piel de herencia afro con polvos, también buscaba blanquear la población de su país: su polvo fue la pólvora; y su corte, el machete. Es que mientras se producía la matanza, del lado dominicano fue conocida discreta pero tajantemente como el corte. Mientras que en Haití se nombraba como kout kouto. En palabras de la escritora Edwidge Danticat, en su novela Cosecha de huesos: “una cuchillada, un tajo único y eficaz”. Porque del lado de la víctima, del cuerpo vejado, necesariamente el corte es más detallado.

Pero el risueño nombre con el que de ahí en adelante se recordó ese hecho, en la memoria y en los libros, fue la Masacre de perejil. El genocidio de Trujillo, que fue generalísimo antes que Franco y habló de solucionar el problema haitiano antes de la solución final nazi. Las fronteras son difusas pero pueden marcar el límite entre vida y muerte. Las palabras también. Frontera puede significar masacre.

Luciano Beccaria
Buenos Aires, EdM, abril 2016
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