Es el 10 de julio de 1983 y en el BC Place Stadium de la ciudad de Vancouver se palpita una atmósfera de final. Con cuatro partidos por jugarse en la temporada regular de la North American Soccer League, los Vancouver Whitecaps están en la cima de la tabla de posiciones, y se enfrentan nada más y nada menos que a su escolta, los temibles New York Cosmos de Franz Beckenbauer, Giorgio Chinaglia, y del paraguayo Roberto Cabañas.
El partido todavía no empezó, pero ya hay más de 50 mil personas alentando al equipo canadiense. Mientras en las gradas todo es fiesta, debajo de una de las tribunas, los jugadores de los Whitecaps están esperando para salir a la cancha y el estadio cruje sobre sus cabezas. Los nervios de Terry Felix crecen en tensión, el delantero de 23 años está a punto de debutar en la primera de los Whitecaps. Respira con pausas profundas, pero le tiemblan las manos y las piernas. Está por cumplir el sueño que tiene desde aquel día en 1974, en que vio el primer partido oficial de los Whitecaps. Es que a pesar de todo—a pesar de la muerte de su padre ni bien Terry llegó a Vancouver, a pesar de las horas que pasó trabajando de guardia nocturno en el ferrocarril de la CP Rail, a pesar de todos los insultos racistas que recibió desde que llegó a la ciudad—, Terry está a punto de convertirse en el primer jugador indígena en jugar en la liga de fútbol más importante de Norteamérica.
Cuando la voz del estadio anuncia su nombre entre los titulares del equipo, el joven miembro de la nación indígena de Sts’ailes del interior de la provincia de Columbia Británica, comienza el largo y solitario recorrido hacia la mitad de la cancha. Trota hacia sus compañeros, mientras toda su atención se vuelca en un solo pensamiento: “No te caigas, Terry, por favor no te caigas”.
Y no se cae. A los quince minutos de juego, Terry hace poner de pie a todo el estadio, cuando da un pase magistral que corta entre las filas de la defensa neoyorquina y uno de sus compañeros concreta el gol. Una asistencia perfecta, dirá al día siguiente Archie McDonald en el Vancouver Sun. Dan Stinson, en el mismo diario, elogiará sin reparos la actuación del joven debutante: “Asistió a David Cross con un pase perfecto y estuvo a punto de hacer un verdadero golazo minutos después, y se llevó una ovación enorme de 50,205 personas cuando salió remplazado en el minuto 69 de partido”.
Terry Felix sale de la cancha con los ojos en lágrimas. Unos meses atrás se había convertido también en el primer jugador indígena en vestir la camiseta de la selección canadiense, y debutó con dos goles frente al combinado de Bermuda en las eliminatorias para los Juegos Olímpicos de Los Angeles ’84. Mientras toma su lugar en el banco, siente, por primera vez en mucho tiempo, que es un hombre feliz.
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Treinta años pasaron desde la última vez que Bruce Wilkins vio a Terry Felix, pero cuando escucha que pronunció su nombre, la voz se le carga de emoción.
—¿Terry Felix? ¡Obvio que me acuerdo de él! Solíamos entrenar juntos en las divisiones inferiores de los Whitecaps —me dice por teléfono—, yo era el arquero del equipo sub 20 del club y él entrenaba con el equipo de reserva, y todas las semanas entrenábamos juntos.
Bruce nunca llegó a debutar con los Whitecaps, aunque siguió ligado al club. Hoy edita el Whitecaps Fan Blog, una página dedicada exclusivamente a los Caps.
—Terry era un talento único— me dice—, tenía un gran control sobre la pelota, y era rápido y hábil y con mucha visión de juego. Yo era arquero, y así que puedo decir sin temor a equivocarme que Terry tenía un verdadero cañón en la pierna derecha. Empezó a entrenar con el plantel de primera en el 83 y jugo varios partidos de titular. En ese entonces todos hablaban de él, y después no sé qué le pasó. Desapareció de la faz de la tierra. La verdad es que me muero por saber qué fue lo que le pasó a Terry Felix.
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El ascenso meteórico de Terry Felix dura exactamente tres meses, con ocho partidos como titular y dos goles hasta que se lesiona en una cancha de entrenamiento en la ciudad de Victoria, en una práctica con el seleccionado nacional. Tiene 24 años y corre con la pelota en los pies, elude a un defensor a toda velocidad y de golpe hunde la pierna en un pequeño pozo. Un profundo dolor en la rodilla derecha. El diagnóstico de los médicos es terminante: rotura del ligamento lateral externo de la rodilla derecha, no podrá participar de los Juegos Olímpicos.
En medio de la desazón llama a su mujer a Vancouver y lo sorprende la noticia de que va a ser padre. Viaja a su encuentro a colmarse con la alegría, pero a las pocas horas recibe por teléfono otra noticia. El técnico de los Whitecaps, John Giles, lo convoca a una reunión. La suerte está echada y Terry ha caído en desgracia en un club que tiene demasiados jugadores y en el que un joven lesionado no es prioridad.
—Lo siento mucho, pero tenemos que rescindirte el contrato— dice Giles—. Si estás dispuesto a irte a otra ciudad, podríamos tratar de negociar con otro club, aunque con la lesión va a ser difícil encontrar a alguno interesado.
En dos días ha pasado de ser titular en su club y en la selección de su país a convertirse en un futuro padre desempleado, incapacitado para hacer lo único que sabe, jugar al futbol.
—Tengo que pensarlo— es lo único que Terry puede responder.
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Me reúno con Terry Felix treinta y tres años después, en la ciudad de Vancouver, donde ha venido a ver un partido de fútbol de su nieta Scarlett, de 11 años. La mañana es gris como tantos otros sábados de invierno en Vancouver, y una llovizna cae sobre el pasto del parque Nat Bailey.
He tardado un año en lograr este encuentro. Hablamos mucho por teléfono pero resistía a una conversación en persona. Es que Terry rara vez piensa en su carrera como futbolista. Supongo que los recuerdos deben ser muy dolorosos, aunque su vida se ha cargado con otras prioridades: sus siete hijos, su rol como líder comunitario en su comunidad natal de Sts’ailes, y su trabajo con el servicio penitenciario federal de Canadá.
Mientras vemos el partido de Scarlett, pienso que la chica ha heredado la habilidad de su abuelo. Es agresiva en la cancha, tiene buen quite y distribuye bien el juego, una especie de Mascherano en frasco femenino. Terry me dice que su nieta quiere ser futbolista profesional, y que su sueño es jugar para la selección canadiense.
—¿Vos te podés imaginar cómo sería eso… jugar al futbol todo el día, todos los días?- me pregunta.
Cuando le recuerdo que esa también había sido su vida, sonríe como si se tratara de una película, de la película de otro.
Me cuenta que desde que se retiró del fútbol ha vivido varias vidas. Se casó cinco veces, se graduó como administrador de empresas en una universidad en Vancouver, y luego volvió a Sts’ailes para formar parte del consejo de líderes de la pequeña nación indígena, que hoy se compone de unas 500 personas. Y desde hace nueve años se dedica a trabajar para el servicio penitenciario federal, brindando apoyo cultural para el número creciente de personas indígenas que pueblan las cárceles de Canadá. Cuenta que las personas indígenas representan el 23% de la población encarcelada, a pesar de ser solo el 3% de la población general del país.
—El problema es que muchos de nuestros hermanos han perdido conexión con sus raíces— me dice, explicando que fueron años de racismo sistemático por parte de las autoridades canadienses, en que hicieron lo imposible por erradicar todo rastro de cultura indígena del país, convirtiéndose en responsables por esta crisis indígena.
Terry ya no quiere pensar en su fugaz carrera como futbolista. Sin embargo, mientras mira jugar a Scarlett, no puede evitar los recuerdos.
—Cuando éramos chicos, poníamos las redes que usábamos para pescar salmón entre dos árboles, y jugábamos a embocar la pelota en distintas esquinas. Lo hacíamos todos los días, y así aprendí a tener buena puntería.
Durante los fines de semana, Terry despuntaba el vicio jugando para la selección del pueblo, que hasta el día de hoy lleva el nombre de un ente sagrado para la mitología de los Sts’ailes, el Sasquatch, o yeti del Noroeste Pacífico. Fue jugando para el Sasquatch F.C. en un torneo de comunidades indígenas, que un enviado de los Whitecaps lo vio, y le ofreció probar suerte en la gran ciudad. Terry era fanático del equipo de Vancouver, que recientemente había salido campeón del torneo de la NASL del ’79, y entonces decidió dejar su comunidad e irse a vivir a la ciudad.
Su padre lo llevó a Vancouver en la camioneta destartalada de la familia, y lo dejó en la casa de una familia de blancos, donde Terry viviría por los próximos dos años. “Hacete hombre, y jugá a la pelota”, le dijo su padre al despedirse.
—Lo que más me duele todavía hoy es haberme perdido los Juegos Olímpicos. Debido a mi lesión, fui el único del grupo que no viajó a Los Angeles. Y fue terrible, porque además el equipo se clasificó a los cuartos de final del torneo, y perdimos con Brasil por penales. Imagínate… yo hubiese sido estado allí.
Mientras hablamos, Scarlett toma la pelota y elude a una rival, metiendo un pase en profundidad a una delantera, que define cruzado ante la salida de la arquera. La pelota se va ancha, y las 20 personas que miran el partido aplauden el intento. Terry se para a aplaudir a su nieta, y cuando se sienta me mira fijo a los ojos.
—Hasta el día de hoy extraño el fútbol, claro que sí. Pero todo se trata de elegir bien las prioridades.
Peter Mothe
Canadá, EdM, mayo 2016
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