lueve y es un piso 7. Las ráfagas del viento le dan al agua formas onduladas. No hay con quien hablar. Todos han salido de viaje. Sobre la mesada de la cocina hay un solo plato y un único vaso. Abajo, las calles comienzan a inundarse. El cemento gris se va volviendo un charco y dentro de un rato será aún peor. Es enero. La soledad va acomodándose a medida que pasan los días en el piso 7. A un lado del balcón hay una maceta grande con una guayaba, un fruto tropical de color morado del tamaño de una uva. La brisa húmeda le hará bien. Mañana seguramente abrirán algunas de las flores que todavía son capullos. Al otro lado hay una mesa pequeña con una taza, un lápiz, un sacapuntas y un libro del periodista Daniel Titinger de tapas anaranjadas. Buenos Aires está quieta, cada tanto se ve algún auto; un colectivo pasa despacio con los faros encendidos. El libro sobre la mesa del balcón se llama Un hombre flaco; es un perfil del escritor Julio Ramón Ribeyro que posa fumando en la portada. Un relámpago, y otro. Los troncos de los árboles no se ven desde el piso 7, sólo las copas de hojas tupidas que parecen bichos amasados en plastilina verde; las ramas se mueven. En las primeras páginas, un epígrafe de Ribeyro dice: “Donde empieza la felicidad, empieza el silencio”; el cuentista peruano no creía en la felicidad como un “estado fructífero” para escribir. Suena el timbre del portero eléctrico y se siente como un rayo entrando por la ventana. No, señor, no es aquí. La guayaba se ve fresca, las hojas limpias. Se puede pasar la vida sin ver llover desde tan alto, sin ser feliz en completa soledad, sin desear sin pudor que el silencio siga durando. Así como están las cosas, al menos en este instante, al menos en el piso 7, la frase de Ribeyro se retuerce, se invierte, se lee en reversa, se impone a contramano: porque es en este silencio que empieza una felicidad indiferente al resto del mundo, caprichosa, egoísta, una felicidad -precaria, pero qué importa- que se olvida de las miserias, las violencias, los sobresaltos, los muertos, las faltas, las penas, que no piensa en nadie ni en nada más que en la lluvia, el libro de tapas anaranjadas, los capullos de la guayaba, un té, un té solo, otros libros y el silencio del piso 7.
Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, junio 2016
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