Cuarenta años distan entre El romance del Aniceto y la Francisca y Aniceto, dos películas de Leonardo Favio que comparten un núcleo narrativo: relaciones signadas por la dupla traición-fidelidad entre un hombre, su gallo de riña y sus dos mujeres. Aún así, Aniceto parece hacer estallar todo lo que caracteriza a la película anterior, explosión que da que hablar y parece llamar a la búsqueda de una resolución, una respuesta. La sospecha crece: el despliegue del título de 1967 (Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más...) se condensa y parece dejarnos frente a una síntesis que concentra el recorrido del director bajo el nombre enigmático de su obra maestra. Sin embargo, no es eso lo que vemos, en tanto la película no alcanza ningún nivel de armonía o resolución. Lo que presenciamos es, justamente, la intención de ensanchar y el gesto de esfuerzo para hacer que los diferentes elementos del film alcancen su tope de expresividad.
En una entrevista para la Revista Ñ, Favio narra así el origen de la segunda película: “El proyecto comenzó a latir desde aquel rodaje, hace 40 años, cuando notaba que en los silencios de El romance… había una gran sinfonía”. Tomar al pie de la letra ese mito de origen, que repite en más de un encuentro, puede aproximarnos a una noción más fina del trabajo del artista. Así, no hay modo de separar un film de otro, en tanto sólo en su mutua consideración se evidencia el trabajo de transposición, verdadero gesto del director que busca aquello que define como su “película más completa”. Precisamente, se trata de cómo completar aquello que ya se ha presentado como unidad.
En la película de 1967, el dibujo a carbonilla de un concentrado narrativo genera los silencios necesarios para dar lugar a eso otro que pone en primer plano Aniceto en 2008. Ver Aniceto es asistir a una explosión de ese núcleo para luego observar qué es lo que completa la forma, qué es lo que entra en los recovecos y grietas generadas. En primera instancia, la película fragmenta la secuencia narrativa, deteniéndola para insertar cuadros de ballet cargados de volumen pictórico y musical. Me detengo en ellos para desglosar el procedimiento del director.
Los cuadros son los momentos más evidentes de otra unidad que se ve destruida: el film como entramado de imagen y sonido. Los decorados extravagantes y la coloración recargada parecen completar un fin en sí mismo. En vez de aportar un escenario para la acción, se disputan activamente la escena. En cuanto al sonido, dos elementos llaman la atención. En primer lugar, la música, cargada de expresión, principalmente en los cuadros de ballet que, otra vez, se rehúsa a ser una mera banda sonora y lucha por destacarse. En segundo lugar, las voces terminan de delinear el universo sonoro de la película. No están solamente dobladas sino también desprendidas de los personajes que las portan. Ubicadas, inmóviles, al frente, no acatan los movimientos de cámara o de los actores en el espacio. Así, el no respetar la perspectiva misma de la escena da como resultado unas voces completamente desnaturalizadas, aunque sí texturizadas como sonidos, mantenidas y explotadas como materia musical.
Continuando, un punto clave de este estallido es el tratamiento que reciben los personajes. No me refiero a su función dentro del relato; poco cambia el modo en que se relacionan Aniceto, el gallo y las dos mujeres. Más bien me refiero a la actuación, a lo que se juega en la película de la noción misma del actor. Con, quizás, un deliberado tinte anacrónico, la actuación se vuelve un repertorio de gestos que no provocan ninguna comodidad verosímil. Los momentos en que la narración se detiene e irrumpe la danza, son aquellos donde la gestualidad gana aún más territorio. Agrego, sin embargo, que llamar gesto a las coreografías no es de ningún modo un desmerecimiento, sino un simple reconocimiento de que cada uno de estos pasajes tiene un grado de expresión comparable con el del gesto.
Luego del estallido, movimiento, imagen y sonido se individualizan, buscan reconocimiento como tales y abandonan el régimen de la naturalidad. El gesto faviano de buscar la sinfonía es el de buscar la composición cinematográfica de imagen y sonido, sí, pero atendiendo a las necesidades de la imagen pictórica y el sonido musical, haciendo manifiesta, sin duda, la dificultad que implica la tarea.
Victoria Martínez
Buenos Aires, EdM, junio 2016
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