«La historia de la retórica, por tanto, no ha resultado muy halagüeña. Después de un comienzo prometedor en las antiguas ciudades-Estado, quedó fosilizada en manos de los escolásticos medievales, suprimida por el racionalismo científico, y finalmente aniquilada por una poética de la privacidad. Un arte sofisticado y antiguo acabó como sinónimo de demagogia, del engatusamiento descarado y de la cínica instigación de la emoción indistinta. Hoy día, en los Estados Unidos, sólo significa enseñar a los universitarios de primer curso dónde deben insertar un punto y coma. El arte de la retórica, sin embargo, se procuró un tardío tipo de venganza. En sus notas sobre la materia, Friedrich Nietzsche sostiene que el estudio de la retórica como el arte de la persuasión pública debería ser menos preponderante que su estudio como un conjunto de tropos y figuras, figuras que, observa, son "la naturaleza más verdadera" del lenguaje como tal. Lo que hizo Nietzsche fue generalizar la retórica (en su sentido de discurso figurado y no literal) a todas las manifestaciones de nuestra habla. Todo lenguaje funciona por medio de la metáfora, de la metonimia, la sinécdoque, el quiasmo y el resto de figuras; y esto significaba que, desde el punto de vista de la verdad y la comunicación, todo lenguaje era completamente sospechoso.
Los pensadores postestructuralistas como Jacques Derrida y Paul de Man partieron de ese hecho para demostrar que la comunicación no podía nunca tener lugar, queriendo con ello decir que no daría nunca en el blanco. El racionalismo había denunciado a la retórica como un asunto puramente ornamental; pero ahora la retórica le devolvía el cumplido declarando que la razón misma estaba permeada por recursos figurativos de principio a fin. La retórica era un quintacolumnista en el campamento enemigo. Era la verdad oculta de todo lenguaje. Pero ahora, sin embargo, trabajaba en la socavación de la verdad, el significado, la comunicación y la acción política, lo que no puede decirse que fuese el caso de Ciceron o Demóstenes. Hemos visto que el antiguo arte de la retórica aunó el estudio del lenguaje figurado con el arte de la comunicación; pero la primera acepción de la retórica fue enfrentada a la segunda. Tú podías tener metáforas o podías tener significados estables, pero no podías tenerlos a ambos.
Puesto que la poesía era el hogar del lenguaje figurativo, otra vez se la consideraba retórica, pero retórica en el sentido nietzscheano del lenguaje escurridizo, no en el antiguo sentido de expresión pública. En poesía, tal como rezaba la teoría, la verdad y el significado quedan fatalmente socavados por la naturaleza metafórica del medio en el que se los expresa. Como explica De Man: "La poesía obtiene un máximo de poder de convicción en el preciso momento en que depone cualquier aspiración a la verdad". Veremos un poco más adelante cómo la poesía puede ser considerada como la verdad del lenguaje en general por el hecho de que revela como las formas verbales determinan el significado. En este momento, sin embargo, es como si la poesía revelase la verdad de la falsedad del lenguaje en general.
Sin embargo, ésta no fue más que una corriente teórica que emergió en los años setenta y ochenta. Desde la crítica feminista hasta el materialismo cultural, desde los devotos de Mikhail Bakhtin hasta el nuevo historicismo, hubo muchas líneas de investigación que buscaron mantener la confianza en el proyecto de la retórica clásica. Irónicamente, estos teóricos, supuestamente innovadores, eran los que más seguían la tradición. Éstos también se proponían investigar los trabajos literarios, en tanto que estructuras de significado, como eventos históricos, emplazamientos donde poder y significación convergían. Pero conforme se acercaba el nuevo milenio y el sistema político preponderante se iba convenciendo, cada vez con más arrogancia, de que se había librado de todos sus contrincantes, esa empresa se hacía más difícil de sostener. La mera idea de la crítica política estaba siendo amenazada. Unas décadas antes, por ejemplo, estaba aceptado que se hablase de literatura en términos de clase social. De hecho, era difícil discernir cómo no hacerlo. La novela inglesa, por ejemplo, está, por completo, preocupada por la clase, el estatus, la propiedad, las finanzas, el matrimonio, la reproducción y la herencia.
Hoy día, sin embargo, hablar de la novela inglesa en esos términos induce a ser acusado de "sectario", por citar una recriminación típica del mundo literario. Los victorianos estaban bastante dispuestos a explayarse en esos temas, mientras que, según parece, nosotros los modernos somos bastante más timoratos. En un mundo de violencia y desposesión creciente, los académicos y los críticos se han vuelto, en su mayoría, "pospolíticos". Desde los formalistas rusos a los New Critics americanos, desde Northrop Frye hasta Roland Barthes, los grandes críticos formalistas que rebatían las concepciones historicistas de la literatura lo hacían de manera estimulante, y teóricamente compleja. Sin embargo, la crítica política de hoy no tiene el privilegio de enfrentarse a tales rivales. Con algunas honorables excepciones, se debe enfrentar al prejuicio y la ignorancia.
Estamos, pues, ante una situación alarmante. La crítica literaria está en riesgo de incumplir sus dos funciones tradicionales. Si la mayoría de sus profesionales se han vuelto menos sensibles a la forma literaria, algunos de ellos también contemplan con escepticismo las responsabilidades sociales y políticas del crítico. En el presente, gran parte de ese análisis político ha sido transferido a los estudios culturales; pero los estudios culturales, por el contrario, a menudo se han desentendido del proyecto tradicional del análisis de la forma. Los dos campos de estudio han aprendido muy poco el uno del otro.
De dos formas, por tanto, está la crítica literaria en peligro de serle desleal a la retórica clásica que la originó. Amenaza igualmente con traicionar al patrimonio del Humanismo renacentista, cuyos exponentes, como indica Joseph Schumpeter, "eran principalmente filólogos, pero... pronto de adentraron también en los campos de costumbres, la política, la religión y la filosofía". Algo similar se puede decir de los augustos comienzos del criticismo moderno en Inglaterra, en la forma que se ha denominado la esfera pública dieciochesca. Escritores como Joseph Addison, Richard Steele y Samuel Johnson concebían la crítica literaria, entre otras cosas, como una forma de la crítica social y moral. Y así la concebían también los llamados hombres de letras del siglo XIX, desde Samuel Taylor Coleridge hasta Matthew Arnold. E igualmente le ocurre al linaje de críticos del siglo XX que incluye desde Leavis, Richards y Empson hasta George Orwell, E.P. Thomson y Raymond Williams. Lo que hoy se conoce como teoría cultural es una versión moderna de la crítica tradicional. Son los opositores "tradicionalistas" de esta teoría los auténticos entrometidos y los intrusos. El lema de la crítica literaria radical está claro, por tanto: hacia la Antigüedad.»
(Eagleton, T. Cómo leer un poema, Madrid: Akal, 2016, pp. 23-25)
El giro actual hacia las derechas a escala planetaria recoloca en el centro de la discusión pública un debate que hasta hace poco parecía preocupar sólo a críticos y estudiosos de la literatura, al interior de las academias. Cómo leer un poema fue escrito por Eagleton en 2005, su propósito: reflexionar sobre prácticas de lectura que observaba por entonces en sus estudiantes universitarios. Aquí toma posición en el debate sobre el destino de la crítica y los estudios literarios. Contra el desprestigio de la crítica, como efecto del descrédito del textualismo, propone un movimiento táctico: subrayar el legado de la retórica y la filología en la lectura atenta, lenta y sospechosa de quien lee poemas y analiza su forma, su relación con el mundo.
Mariano Lescano
Rosario, EdM, febrero de 2017
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